viernes, 13 de agosto de 2010

Premio literario



   El atardecer  se vistió con luz dorada como si fuera la pátina de una joya rara y misteriosa
-Qué cursi  ¿Y por qué una joya rara? El anillo de sello de mi abuelo también es dorado y  como ese hay a patadas;  tampoco pongas el atardecer porque  está muy visto.

-Pues será casualidad pero todos los días atardece y muchas veces el cielo  está casi amarillo, yo sólo soy el notario  de la realidad y escribo lo que veo y tal como lo ven mis sentidos. Lo que pasa es que me tienes envidia, te joroba que sea tan famoso y que me hayan concedido  tres premios en estos últimos cuatro años. 

-Tres premios, ja, ja, ja, me río en tres sílabas. Tienes al jurado comprado, cacho mamón. 

-¿Quién, yo?  Te daría de leches si no fuera porque dentro de un hora he de estar en el Casino para una lectura dramatizada de mi obra. Y no puedo  alterarme, se me quiebra la voz con el nerviosismo y eso para un  autor consagrado es una muestra de debilidad intolerable. No me importa tu opinión y no quiero que me acompañes ¿me has oído?

-Perfectamente, pero  voy a ir y me vas a ver en primera fila. Pretendo regodearme con la ceremonia y, de paso, hacerme con material sensible para la próxima novela.  A tu costa, lo reconozco. ¿No te gusta?

-Qué insana mente podrida la tuya.

-¿Qué insana o qué insania? Concreta, es importante porque las palabras han de representar de la manera más fehaciente nuestro pensamiento, bueno el tuyo,  que poco tienes ahí dentro, pero algo asoma  de vez en cuando, lo admito.  ¿Me has querido insultar?

-Estás como una cabra, peor aún,  como un trozo de estiércol seco. No alcanzas la cordura de un animalito, esas criaturas no andan, como tú, todo el día al acecho de una oportunidad para ensañarse con el prójimo. No estás bien del coco. 

-En ese caso la palabra justa es insania, me falta el juicio. Quizás, pero gracias a mis locuras estás donde estás.  Acabemos de una vez ¿cómo era el atardecer? 
Atardeció  tarde y las gaviotas tardías sobrevolaron la tartera.   
-Vamos de mal en peor, Tobías. 
-Me has puesto muy nervioso y eso me deja atrancada la inspiración.
-Deja ahí el papel y abróchate el  botón de la americana. Anda, vete de una vez si no quieres llegar tarde.
-¿Y  tú? 
-Ya te he dicho que estaré allí, y ahora haz como si no me vieras, como si no existiera. Adiós, Tobías, nos vemos. 

La música de Baden Powell  sonaba cuando Tobías echó el cierre a la puerta del piso. Sonrió en el rellano con gesto seductor, en un ensayo de su actuación en el Casino. La terapia de la Sombra era lo mejorcito que se había inventado para estimular la creatividad, de paso servía para bajarse los humos uno mismo, darse caña y evitar la autocomplacencia. ¡Qué hallazgo!  En la  portería, dos vecinas le felicitaron. 

-Hombre Tobías, ya nos hemos enterado que te han dado otro premio en la revista del barrio, si es que eres  un poeta como la copa un pino. 

-¡Bah! se hace lo que se puede.

-Pues el lunes nos pasamos por la carnicería y nos cuentas cómo fue el acto.Iríamos pero hemos de recoger a los nietos. Por cierto, necesitaré un redondo tiernecito para el miércoles ¿tendrás? 

-Claro, reina, ya sabes que solo vendo primera calidad.              

       
 

jueves, 22 de julio de 2010

Jaque mate


-Anda, tonto, ven conmigo al parque.
-No, déjame, antes he de resolver esta maldita partida. 
Sobre la mesa de tijera, un periódico doblado por la página de pasatiempos mostraba un tablero de ajedrez con la partida celebrada en 1984, en Cienfuegos,  entre los maestros internacionales Tatai y Lebredo  en una posición muy comprometida para el cubano, tanto que no pudo impedir la entrada victoriosa de la dama blanca. 

