sábado, 12 de junio de 2010

Gregori Perelman y el Titánic



Alguna vez he sido presa de un delirio cósmico, incluso de varios. Por fortuna, cuando estoy en pleno desvarío, mi apariencia es normal: compro el pan, hago mis quehaceres como si tal cosa y nadie advierte que en mi cabeza pasan cosas tremendas que me gustaría escribir para dar fe de mi capacidad visionaria, que, por otro lado, está aún por demostrar, pero  soy tan cobarde que no digo ni mú a nadie. 
Hay días, como hoy, que la lectura de una noticia en particular me enciende, me envenena la imaginación y  provoca un estado de conciencia superior, algo así como una facultad paranormal.

En ese trance estoy ahora, creo que sé más que el resto de seres humanos y vislumbro otras realidades y todo por culpa del señor Gregori Perelman, un matemático genial  a quien le importa una higa el millón de euros que se ha ganado por desentrañar  un misterio numérico parido por Poincaré. ¿Y a mi qué me importa? me digo a mi misma, si renuncié a mi gran vocación -astrofísica y de paso astronauta- para estudiar una carrera de letras por no ser capaz de resolver integrales. ¿Qué me pasa con ese ruso con pinta de indigente que dice haber hallado la fórmula que demuestra la existencia de Dios?  Pues que le tengo cariño platónico, que no amor. Sé que entre él y yo  nunca habrá una amistad seria, ni siquiera una relación frívola. ¿De qué podríamos  hablar?  De nada: ni hablo ruso, ni me gustan las matemáticas y, por lo que sé, tampoco podríamos pasear por los bosques moscovitas en silencio, gozando de nuestra amistad espiritual, porque el señor Perelman no sale de su pisito ¿Para qué perder el tiempo callejeando si todo lo que necesita lo tiene en sus cuarenta metros cuadrados de piso compartido con su madre?  

De pronto se me ha ocurrido que vivimos en Universos creados por nosotros mismos. Quizás ya existe esa teoría, lo ignoro. La cuestión es que veo una realidad, la nuestra, que previamente alguien ha imaginado. Pongo el caso del señor Robertson para demostrar mi teoría. Ese hombre, marino mercante, escritor frustrado, escribió en 1898 una novela sin éxito, la tituló Futilidad. Nuestro señor Robertson murió sin conocer la gloria literaria. 

En dicha novela imaginó un barco  bautizado como Titán y su hundimiento provocado por un témpano de hielo. Ambos, el trasatlántico real y el ficticio, zarparon de Southampton, tenían tres hélices y dos mástiles y se hundieron a cuatrocientos kilómetros de Terranova el mismo día del mes de abril que relataba su novela.
  
Imaginó  el señor Robertson su  Titán con detalles ornamentales idénticos a los que se tragó el mar: la gran escalera de caoba bajo la cúpula de cristal y  se le ocurrió -en mala hora- que el lujosos trasatlántico iba equipado con muy pocas balsas salvavidas. 
Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, P. K Dick, A. Clark y tantos otros,  han  imaginado mundos que se han hecho realidad con un asombroso y fidedigno respeto por la palabra escrita. 

  



sábado, 5 de junio de 2010

Moscas cautivas


                    Ilustración de 1920 copyright de  Hart Schaffuer, Chicago (NYPL)

 
 Según me contó mi prima  Elo, el  jefe de su último trabajo la echó con estas palabras:
-Le habría dejado  una semana más de prueba pero es usted la peor trabajadora que he tenido en toda mi vida.En cincuenta años en esta empresa no he conocido a nadie que se ría como usted todas las veces que paso por delante de su mesa. No puedo soportarla más, me da taquicardia verla ahí, ante el ordenador, como si estuviera frente a la tele de su casa. Usted fue contratada para introducir  datos, cosa bien fácil que no necesita muchas luces, pero usted no quiere y tiene la desfachatez de burlarse de sus compañeros.  Mírelos,  sin levantar cabeza. Lo que no tolero es que se ría de mí… eso si que no...

-Claro que me río, es por prescripción facultativa. Me aburre el trabajo y la estupidez de esta empresa y, si quiere que le sea sincera, usted y esos pobres desgraciado que teclean como posesos, me dan pena. 

El jefe se ajustó la corbata de color azul celeste, entornó los ojos vidriosos de cólera sin que se le ocurriera nada inteligente que le restituyera la autoridad y el respeto ante sus subordinados, que observaban la discusión  con placer y   envidia. Dichas emociones provocaron un tecleo lánguido y desacompasado, un piano melódico que presagiaba un súbito redoble de tambores.  El jefe contrajo la boca y en ese gesto rabioso desapareció la delgada línea de los labios. Le llegaban a la lengua  insultos que ahogaba para evitar acabar en el estrado de un juzgado social.      
-Bien, así que sus compañeros son unos estúpidos, pues sepa que son personas maravillosas y honradas.
-No, se equivoca y miente, usted los desprecia y ellos son un grupo de esclavos agonizantes. 
Una mosca verdosa entró por el resquicio de la ventana entornada, posándose sobre el teléfono que sonaba sin que nadie se atreviera a descolgar.          
Elo echó su cabellera ondulada y castaña hacia  atrás, como una seductora artista, atusándose a continuación la nuca sin escuchar lo que su jefe farfullaba sin convicción:
 -Bueno, pues serán esclavos pero cumplen con su obligación, usted acabará en.... en la cola del paro. 
-Y usted ¿dónde acabará ? ¿Y ellos? ¿dónde acabarán?
-¿Ehh? ¡Se acabó, de mi no se ríe nadie! 

