viernes, 30 de septiembre de 2011

                   Walter Leistikow. Evening mood at Schlactens, 1895. Berlín State Museum.
                                                        


 
Todos los años  por la fiestas de la  Mercè, en Barcelona, una parte del Paseo de Gracia se convierte en un lugar tan acogedor como mi rincón favorito del sofá.  La feria del libro viejo y de ocasión, reúne a libreros de toda España, aunque cada vez hay menos casetas y posibilidades de encontrar el libro que, según  algunos,  aparece cuando de verdad lo necesitamos. 

En mi juventud, la feria del libro viejo del Paseo de Gracia me producía una emoción casi comparable a un flechazo amoroso. En aquella época, el curso no empezaba hasta entrado octubre y,  a finales de septiembre, el aburrimiento de unas vacaciones interminables, convertían la feria en mi particular Ascot. Pasaba toda la tarde  revolviendo entre los libros,  entonces apilados en desorden; mezcladas las láminas antiguas y las gacetas de la ciudad con ejemplares atrasados de La Vanguardia, Triunfo y tebeos de toda condición.  Me encantaba llegar a casa con el capazo lleno con el trofeos de unos cuantos libros y las manos mugrientas. En el autobús soñaba con encontrar algo extraordinario dentro de uno de los viejos, o no tan viejos  volúmenes que acababa de comprar y el viaje pasaba en un vuelo, con las ensoñaciones que me rondaban muy lejos del paisaje que se veía desde mi asiento.  A los diecisiete años, me robaron el monedero en la feria y  a los diecinueve, también. 

En la plataforma del autobús, ante el cobrador sentado como en un exiguo púlpito, farfullé que no tenía dinero para pagar el billete, pero que prometía pagarlo al día siguiente. Anda, pasa, me dijeron en las dos ocasiones. Al día siguiente, en la parada, que era final y principio de la línea, quise pagar mi billete y no aceptaron el pago. La compañía de transportes metropolitanos de Barcelona, tenía unos empleados rumbosos y confiados con la potestad de regalar algún que otro viaje gratuito.    

Barcelona, en los años setenta, era un lugar en el que te robaban la cartera y al día siguiente llamaba la guardia urbana a casa  para que fueras a recuperarla, con el dni  y mi agenda diminuta de teléfonos en su  interior. No echo en falta esa época, pero si siento  mucha nostalgia por aquella  feria del libro que entonces ocupaba las dos aceras del Paseo de Gracia, atravesaba la calle Aragón y seguía hasta acabar en la calle Mallorca.  

Este año, como siempre, he vuelto a recorrer las pocas casetas que aún quedan. Ofertas de tres por dos,  restos de colecciones,  premios literarios de postín y mucho oropel,   pero toda la mercancía es de poco interés para los bibliófilos -no es mi caso-. Estuve en la feria el martes pasado y compré  unos cuantos libros, entre ellos un ensayo de etnobotánica, con sus preciosas ilustraciones; otro sobre Londres y la evolución de sus edificios desde el siglo XVI; una novela de González Ledesma y un libro, descuartillado y en bastante mal estado  del escritor británico  Warwick Deeping. 

En los años veinte y treinta, W. Deeping causaba furor, era un escritor muy conocido y sus novelas, casi siempre historias de amor, impregnadas de espíritu eduardiano según leo en Google, se vendían  como rosquillas. Una de sus novelas, basada en su experiencia de soldado en la primera guerra mundial  fue hecha película, primero muda y más tarde sonora. El escritor tuvo mucho éxito, fue best seller durante años.  ¿Y hoy, quién sabe o se acuerda de él?  Probablemente, sólo un puñado de profesores de literatura y algunos lectores intrépidos o casuales. En una de las reseñas que he leído estos días sobre Deeping, me he enterado de la  antipatía que le tenía George Orwell, pues lo calificaba de escritor sin ningún mérito que, muy injustamente, se estaba forrando escribiendo historias insípidas y convencionales. 

