En 1927, la psicóloga Bliuma Vúlfovna Zeigárnik descubrió que el cerebro humano recuerda mejor las tareas que dejamos pendientes antes que las acabadas.
Este principio
psicológico se aplica también a la literatura. Nos engancha la historia que no
acaba de redondear el final, la que deja un final abierto que sugiere un continuará, siempre que el autor no recurra
al engaño ni a la trampa. Los lectores, también los espectadores audiovisuales, apreciamos
que el relato sea coherente y que el final cuadre con el planteamiento, pero eso
no significa que exijamos un final cerrado donde todo encaja a la perfección,
como si fuera un mecanismo de relojería.
Siguiendo el recorrido cognitivo del relato, cuando nuestro cerebro lee una ficción, o la
contempla en la pantalla, recibe una información muy valiosa que, según
sea el final, nos lanza una advertencia: no te fíes de los desconocidos o
confía en los desconocidos. Y este aprendizaje que nos prepara para abordar situaciones
reales, procede de la ficción, no solo de la experiencia personal.
A veces nos asombra que un relato alcance fama
universal y se convierta en símbolo y referencia cultural, quizás lo atribuimos a la suerte que tuvo su
autor, al momento histórico de su publicación, pero lo más decisivo es que de
una manera inconsciente o sin saber muy bien el porqué, el autor ha dado con la clave de lo que le
gusta a nuestro cerebro: una trama que conecte con nuestras emociones, que tenga
autenticidad, aunque sea del género fantástico y que no estampe un final concluyente
que desvirtúe las expectativas y el esfuerzo del lector.
Hoy existen grandes avances en el conocimiento del cerebro, es probable que no se tardará mucho en generar una fórmula ideal para escribir bestsellers. Y quizás no será por la mano de un humano sino la de una Inteligencia Artificial que sabrá cómo dosificar golpes de efecto, finales sugerentes e incompletos y emociones que conmoverán al lector más curtido. Hay un pero, este creador artificial no tendrá apenas público porque la lectura en soporte de papel se ha convertido en una actividad residual de una generación predigital. No existen los finales perfectos.