Helen Menken and Basil Rathborne 1926 (Jacques Virieu) NYPL |
Apenas había entrado en la habitación del
hotel, Dora se quitó las botas negras, casi militares con herrajes plateados
que cerraban la embocadura de la pierna y se probó los zapatos,
de piel tersa y de un azul limpio y elegante, pensó en su vestido de seda
amarilla y aunque lo tenía en su armario de Bruselas, podía muy bien imaginar el efecto
que causaría el
conjunto en la próxima fiesta del Instituto.
- Son preciosos y una verdadera ganga, ¿no opinas lo mismo, amor mío?
-No están mal, quizás demasiado llamativos para
mi gusto. Ese azul no acaba de convencerme.
-¿No? pues, para que lo sepas, tengo intención
de ponérmelos en la fiesta del Ejército.
José se sentó en la butaca que había junto al ventanal desde el que se
podía ver la Rambla, con los puestos de flores y pájaros. Observó el movimiento
lento y cadencioso de la multitud que avanzaba como impulsado por una invisible
fuerza, sin voluntad propia, parecían muñecos en una cinta sinfín. Le comía la melancolía.
-Dora, quizás este año no podamos ir a la
fiesta.
-¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Cómo podía decirle a su mujer con la que
había compartido veinte años de su vida y dos hijos, que en Afghanistan,
en su último destino como oficial de la OTAN, en servicios de inteligencia militar, se
había enamorado alocadamente, lo reconocía, de una militar turca, de nombre falso: Adéle.
Era algo imposible, no podía ni siquiera
juntar las palabras necesarias para explicar lo que sucedió en el Hotel Edén,
mientras Adéle hablaba
con los tres talibanes soplones
que se vendían por
una caja de viagra y dos botellas de güiski pelón.
Rememoró la escena, cómo la miraba a hurtadillas,
enamorado como un bobo adolescente. Adéle negociaba con tres tipos de aspecto
recio y matón. Gracias a ella obtuvieron un plano de la región este del país,
donde tenía su asiento la guerrilla. Adèle, cinturón negro de kárate,
pelo negro azabache, bigote sombreado como el de un muchacho púber,
absolutamente adorable, no dejaba de pensar en
ella noche y día. Llegó a creer que estaba bajo los efectos de un hechizo
como explicación a la perturbación que no le abandonaba.
-Voy a estar sensacional.
Explícate,¿porqué no podremos ir a la fiesta?
-Pues porque coincide con el cumpleaños
de tu madre.
-Pero si mi madre cumple en otoño, no sé
qué te pasa, estás atontado, hijo mío.
Dora caminó con sus zapatos azules por la
habitación del hotel, con saltitos, imitaba un baile de pareja, canturreaba, pensó que su marido era el hombre más cariñoso
y familiar de todo el orbe, no solo le regaló una semana en Barcelona, sino que
pensaba en su suegra como si fuera su propia madre.