-Deja ya el jueguecito y ven, es un  ultimátum. Mira qué tarde más preciosa  y huele a hierba; podríamos tomar un frankfurt en el chiringuito que hay en la entrada del parque y luego ir a tomar una copa al Virtudes

-Que no. No insistas, además ahora hace frío  y luego echan una película en la tele basada en una novela de Clancy. 

Ella se mordió el labio antes de dar media vuelta y coger el bolso en el que metió las llaves de casa, y el  móvil.  Desde la puerta se despidió con una alegre ¡hasta ahora!      
La dama blanca aspiró con placer y con los ojos entrecerrados, el aire fresco y húmedo que subía desde el puerto. Podía ir a ciegas hasta el parque, que estaba a una distancia  de cien  metros del edificio donde compartía su vida con el jugador de ajedrez. A medio camino, frente a un  paso cebra  se echó de bruces  contra el asfalto, con cuidado para no hacerse daño y  a pocos centímetros de un Audi  A3 que circulaba con gran lentitud porque el conductor era  vecino de un pueblo  de Castellón, aunque esta circunstancia no justificaba  los 10 km por hora. El conductor frenó, se le secó la boca y salió del coche con las piernas tan temblorosas que apenas le sostenían.           
 En  un estado de total laxitud, excepto el brazo derecho que apretaba el bolso contra su pecho, escuchó con atención la conversación precipitada y tartamudeante del conductor que intentaba convencer a varios transeúntes de su inocencia.   
-Que se   ha echado encima,  que ni la he tocado, mire.. vamos.. si es que debe ser una loca, una drogada, está el mundo imposible....  No hay derecho...yo iba tan tranquilo...un día que se me ocurre venir a Barcelona...mecachis.
-Hay que llamar a la guardia urbana y a los de emergencias médicas.
La dama blanca  entreabrió un poco el párpado de su ojo izquierdo para ver quién  daba las órdenes. Era un hombre negro, lo tenía visto por el barrio. Mientras acudía más gente con ánimo de pasar un rato entretenido, intentó  ubicar al líder de la reunión, a estas alturas tumultuosa,  cuando la sirena de una ambulancia  acalló las conversaciones. ¡Ya está! Se le encendió la bombilla: es el  propietario del  chiringuito del parque, ése donde hacía un rato propuso tomar un frankfurt.  Un enfermero y una doctora le tomaron el pulso y la tensión. 
-¿Qué hacemos? No hay nada anormal. 
-Pues a urgencias, solo falta que la palme y nos echen la culpa, ya sería  para hacerse el Mata-Hari. 
-Querrás decir el Hara-Kiri- corrigió el enfermero que hacía poco había visto El puente sobre el rio Kwai 
-Lo que tú digas.   
Abrió los ojos la dama blanca y sonrió a los sanitarios, con  trémula y falsa voz  susurró: 
 -Estoy bien, sólo un poco mareada, llamen a mi marido aquí -señaló con el dedo el nombre de la agenda de su teléfono móvil- él se hará cargo de todo. 















              



   

jueves, 8 de julio de 2010

Versos


 Miguel Hernández y Josefina en Jaén, 1937.


Desde la fila once, lateral y asiento par, Isona echó una foto del escenario vacío, luego miró al cielo, un puntito brillante asomaba detrás de la nube rota que tenía forma de pera conference.

Sólo quien ama vuela.
Pero ¿quién ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo?    
   
-¡Qué bueno es el tío! Ahora viene:  Amar... Pero  ¿quién ama? Volar... Pero ¿quién vuela?  

Isona cruzó las piernas  sin dejar de abanicarse y lo hizo con tanta furia que dos varillas del abanico fueron a parar al suelo.
-¡Quién pudiera volver atrás en el tiempo y correr delante de los grises!

Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado.
Donde faltaban plumas puso valor y olvido.

