jueves, 19 de noviembre de 2009

Zoco



En la plaza donde se entra a la cisterna de las 1001 columnas, Mordechai había extendido en una vieja alfombra tejida en Hereké, una docena de objetos sucios y rotos que nadie quería. Pocas semanas antes había sido uno de los vendedores que ocupan al anochecer, el jardín detrás de la mezquita de Beyazit, vecina al bazar de los libros. La inquina contra él de un guardia y el hurto a una turista, un tropiezo del que se arrepentía por el poco provecho que obtuvo del delito y la mucha desgracia que le causó, le obligó a buscar otro rincón en la ciudad, lejos de los policías secretas que le perseguían.
Durante las últimas semanas se conformó con entrar en casas cuando sus ocupantes las abandonaban para ir al trabajo, pero lo hacía en barrios lastimosos y sólo encontraba cascarria para poner en venta.
La mala suerte contagió los objetos que reposaban muertos sobre la alfombra, que aunque deslucida por la mugre, mostraba el fino dibujo de una puerta florida. En la plaza de la cisterna de Binbirbirek, su mercancía era invisible para los turistas, él mismo se veía como una sombra sin cuerpo. Cuando te tienen ojeriza, reflexionaba  hay que poner tierra de por medio, alejarse de la gente y vivir en soledad hasta que el tiempo borre el recuerdo. Mordechai sabía que el tiempo y la soledad trabajaban a su favor por eso dormía en la plaza, debajo del voladizo de la entrada a la cisterna y, cuando llovía, bajaba hasta la mezquita de Mehmet Pasa y se colaba para dormir en su cementerio, en el cobertizo donde se guardaban restos de lápidas rotas.
A los turistas les cuesta encontrar la cisterna de las 1001 columnas, y quienes daban con ella, pocos eran los que se acercaban con interés hasta su alfombra, pero todo se acaba y un día, dorado y limpio en el que el cielo y el mar del Bósforo relucían como aguamarinas, una mujer extranjera se dirigió hasta donde dormitaba Mordechai, rodeado de gatos y palomas y le preguntó, apresurada y nerviosa, por esa cajita oscura de hueso, la cajita que encontró dos días antes en el jardín de un palacio abandonado en el barrio de Tophane.
-¿Cuánto?
-Señora, treinta liras, es una caja de hueso muy antigua.
Mordechai calculó que diez liras serian suficientes para cenar esa noche incluso con cinco podría comer algo sustancioso, pero la mujer rubia y desgarbada hurgó en el bolsillo del pantalón y sin regatear ni lamentarse del precio, sacó dos billetes, de veinte y diez liras.
-Me la llevo.
La vergüenza enrojeció las mejillas de Mordechai que apenas se veían, ocultas entre las greñas que le caían de la cabeza y la espesa barba, dudó un instante antes de coger los dos billetes, pero al fin los agarró guardándolos en el bolsillo interior de su americana antigua, luego tomó de la alfombra, con delicadeza, un viejo collar de madreperla, el objeto más preciado que tenía y que destellaba bajo la grasa y el polvo como si fuera de esmeraldas. En su opinión, el collar valía al menos ocho liras.
-Este collar va con la cajita, todo junto son las treinta liras.
Pensativo, quiso creer que esas treinta liras y la extranjera significaban el regreso de los buenos tiempos, quizás por esa razón contempló agradecido a la mujer como se marchaba en dirección hacia Sulthanamet. La observó con curiosidad, caminaba deprisa, una ligera cojera le transformaba su paso en  un movimiento cadencioso, un poco sensual pues elevaba su cadera izquierda como si fuera la de una bailarina de ésas que se cimbrean en los locales de fiestas de Beyoglu y que enloquecen a algunos turistas.
A los pocos minutos, se acercó un hombre bien vestido, un funcionario del Registro de Bienes Inmuebles, miró desde su altura la alfombra durante un largo minuto en el que Mordechai tembló porque reconoció que, en efecto, los tiempos buenos habían llegado. El hombre preguntó si estaba dispuesto a vender la alfombra y qué precio pedía por ella.
-No por menos de cien liras, señor.
-De acuerdo, despéjala de toda esa porquería que le has puesto encima mientras voy a buscar el coche. ¿No la habrás robado?