Con un resoplido, el jefe dio media vuelta, se aclaró la garganta, carraspeó nervioso  antes de decir: 
-Pase por Personal para firmar el finiquito.

-Ahora mismo, en cuanto haga mis ejercicios de risoterapia. 

Elo, según me contó, se carcajeó tres veces seguidas tal como le tiene indicado su terapeuta,  luego, recogió  en su enorme bolso mochila el bolígrafo de su propiedad y la botella de agua. Salió de la sala echando un beso al aire dirigido a sus ex compañeros. La mosca  siguió su vuelo hasta uno de los listados telefónicos y allí se quedó, como si estuviera muerta, sobre un tal García Robledillo, Alfonso, a quien una tele operadora intentaría convencer al día siguiente de las excelencias de un depósito de máxima rentabilidad, un producto estrella de la entidad financiera de la que Elo acababa de ser despedida.   












sábado, 29 de mayo de 2010

¿Por qué no puedo ser bueno? se preguntaba Lou Reed en la película  Faraway, so close! ¡Tan lejos, tan cerca! de Wim Wenders.  Dos horas quince minutos de película en la que el ángel de las lágrimas hace todo lo posible para hacerse humano, lo consigue al final  de un rápido e intenso aprendizaje de su corta vida. Descubre un mundo de mortales, coloreado, irreal y absurdo. Cassiel, un ángel que cumple su deseo  de hacerse  humano. Un tipo raro, un inocente que en su existencia mortal berlinesa, se impone el nombre de Karl Engel y que le regala  al anciano Konrad la frase con la que le demuestra que puede morir en paz porque en su vida hubo un acto inmenso de amor que no recordaba: eres uno que fue hallado, le dice Cassiel a Konrad y  el viejo sonríe y recuerda. Sabemos que tiene razón el ángel del tiempo cuando corrige a Karl Engel en su disfraz de hombre convertido en acompañante de un capo:
-Estás equivocado, el tiempo no es oro, el tiempo es la ausencia de oro.

No sé qué quiso decir Wim Wenders con esta película y su hermana: El cielo sobre Berlín.  ¿Qué importa  la intención del director y si el mensaje es espiritual  o una broma mística?  Interesa la verdad de la imagen  y de la historia. ¡Tan lejos, tan cerca! emociona por su belleza y por sus palabras,  porque todos queremos ser buenos, aunque sea un segundo en la vida y que un ángel, alguna vez, nos eche su aliento en el cuello. Nos gustaría reconocer en esa leve corriente, como el pizzero Ángelo, el aire del Mensajero, muy cerca de nosotros a pesar de que la razón nos haga creer que anda muy lejos.  Necesitamos un ángel,  aunque sea un poco triste y torpe  como Cassiel, que nos diga  que la luz de nuestros ojos viene del corazón con destino a los ojos de los otros.     

http://www.youtube.com/watch?v=GfznAXht2o0

Imágenes: web de contenido público y  fotograma de la pelicula Faraway, so close! de Wim Wenders .                         

viernes, 21 de mayo de 2010

Rebequita

 A principios del año 2009  Rebeca juró cambiar su nombre por otro  menos evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que leer esa vieja y cursi  novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita, parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los pendientes. 

Sí, Rebeca odiaba su nombre y también  las chaquetas de lana abotonadas y, para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras completas de Daphne du Maurier, encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería; los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal efecto  fue atribuido  por la madre a un insidioso hongo que revivía siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija. 

Si he de ser yo misma no puedo  seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía Rebeca un día sí y  otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica  ni otras zarandajas caligráficas y cuando  estuvo segura de su elección  pidió a todos sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella  por el nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron en renombrarla,  se produjo  la sustitución, pero  como en la novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones administrativos y civiles, porque España, hija mía  le decía su jefa, no es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o  Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su  fatal destino onomástico. 

-Madre ¿cómo se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo? 

Rebeca, perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia, lugar de residencia de la viuda de don Ramón  Pecho, la madre de Rebeca. La señora Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva edición de las novelas de Daphne du Maurier

-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?

-No sé qué contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no  me gustó tanto como Rebeca, pero  tampoco es mala novela Mi prima Raquel. 

Diríamos que el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si  la historia fuera un melodrama, pero  lo que apareció  en la boca de Rebeca (Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío  desde el  balcón  del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela, fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el  día de hoy no se ha podido averiguar la autoría del  acto vandálico, la defenestración criminal ha quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su prescripción.                  
         

sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.  


domingo, 11 de abril de 2010

Resplandor al amanecer





Desde el piso sesenta, Shangai resplandecía como un zafiro de luz azulada y fría; acongojaba el ánimo el paisaje de edificios apelotonados, altos y acerados como  navajas, que parecían aguardar, las muy taimadas, el paso de un inocente para caer sobre él. 