El nostálgico apretó el sudoroso y rollizo brazo contra el omóplato descarnado de Isona, al poco rato  juntó su pierna peluda, desnuda de rodilla para abajo, en el muslo de ella, eufórico por los versos cantados y el contacto con piel de mujer. Le propuso  una cita para aquella misma noche.
Un ser ardiente, claro de deseos, alado  
quiso ascender, tener libertad por nido.
          
-Yo a ti  te conozco, te he visto antes ¿tú estuviste en la manifestación de Amnistía Llibertat i Estatut de Autonomía? ¿A que sí? A mí no se me olvida jamás una cara. ¿Damos juntos un paseo cuando acabe el recital?

El movimiento del abanico parecía el aleteo de una mosca hambrienta y rabiosa, a punto de posarse sobre  un apetitoso despojo. Con un movimiento rápido y efectivo, Isona asestó un golpe de abanico cerrado  en la tripa de su pretendiente. 
El hombre yace. El cielo se eleva. El aire mueve.

Ay! -El hombre restregó su mano sobre la camiseta negra, a la altura de lugar donde había recibido el golpe, las lágrimas le anegaban los ojos y aunque le resbalaban por la mejilla mal afeitada, no quiso limpiarlas, hacía tanto tiempo que no lloraba que se sintió poseído por una emoción cálida y acogedora que deseaba saborear. El llanto benéfico no solo le mojaba las perneras de los pantalones  bermudas sino que le procuraba tal  alivio que se sentía volar, como si su  espíritu  se hubiera separado, por fin, del cuerpo. Isona y el resto de público de la grada  le chistaron para que enmudeciera, pero él no podía escucharles, arrebatado  por  la emoción.  Lloraba  mientras repetía:  gracias, gracias ¡qué Dios te bendiga!  yo sólo necesito amor  y tú me has dado  un poquito esta noche. Así continuó varios minutos hasta que dos guardias le sacaron en volandas del teatro, en la zona de los camerinos comprobaron que no tenía entrada  y que era un mendigo, de esos que viven en Montjuïc cuando llega el buen tiempo.       





    
    

       
     

lunes, 28 de junio de 2010

Cuando estoy en horas bajas me doy a los pensamientos filosóficos, aunque quizás sería más apropiado hablar de divagaciones erráticas sobre la vida, la existencia humana, la posibilidad de otra clase de inteligencia y  -sí, lo acepto, soy una frívola- la eterna juventud. Ayer, a eso de las siete de la tarde entré en fase melancólica, me preguntaba si  estaría en lo cierto Hilary Putnam, filósofo que imaginó un cerebro dentro de un cubo en vez de en el interior de un cráneo. Cosa rara, me dije  y cómo será el tipo para escribir un libro sobre tal cuestión. Por más extravagante que parezca, la idea ya se le  vino a  las mientes a otro, a Descartes, quien se refocilaba en la duda metódica, eso significaba el desprecio de cualquier pretensión al menor atisbo de incertidumbre.  El cerebro en la cubeta viene a decir que, si  fuera el nuestro quien estuviera dentro de ese rústico objeto, nosotros no lo sabríamos. Nuestra mente ignoraría la realidad del recipiente y seguiríamos viviendo como si  en vez de cubículo, nuestras neuronas habitaran en un hermoso cuerpo.
Algún potentado productor de Hollywood  leyó  a Hilary Putnam, vistió a Keenu Reeves de riguroso luto y lo echó al mundo en 1999: Matrix. Un gran cubo lleno de fluídos y cables que controla una malvada ciberinteligencia capaz de crear un mundo virtual, sin que los cerebros en remojo se percaten. Con esa depravada idea, tan verosímil como cualquier otra, pasé la tarde del domingo sin quitarle el ojo de encima a la enorme regadera que tengo en mi patio,  tan grande que bien  podria dar cobijo a media docena de cerebros solitarios.