Mordechai negó con la cabeza:
-No señor, me la regaló un primo mío, ha pertenecido a mi familia siempre...
-Seguro que mientes, pero no importa, espera aquí hasta que traiga el coche.
Mientras el funcionario se alejaba, Mordechai leyó en un viejo libro, puesto a la venta y que el viento súbito, abrió por la mitad.
Un mentiroso es como un muerto, lo que hace vivir a un hombre es el poder de la palabra y si ésta es falsa, la vida del hombre muere. 

La releyó un par de veces, para entenderla, para sacar provecho de lo que,  sin dura, era una señal del destino. Mordechai acarició el lomo de un gato antes de soltarle un sopapo para ahuyentarle pues ya el funcionario estaba delante de él, dispuesto a recoger la alfombra. Cuando acabó la transacción hizo un hatillo con su levita donde metió la docena de cachivaches que le quedaban. 






Ilustraciones del libro The Beauties of the Bósforo, W.H Bartlett.Edición de 1838.

viernes, 6 de noviembre de 2009



Asombra y nos entra la risa floja cuando somos protagonistas de una casualidad que escapa a las leyes de la probabilidad. Las coincidencias que vienen acompañadas de significado son lo que Carl Gustav Jung definió como sincronicidades. Soy una buscadora de casualidades, las escasas ocasiones en las que dos hechos concurren y son significativos para mi, una inmensa alegría me transforma en una máquina de imaginar y anticipar casualidades a cual más extraordinaria. Lástima que no se cumplan mis deseos y las coincidencias aparezcan en contadas ocasiones.

De la enorme casuística sobre esta clase de hechos probados, he escogido dos , el primero de carácter profético y otro que tiene a Lincoln como personaje central.
En 1954, Lester del Rey, escritor de ciencia ficción publicó la novela Misión en la Luna, en la que se leía la siguiente frase:
La nave Apolón se posó en la superficie de la Luna y de ella descendió el comandante Armstrong.

Un estudiante de Harvard se dirigía a su casa para visitar a sus padres, cayó entre dos vagones de ferrocarril en la estación de Jersey City, New Jersey siendo rescatado por un actor que iba camino de Filadelfia para visitar a su hermana. El estudiante era Robert Lincoln, hijo de Abraham Lincoln. El actor era Edwin Booth, el hermano del hombre que unas pocas semanas más tarde asesinaría al padre del estudiante.

Ilustraciones: solapa de libro editado en alemania en 1930 y lámina de Splendor Solis, manuscrito alquímico del siglo XVI en el que se detalla cómo obtener la piedra filosofal,

miércoles, 28 de octubre de 2009

Las amigas








-¿Y tú cuánto tiempo has vivido así, como una perra sin amo?


