-¿Y tú cuánto tiempo has vivido así, como una perra sin amo?
Carmela se mordió el labio inferior, costumbre que arrastraba
desde la infancia y que le había producido un callo entre la comisura izquierda
y el labio. Para disimular la rugosa y áspera piel, se pintaba un lunar marrón.
-He tenido amos, pongamos que media
docena en treinta años, pero ahora me he asilvestrado. Prefiero la libertad a la apacible vida
doméstica. Soy una fiera
que nada tiene que ver con la pinta de yorkshire que,
perdona que te lo diga, tienes tú. Muerdo si me provocan, así que ándate con tiento.
-Antes fuimos amigas
¿o no?
Carmela echó un sorbo a su orujo de hierbas, aspiró el
humo del cigarrillo mal liado y hecho de restos de otros que encontraba
tirados, entrecerró los ojos, al estilo de Joseph Cotten en Duelo
al sol, con quien compartía un parecido físico asombroso, pero en versión
femenina.
-Amigas he tenido pocas y tú no eres una de ellas.
-Amigas he tenido pocas y tú no eres una de ellas.
-¡Cómo me dices eso! si juntas recorrimos
media Europa en auto stop en
el año 1973 ¿Es que no tienes memoria? Tú y yo nos peleamos en Verona por culpa de aquel desgraciado, ya no
recuerdo ni su nombre.
Otro sorbo de orujo y la mirada de Carmela se encendió como si le hubieran
prendido fuego con una antorcha de rastrojos secos.
-¡No fue en Verona!
Nos despedimos en la estación de tren de Bolzano, y yo me fui con él, desde entonces tú
y yo - cruzó los dedos índice y corazón de la mano derecha, los besó y luego se
llevó el cigarrillo a medio consumir a los labios- no nos hemos vuelto a coincidir.
Mejor, tampoco tenía ganas de verte ni en pintura, para que lo sepas: me caes
gorda, tú, como te llames.
-Me apena oírte decir eso, después de lo que hemos pasado juntas... pero te perdono, estás enferma.
-Ja, ja , me parto de risa –Intentó que pareciera una carcajada sarcástica, pero solo le salió una sucesión de gemidos roncos e indescifrables. Tres ingleses que bebían cerveza sentados en el bordillo de la acera, dejaron de hablar entre ellos para dirigir la mirada hacia las dos mujeres.
-Me apena oírte decir eso, después de lo que hemos pasado juntas... pero te perdono, estás enferma.
-Ja, ja , me parto de risa –Intentó que pareciera una carcajada sarcástica, pero solo le salió una sucesión de gemidos roncos e indescifrables. Tres ingleses que bebían cerveza sentados en el bordillo de la acera, dejaron de hablar entre ellos para dirigir la mirada hacia las dos mujeres.
-Vete y deja de darme la tabarra.
-Soy Dora, sé que me recuerdas: fuimos amigas en
la infancia y casi toda la juventud, siempre nos hemos tenido cariño y ahora he
venido a llevarte conmigo, aquí no puedes estar.Con un gesto, Dora avisó a los dos
hombres de emergencias sanitarias que esperaban de pie, junto al banco del
paseo, para que cogieran a Carmela en
volandas y la metieran en la ambulancia. Para asombro de todos no se resistió,
con mansedumbre se dejó caer en la camilla y lamió las manos del enfermero.
-¿Lo ves? Soy perra silvestre pero bien
educada, se reconocer al buen amo con sólo mirarle a los ojos y éste lo es.
-Sí, es verdad, ése hombre será un buen
amo para ti
.
Poco después de que la ambulancia se perdiera de vista con Carmela dentro para ser ingresada en un hospital, Dora cogió el carrito de niño lleno de bolsas repletas de ropa y revistas viejas que eran las pertenencias de Carmela. Con paso apresurado se acercó hasta el contenedor de la basura, revisó las bolsas que al abrirlas olían a comida podrida; en la tercera encontró lo que buscaba. En la bolsa del Corte Inglés había un buen fajo de billetes, los ahorros y las pensiones de invalidez de los últimos cinco años de Carmela. Trabajar en los servicios sociales le había parecido a Dora una humillación, un trabajo muy por debajo de sus capacidades, sin embargo, reconocer a Carmela en la indigente loca del barrio, había sido providencial para las dos y un premio a su trabajo, sonrió y reflexionó mientras se dirigía a su casa, sobre los extraños caminos de la vida: mira que quién me iba a decir a mí, que esa idiota alcoholizada que me robó hace treinta años a Fernando, fuera la benefactora que necesitaba para jubilarme a los sesenta. Quien la hace la paga, gracias a Dios.
Poco después de que la ambulancia se perdiera de vista con Carmela dentro para ser ingresada en un hospital, Dora cogió el carrito de niño lleno de bolsas repletas de ropa y revistas viejas que eran las pertenencias de Carmela. Con paso apresurado se acercó hasta el contenedor de la basura, revisó las bolsas que al abrirlas olían a comida podrida; en la tercera encontró lo que buscaba. En la bolsa del Corte Inglés había un buen fajo de billetes, los ahorros y las pensiones de invalidez de los últimos cinco años de Carmela. Trabajar en los servicios sociales le había parecido a Dora una humillación, un trabajo muy por debajo de sus capacidades, sin embargo, reconocer a Carmela en la indigente loca del barrio, había sido providencial para las dos y un premio a su trabajo, sonrió y reflexionó mientras se dirigía a su casa, sobre los extraños caminos de la vida: mira que quién me iba a decir a mí, que esa idiota alcoholizada que me robó hace treinta años a Fernando, fuera la benefactora que necesitaba para jubilarme a los sesenta. Quien la hace la paga, gracias a Dios.
Ilustraciones Agence Eureka