Tarareó sur le pont d'avignon  mientras caminaba por el pasillo acristalado hacia los ascensores, qué lista es la puñetera mente, se dijo a sí misma, porque efectivamente, el pasillo de suelo transparente  semejaba la pasarela de un río. Encarna, nombre por el que se la conocía en Barcelona, meditó un instante sobre la capacidad de su inconsciente para pronunciar la palabra pertinente en los momentos de mayor atolondramiento. En cambio, qué distinta era  su mente racional, ese amasijo neuronal que la empujaba a pronunciar palabras inoportunas y ofensivas.
Era una enfermedad, bien lo sabía Encarna que ahora se había cambiado el nombre por Xia que significaba, según le dijo su jefa, resplandor al amanecer. Se sentía infinitamente más a gusto en su piel de china que en su antigua identidad, barcelonesa, charnega de primera generación que vivió hasta los cuarenta y cuatro años en la Meridiana, muy cerca del paseo Fabra y Puig. 

En el ascensor, dos ejecutivos rubios y algo amazacotados le hacían la pelota a una mujer morena de rasgos caucásicos y gesto de mala leche. El ascensor se detuvo en el piso 32, de allí hasta la planta baja, Xia descendió en soledad en el cubículo de vidrio, Shangai, de cerca, era como es casi todo en este mundo, más fea, menos deseable.  Detrás del mostrador de recepción, Wang, de guardia esa noche, le pasó  el papelito rosa brillante, con el número de habitación: 1034. No cruzaron palabra,  cosa por otro lado imposible pues Encarna, perdón Xia, no hablaba inglés  y mucho menos mandarín, y el  recepcionista ni hablaba español ni catalán, pobre ignorante, pero para el trabajo de Xia en el  hotel,  las habilidades lingüísticas eran superfluas.  De nuevo en el ascensor, esta vez en uno de los siete de la zona oeste, subió hasta el piso décimo y abrió con su llave maestra la puerta 1034, a continuación inspeccionó  todos los rincones, cerciorándose de que el sospechoso cliente no guardaba en sus dos maletas, marca Samsonite documentos sobre la empresa china de elaboración de  ensaimada mallorquina. Tras más comprobaciones, todas ellas meticulosas, Xia marcó  en su móvil el número clave para indicar que el cliente estaba limpio, después se echó  sobre la cama king size cubierta con colcha adamascada  de color sangre de dragón y sonrió con la cara vuelta a la  pared ventanal  desde la que se contemplaba  la gran curva del canal frente al distrito de Pudong.         
                     






domingo, 4 de abril de 2010

Cualquier bibliófilo, sin mencionar a los demonólogos,  daría a su alma al  diablo por tener entre sus manos los tres volúmenes de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon, publicados en 1821 por Alexis-Vincent Berbiguier de Terre Neuve du Thym. El autor de nombre tan fantasioso como real, tuvo a partir de sus treinta años una vida muy desdichada, tal vez antes también lo fuera, empeñado en una lucha atroz contra lo que él denominó Farfadets,  entes demoníacos que adquirían la forma de duendecillos con el único objetivo de amargarle la vida con sus pesadas bromas: mordiscos, rugidos y todo tipo de insultos; otras veces aparecían en su casa disfrazados de animales, gatos y perros para asustarle y hacerle saber que eran enviados de Belcebú a quien debería hacer entrega de sus bienes y de todo su ser. Esta mala vida con los espíritus infernales se inició  tras una echada de cartas del tarot en la ciudad de Avignon, duró el maleficio, que según él fue favorecido por la echadora, a lo largo de más de veinte años. El pobre Alexis lo intentó todo, desde encerrar a los espíritus diabólicos en botellas hasta embadurnarlos con azufre, sin ningún éxito. Fue considerado un loco por los delirios que le consumían  e internado  en un  sanatorio para orates; se enredó  en una correspondencía con individuos que proclamaban su alianza con las fuerzas del mal,  con lo que alimentaba aún más sus visiones y por fin, su talento literario se desfogó  en el tratado sobre los Farfadets, que no es otra cosa que su  autobiografia ilustrada por ocho litografias y un autoretrato, creación personal también de Alexis. Su obra tenía una dedicatoria en la que desvelaba su intención de dar a conocer al mundo la conspiración satánica encarnada por los enviados del infierno encargados de dominar el mundo. Al final de sus días, el empeño de Alexis consistió en recorrer bibliotecas con el fin de encontrar y  destruir su obra, quizás horrorizado al descubrir que su vida era el relato de una enajenación o bien, en un último delirio se rindió al enemigo. Sea como  fuere, quedan escasos ejemplares de los tres  volúmenes de la autobiografia de Alexis-Vincent Berbiguier, un excentricidad y rareza bibliográfica  por la que algunos serían capaces de condenarse al fuego del  averno, con tal de poder leer sus páginas amarillentas con las severas advertencias  y remedios para librarse del diablo.  

Ilustraciones: Litografia de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon.
Imagen de la biblioteca: web de contenido público.