Imágenes,  Fritz Kahn, 1926. 
National Library os Medicine.                   

lunes, 21 de junio de 2010

Compás binario




En el salón de baile, ella intentaba recordar cómo era aquel compás que hizo famosa a su amiga, años atrás, en aquel mismo hotel. Los brazos le colgaban rígidos, sin un triste balanceo, mientras sus pies se movían dos pasos derecha, cruce de piernas y otros dos pasos a la izquierda ¿o era al revés? Cerraba los ojos para concentrar su atención en seguir el ritmo pero tanta introspección malograba sus movimientos, los hacía lentos, precavidos, como si estuviera inspeccionando la calidad del suelo que pisaba

Sonaba una canción antigua en el órgano multifunción que tocaba un hombre, con un lápiz de IKEA entre los labios, la mina en la lengua porque estaba dejando el tabaco y el grafito no sólo le sabía rico, sino que le daba energía suficiente para  tocar el tema de Lara dos veces por noche.

Ella, a pesar de tener los ojos cerrados, notaba todas las miradas.  Sí,  la contemplaban intrigadas  media docena de parejas sentadas en torno a las mesitas, un poco impacientes porque hacía casi una hora que esperaban la actuación del Mago Sarkov.  Ella entreabrió un ojo, el izquierdo que era el que menos dioptrías tenía y fue en ese breve instante cuando él se acercó, la tomó del talle con suavidad, susurrándole: Palmira  van a dar las once, es nuestra hora.
-Ya, pero por lo que más quieras te lo pido: hoy  no me tires los cuchillos que se ha atascado  otra vez el motor de los brazos. 


sábado, 12 de junio de 2010

Gregori Perelman y el Titánic



Alguna vez he sido presa de un delirio cósmico, incluso de varios. Por fortuna, cuando estoy en pleno desvarío, mi apariencia es normal: compro el pan, hago mis quehaceres como si tal cosa y nadie advierte que en mi cabeza pasan cosas tremendas que me gustaría escribir para dar fe de mi capacidad visionaria, que, por otro lado, está aún por demostrar, pero  soy tan cobarde que no digo ni mú a nadie. 
Hay días, como hoy, que la lectura de una noticia en particular me enciende, me envenena la imaginación y  provoca un estado de conciencia superior, algo así como una facultad paranormal.

En ese trance estoy ahora, creo que sé más que el resto de seres humanos y vislumbro otras realidades y todo por culpa del señor Gregori Perelman, un matemático genial  a quien le importa una higa el millón de euros que se ha ganado por desentrañar  un misterio numérico parido por Poincaré. ¿Y a mi qué me importa? me digo a mi misma, si renuncié a mi gran vocación -astrofísica y de paso astronauta- para estudiar una carrera de letras por no ser capaz de resolver integrales. ¿Qué me pasa con ese ruso con pinta de indigente que dice haber hallado la fórmula que demuestra la existencia de Dios?  Pues que le tengo cariño platónico, que no amor. Sé que entre él y yo  nunca habrá una amistad seria, ni siquiera una relación frívola. ¿De qué podríamos  hablar?  De nada: ni hablo ruso, ni me gustan las matemáticas y, por lo que sé, tampoco podríamos pasear por los bosques moscovitas en silencio, gozando de nuestra amistad espiritual, porque el señor Perelman no sale de su pisito ¿Para qué perder el tiempo callejeando si todo lo que necesita lo tiene en sus cuarenta metros cuadrados de piso compartido con su madre?  

De pronto se me ha ocurrido que vivimos en Universos creados por nosotros mismos. Quizás ya existe esa teoría, lo ignoro. La cuestión es que veo una realidad, la nuestra, que previamente alguien ha imaginado. Pongo el caso del señor Robertson para demostrar mi teoría. Ese hombre, marino mercante, escritor frustrado, escribió en 1898 una novela sin éxito, la tituló Futilidad. Nuestro señor Robertson murió sin conocer la gloria literaria. 

En dicha novela imaginó un barco  bautizado como Titán y su hundimiento provocado por un témpano de hielo. Ambos, el trasatlántico real y el ficticio, zarparon de Southampton, tenían tres hélices y dos mástiles y se hundieron a cuatrocientos kilómetros de Terranova el mismo día del mes de abril que relataba su novela.
  