Es gracioso y muy aleccionador, comprobar cuántos escritores, en menos de un siglo, han perdido toda su gloria y lustre comercial. Orwell tampoco puede ir chuleando en el otro mundo, en el caso de que haya  coincidido con Deeping (en el más allá) habrá probado su propia medicina. Me refiero a las burlas de Orwell  y su  desprecio por la obra de Deeping, éste último, estoy segura,  le habrá  mostrado su gran hermano, que ha pasado a convertirse en la marca de un engendro pestilente con el que las televisiones europeas narcotizan al personal.   

lunes, 19 de septiembre de 2011

                             
                               Ammonite. Jacek Yerka.

Apenas llegué al  aeropuerto, el de Barcelona, terminal 1, supe que jamás pisaría Madagascar. Se acabó el trabajo antes de haber empezado, las tortugas y su ciclo reproductivo no me interesaban. Mientras arrastraba mi maleta por el pasillo de salidas internacionales, cavilaba sobre las raras combinaciones y casualidades que habían concluido en una oferta de trabajo inverosímil, y mi delirante aceptación del encargo. ¿En qué estaría pensando cuando  respondí que a mi no se me caían los anillos por pasar tres meses siguiendo el trazado que dejan las tortugas en la arena?  Desde luego, no pensaba en Dostoievski ni en su pasión por la vida, tan bien reflejada en sus descripciones de ambientes brutales y cochambrosos, donde la veta de oro fino del ser humano luce como un repentino sol en la oscuridad de la noche.  

¿Cómo es posible? me preguntaba, que una organización internacional me hubiera reclutado. Reclutar, verbo que deleita a los de recursos humanos,  como si  en vez de un contrato de trabajo, se dedicaran a ojear levas para una batalla, o peor, una guerra. Por error, mi  perfil profesional fue a parar a un proyecto internacional, donde  alguien que en tiempos pretéritos fue compañera de estudios, me ofreció un salario exiguo a cambio de la aventura tortuguil, total, me dijo, para registrar  la población de esas bestias no hace falta ser una lumbrera, ni saber latín.  


La apreciación tan rotunda de mis facultades intelectivas  y cognitivas produjo tal efecto de fascinación, que no pude volver a ser yo misma hasta el día del viaje. Por lo visto, mi reacción no fue nada anormal, dentro de lo que cabe; se sabe que el ser humano tiene esa pequeña tara: le entontece que cualquiera, ya sea un taxista o la médico de la seguridad social, nos diga que lo sabe todo de nuestra personalidad. Es una mezcla de admiración y orgullo frente a quien ha perdido su  tiempo en averiguar lo interesante que somos.

La reacción, lo sabe todo de mí, por lo tanto merece que cumpla sus expectativas, me provocó una ardiente disposición a caer bien a las tortugas; prometí ser sociable con mis colegas,  amable con los cocineros de la reserva biológica de la biosfera o cómo se llamara aquel invento;  y, sobre todo, a ser discreta en lo referente a mi pasado. Estudié en tres días el Inter-american sea turtle convention, me aprendí la taxonomía de las Cheloniidae y cometí el error de llevar en mi bolso Crimen y Castigo.

Una tarde extremadamente calurosa del principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S...y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera. 

Dovstoievski  empieza con este párrafo la descripción de los atormentados pasos de Raskolnicov, como el título de la novela advierte, se trata de un crimen sancionado con el correspodiente castigo -7 años en Siberia-que culmina con un final feliz.   Estas primeras palabras de la novela las leí en la lanzadera que me llevaba al aeropuerto; seguí  con Raskolnicov en la cola de la facturación de Air France, destino Orly, era un vuelo con escala;  pasado el control de pasajeros, continué leyendo, mientras tomaba un café en una de las desangeladas cafeterías:  buenas tardes, Alena Ivanovna. Y fue en ese instante cuando  recuperé el dominio sobre mis actos. Como Raskolnicov, si cometía el crimen de perseguir tortugas, para censarlas, debo aclarar, no para exterminarlas, el destino me reservaría un ominoso castigo.  Porque un delito es, y muy gordo, andar por ahí  haciendo lo que otros quieren y no lo que nosotros deseamos.