Carmela se mordió el labio inferior, costumbre que arrastraba desde la infancia y que le había producido un callo entre la comisura izquierda y el labio. Para disimular la rugosa y áspera piel, se pintaba un lunar marrón.
-He tenido amos, pongamos que media docena en treinta años, pero ahora me he asilvestrado. Prefiero la libertad a la apacible vida doméstica. Soy una fiera que nada tiene que ver con la pinta de yorkshire que, perdona que te lo diga, tienes tú. Muerdo si me provocan, así que ándate con tiento.
-Antes fuimos amigas ¿o no?
Carmela echó un sorbo a su orujo de hierbas, aspiró el humo del cigarrillo mal liado y hecho de restos de otros que encontraba tirados, entrecerró los ojos, al estilo de Joseph Cotten en Duelo al sol, con quien compartía un parecido físico asombroso, pero en versión femenina.
-Amigas he tenido pocas y tú no eres una de ellas.
-¡Cómo me dices eso! si juntas recorrimos media Europa en auto stop en el año 1973 ¿Es que no tienes memoria? Tú y yo nos peleamos en Verona por culpa de aquel desgraciado, ya no recuerdo ni su nombre.
Otro sorbo de orujo y la mirada de Carmela se encendió como si le hubieran prendido fuego con una antorcha de rastrojos secos.
-¡No fue en Verona! Nos despedimos en la estación de tren de Bolzano, y yo me fui con él, desde entonces tú y yo - cruzó los dedos índice y corazón de la mano derecha, los besó y luego se llevó el cigarrillo a medio consumir a los labios- no nos hemos vuelto a coincidir. Mejor, tampoco tenía ganas de verte ni en pintura, para que lo sepas: me caes gorda, tú, como te llames.
-Me apena oírte decir eso, después de lo que hemos pasado juntas... pero te perdono, estás enferma.
-Ja, ja , me parto de risa –Intentó que pareciera una carcajada sarcástica, pero solo le salió una sucesión de gemidos roncos e indescifrables. Tres ingleses que bebían cerveza sentados en el bordillo de la acera, dejaron de hablar entre ellos para dirigir la mirada hacia las dos mujeres.
-Vete y deja de darme la tabarra.
-Soy Dora, sé que me recuerdas: fuimos amigas en la infancia y casi toda la juventud, siempre nos hemos tenido cariño y ahora he venido a llevarte conmigo, aquí no puedes estar.Con un gesto, Dora avisó a los dos hombres de emergencias sanitarias que esperaban de pie, junto al banco del paseo, para que cogieran a Carmela en volandas y la metieran en la ambulancia. Para asombro de todos no se resistió, con mansedumbre se dejó caer en la camilla y lamió las manos del enfermero.
-¿Lo ves? Soy perra silvestre pero bien educada, se reconocer al buen amo con sólo mirarle a los ojos y éste lo es.
-Sí, es verdad, ése hombre será un buen amo para ti
.
Poco después de que la ambulancia se perdiera de vista con Carmela dentro para ser ingresada en un hospital, Dora cogió el carrito de niño lleno de bolsas repletas de ropa y revistas viejas que eran las pertenencias de Carmela. Con paso apresurado se acercó hasta el contenedor de la basura, revisó las bolsas que al abrirlas olían a comida podrida; en la tercera encontró lo que buscaba. En la bolsa del Corte Inglés había un buen fajo de billetes, los ahorros y las pensiones de invalidez de los últimos cinco años de Carmela. Trabajar en los servicios sociales le había parecido a Dora una humillación, un trabajo muy por debajo de sus capacidades, sin embargo, reconocer a Carmela en la indigente loca del barrio, había sido providencial para las dos y un premio a su trabajo, sonrió y reflexionó mientras se dirigía a su casa, sobre los extraños caminos de la vida: mira que quién me iba a decir a mí, que esa idiota alcoholizada que me robó hace treinta años a Fernando, fuera la benefactora que necesitaba para jubilarme a los sesenta. Quien la hace la paga, gracias a Dios. 

Ilustraciones Agence Eureka

domingo, 18 de octubre de 2009



El siglo XV inicia la edad moderna, la de los descubrimientos geográficos, los avances técnicos y científicos que abren camino para el despliegue del humanismo y el renacimiento con la variada y asombrosa actividad de personajes que buscan el conocimiento, propagándolo a través de sus obras. En el año 1384 nació Enrique de Villena, noble español nieto de Enrique II de Castilla, un personaje de vida errática y desgraciada, pionero del mundo que empezaba a surgir de las tinieblas medievales. Fue tenido por nigromante y brujo, a su muerte en 1434 casi todas sus obras fueron quemadas, preservándose sólo algunos tratados, entre ellos el Tratado de la lepra y el de la fascinación, éste último dedicado al estudio de las supersticiones, en concreto del llamado "mal de ojo" que enseña a detectar el hechizo y los modos de liberarse de esa maldición mediante precisos rituales que explica con prolijidad en dicho tratado. De Enrique de Villena se sabe que fue el primer traductor de la Eneida y de la Divina Comedia, asimismo, escribió un manual del arte de bien Trovar en el que exponía las reglas de la métrica, la sintaxis y los secretos de la pronunciación de las distintas letras del alfabeto. Sus tratados fueron la respuestas a las preguntas que le hacían sus múltiples admiradores, cristianos, judíos y musulmanes. Escribió en catalán Los dotze treballs de Hèrcules por encargo de un caballero valenciano, un relato del descenso a los infiernos como paso previo para alcanzar el conocimiento místico de la Divinidad.

Grabados Fábulas Esopo y Tratado de Cosmografía.
Digital Collections Library of Congress. USA.

jueves, 8 de octubre de 2009




"Cada hombre está eternamente obligado, en el curso de su breve vida, a elegir entre la esperanza infatigable y la prudente falta de esperanza, entre las delicias del caos y las de la estabilidad"