Imaginó  el señor Robertson su  Titán con detalles ornamentales idénticos a los que se tragó el mar: la gran escalera de caoba bajo la cúpula de cristal y  se le ocurrió -en mala hora- que el lujosos trasatlántico iba equipado con muy pocas balsas salvavidas. 
Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, P. K Dick, A. Clark y tantos otros,  han  imaginado mundos que se han hecho realidad con un asombroso y fidedigno respeto por la palabra escrita. 

  



sábado, 5 de junio de 2010

Moscas cautivas


                    Ilustración de 1920 copyright de  Hart Schaffuer, Chicago (NYPL)

 
 Según me contó mi prima  Elo, el  jefe de su último trabajo la echó con estas palabras:
-Le habría dejado  una semana más de prueba pero es usted la peor trabajadora que he tenido en toda mi vida.En cincuenta años en esta empresa no he conocido a nadie que se ría como usted todas las veces que paso por delante de su mesa. No puedo soportarla más, me da taquicardia verla ahí, ante el ordenador, como si estuviera frente a la tele de su casa. Usted fue contratada para introducir  datos, cosa bien fácil que no necesita muchas luces, pero usted no quiere y tiene la desfachatez de burlarse de sus compañeros.  Mírelos,  sin levantar cabeza. Lo que no tolero es que se ría de mí… eso si que no...

-Claro que me río, es por prescripción facultativa. Me aburre el trabajo y la estupidez de esta empresa y, si quiere que le sea sincera, usted y esos pobres desgraciado que teclean como posesos, me dan pena. 

El jefe se ajustó la corbata de color azul celeste, entornó los ojos vidriosos de cólera sin que se le ocurriera nada inteligente que le restituyera la autoridad y el respeto ante sus subordinados, que observaban la discusión  con placer y   envidia. Dichas emociones provocaron un tecleo lánguido y desacompasado, un piano melódico que presagiaba un súbito redoble de tambores.  El jefe contrajo la boca y en ese gesto rabioso desapareció la delgada línea de los labios. Le llegaban a la lengua  insultos que ahogaba para evitar acabar en el estrado de un juzgado social.      
-Bien, así que sus compañeros son unos estúpidos, pues sepa que son personas maravillosas y honradas.
-No, se equivoca y miente, usted los desprecia y ellos son un grupo de esclavos agonizantes. 
Una mosca verdosa entró por el resquicio de la ventana entornada, posándose sobre el teléfono que sonaba sin que nadie se atreviera a descolgar.          
Elo echó su cabellera ondulada y castaña hacia  atrás, como una seductora artista, atusándose a continuación la nuca sin escuchar lo que su jefe farfullaba sin convicción:
 -Bueno, pues serán esclavos pero cumplen con su obligación, usted acabará en.... en la cola del paro. 
-Y usted ¿dónde acabará ? ¿Y ellos? ¿dónde acabarán?
-¿Ehh? ¡Se acabó, de mi no se ríe nadie! 

Con un resoplido, el jefe dio media vuelta, se aclaró la garganta, carraspeó nervioso  antes de decir: 
-Pase por Personal para firmar el finiquito.

-Ahora mismo, en cuanto haga mis ejercicios de risoterapia. 

Elo, según me contó, se carcajeó tres veces seguidas tal como le tiene indicado su terapeuta,  luego, recogió  en su enorme bolso mochila el bolígrafo de su propiedad y la botella de agua. Salió de la sala echando un beso al aire dirigido a sus ex compañeros. La mosca  siguió su vuelo hasta uno de los listados telefónicos y allí se quedó, como si estuviera muerta, sobre un tal García Robledillo, Alfonso, a quien una tele operadora intentaría convencer al día siguiente de las excelencias de un depósito de máxima rentabilidad, un producto estrella de la entidad financiera de la que Elo acababa de ser despedida.