Hubo una época en la que Lovecraft era lectura compartida con un grupo de amigos en nuestros encuentros, casi siempre en excursiones por la montaña. Nos dedicábamos a citarlo, recrear sus personajes y parafrasearlo. Chulthu y El Wendigo eran nuestros preferidos. Nos gustaba, sin venir a cuento, clamar: ¡Ah, mis ardientes pies de fuego! y así pasábamos el rato hasta que llegaba la noche y pocos se atrevían a levantarse de las literas de los refugios para ir al baño. Por si El Wendigo merodeaba.
Desde esa tierna edad, al final de la adolescencia, no he vuelto a Lovecraft, pero este verano he leído a uno de sus discípulos: Thomas Ligotti, un escritor que sigue la estela del relato tenebroso inolvidable, del que nace un terror sin sangre ni sierra eléctrica. El horror de lo incomprensible, de aquello que no vemos pero que sabemos que está ahí, echándonos su aliento mortal en la nuca.
En La Conspiración contra la especie humana, Thomas Ligotti desarrolla su tesis contra el engaño colectivo (es su afirmación) e intenta demostrar la estupidez y el sinsentido de la vida humana. Desnuda la conspiración que ha arrinconado a pensadores que se han reído del canto a la vida, porque tal don es un invento para ocultar la inutilidad de la existencia humana.
Ligotti escribe bien, reflexiona muy bien y es un placer dañino leerle. Se carga el pensamiento positivo y las invocaciones para disfrutar de la vida porque es un regalo maravilloso. Al contrario, advierte de que estamos fascinados por la quimera de la felicidad merecida. Esa fascinación esclaviza por eso a él, las alabanzas y las promesas de una vida de provecho le chupan un pie.
Giotto, 1266-1337. Capilla de Scrovegni, Padua |