Con esta frase de las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, Pili inició la dedicatoria de un manual de micología que pensaba regalarle a Evaristo, un guarda jurado que prestaba sus servicios en la empresa donde ella se ganaba la vida como ejecutiva comercial. Desde hacía varios meses, Pili pasaba un cuarto de hora todas las mañanas con Evaristo. Le sirvió de excusa que la máquina de café del vestíbulo sacaba un café más sabroso que el de la máquina que le correspondía, en la cuarta planta. Casi dos horas y media pasaba durante la semanas con Evaristo. Calculaba que habían estado juntos dos días enteros sin interrupción, hablaban de setas y de los mejores bosques para encontrarlas. Conocer a ese hombre con rostro de criminal antiguo, la había cambiado. Cuando le miraba mientras tomaba el café junto a su garita, veía el reflejo del pasado, de una existencia turbulenta. Las arrugas profundas y verticales, dividían sus mejillas, como si fueran meridianos terrestres. Estaba loca por él. Le provocaba palpitaciones imaginar la tosquedad de esos dedos en la piel de su vientre.
Cuando hacía la compra semanal, Pili pasaba por el pasillo de conservas adrede, se detenía en las latas de lactarius deliciosus en trozos o enteros, porque le recordaban a él. Suspiraba mientras recordaba la última conversación, aquella misma mañana
El guarda jurado tenía una sabiduría pasada de moda, preñada de palabras que parecían inventadas o más propias de un micólogo puntilloso que de un guarda con licencia de armas.
-Humm, qué interesante así que esa seta brota de esclotico… perdona, pero es que no se me queda ningún nombre, son tan enrevesados.
Evaristo había sonreído, con indulgencia. Sostenía la guía con delicadeza, pasaba las láminas coloreadas con precaución para no romperlas. No le importaba que Pili no distinguiera apenas un champiñón de un cantherellus. Sentía la misma emoción por ella, incluso más, que cuando descubría el sombrero respingón de una canocybe filanis, su hongo preferido.
-Que es un carpóforo que brota de un esclerocio, es bien fácil, mujer.

-¡Qué bonito es y cuánto sabes!
Pili aspiraba a pasar el resto de su vida con el guarda jurado, por eso en su dedicatoria quiso dar buena impresión al usar la frase de un libro que no había leído, se lo había recomendado, con efusión, una amiga que trabajaba en la FNAC. Rubricó la frase de las Memorias de Adriano con otra de su cosecha:
Para que nuestras esporas florezcan en el árbol de la amistad o... del amor. 

Evaristo le agradeció el regalo con un beso en las mejillas, titubeante y con intención de acercarse a los labios que Pili le ofrecía, pero no hubo tiempo de mayor acercamiento, porque el libro cayó al suelo, y el ruido les sobresaltó.
Al día siguiente Evaristo le entregó una postal con la foto de un bosque de hayas de Irati en la que había escrito con caligrafía borrosa e insegura: 
Hasta ahora he sido un claviceps purpurea, a partir de ahora seremos un collybia Fusipes.

viernes, 2 de octubre de 2009




En la corte de cierto emperador, cuyo nombre y año subió al trono omitiré, vivió una dama que aún sin pertenecer a los rangos superiores de la nobleza, había cautivado a su señor hasta convertirse en su favorita indiscutida.
El fragmento pertenece al Libro de Genji, novela escrita por Murasaki Shikibu, una mujer que vivió entre los años 980 y 1050 d.c ;relata la vida cortesana en dicho período y es considerada la primera novela, precursora de Tirant lo blanc, El Quijote - la similitud del arranque es asombrosa- y del resto de novelas europeas escritas cinco o seis siglos más tarde.
En 54 capítulos Murasaki Shikibu nos cuenta la vida amorosa el príncipe Genji, el hijo guapo y seductor del emperador, el trasiego de cartas y notas entre las distintas y variadas conquistas amorosas de Genji sirve para que el lector conozca la vida cortesana de éste período. En el circulo del emperador la vida transcurría pendiente de los placeres y el refinamiento cultural con el que se entretenían apenas unos millares de personas de la corte imperial. Las penalidades de los súbditos les eran desconocidas, entre otras cosas porque la gente sin rango era despreciada por considerarlas no humanos. En ése mundo etéreo de emociones Shikibu mostraba la sensibilidad de Genji en el siguiente poema : De esta vida tan frágil como la crisálida de una cigarra, estaba ya cansado, cuando me llegó vuestro mensaje y me dio aliento para volver a vivir.
Las misivas amorosas estaban escritas en Tanka, poemas precursores del haiku; Shikibu nos da cuenta de la tristeza de Genji, que gozaba de bellas y sofisticadas favoritas, porque la mujer que desea, Fujitsubo, cortesana que habitaba en el jardín de las glicinas, nunca será suya.

Grabados japoneses, ilustración del Libro de Genji. s. XIII
Ilustración leyenda de Kitamo Tenjín.
Museo Nacional de Tokio.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Apoderada



En algunos raros casos, existe una sutil diferencia entre el enamoramiento loco y el cuerdo, la frontera entre uno y otro permanece invisible para el observador distraído. Sucede así con los gemelos, aquellos que son indistinguibles hasta para su propia familia. Quizás una leve inclinación de la ceja derecha, o bien el iris media tonalidad más clara, en todo caso, sólo el ojo experimentado puede apreciar los rasgos que definen las particularidades de dos individuos idénticos.
Encarna padecía de amor loco, aunque nadie lo diría porque su conducta era modélica y no había en ninguno de sus actos asomo de las obsesivas y recurrentes manías que caracteriza a quien padece de tal mal. No hablaba de él con nadie, tampoco perdía las horas en  investigaciones sobre sus actividades actuales y pasadas. No se devanaba los sesos con el análisis minucioso de las palabras de su amado, interpretadas según el humor del momento, con este o aquel sentido oculto. Encarna disimulaba su locura con éxito. El aire de serenidad y aplomo que mostraba era un imán que atraía hacía sí a compañeros y clientes de la  oficina bancaria. La tenían por persona cabal, la consejera financiera más inteligente, la orientadora sentimental más sagaz y sensible

Encarna era apoderada y, en un futuro no muy lejano, directora de la pequeña sucursal del pueblo, y más adelante, con toda seguridad, la ascenderían para trasladarla a la central, en la ciudad. Su competencia profesional le auguraba un futuro de lisonjas sociales y reparto de beneficios, sin embargo, alguien había hecho una gran trastada en la caja. Alguien tenía la mano muy larga. El destino lo vistió como un hombre bajito, con pelo cortado al uno y poseedor de dos teléfonos móviles que siempre llevaba en su mochila, con el resto de herramientas laborales.  El destino lo condujo hasta la oficina de Encarna con el objetivo de solicitar un crédito y evitar el embargo.

-¿Posee inmuebles de su propiedad?
- No.
-¿Avales o bienes que puedan garantizar el crédito en caso de impago?
-No.
Encarna miró al peticionario, o sea, al hombre que tenía delante, mal sentado en el borde del sillón mullido y supo, la voz interior le gritaba hasta ensordecerla, que ése desharrapado y ella compartían la misma línea del destino. Como Romeo y Julieta.
 -¿Está usted casado?
-Sí
-¿Hijos?
-Tres
La declaración de paternidad unida a la ruina económica la enloquecía, insistió:
-¿Su mujer  trabaja?
-No.
-¿A cuánto asciende su solicitud?
-Pues...a doce mil euros.
-¿Solo?
-¿Es que puedo pedir más sin tener nada detrás que me avale?

-Claro, si lo sabré yo. Pida, no se quede corto
-¿Treinta mil es mucho?
Las manos de Encarna caminaron sobre el teclado del ordenador hasta alcanzar la pantalla:
-No, es poco, según indica este modelo que estoy viendo, le vamos a dar cincuenta mil con un interés al cuatro por ciento en treinta años.
-¿Pero… eso se puede...?

Una sonrisa pacífica acompañado de un leve suspiro confirmo al peticionario que sí, que se podía. Desde ese jueves del mes de septiembre de 2008, Encarna  
recibe todas las semanas a su amor secreto en el despachito acristalado,para entregarle los quinientos euros por semana, sin papeles de por medio, ni firmas, ni corredores de comercio. Para colmo, tampoco le aplica el  tae.
El recelo del peticionario desapareció la segunda semana, el día que Encarna le confesó que ese dinero que le regalaba pertenecía a un fondo financiero de alto riesgo, que ya había quebrado cuando lo de Lehman Broothers.
-Ese dinero lo tenía apartado para ayudar al prójimo. Lo he endosado a las pérdidas por transacciones arriesgadas ¡Que les den morcilla a los de Wall Street!
-Eso, que les den, pichoncita mía!- Contestó el peticionario, medio enamoriscado de la perturbada que le pasaba el sobre semanal, con puntualidad de reloj atómico. 

Ilustraciones, National Library of Medecine.
Anatomía de la mano, Finletti Odorado, 1513-1638 y
Cavidad torácica, William Fairland, 1880.