miércoles, 23 de diciembre de 2020

Invierno 2031



                 Hubo una vez, en un planeta remoto en el tiempo y en el espacio, ciudades y pueblos en los que sus habitantes se afanaban todos los días en sus obligaciones. Las calles, sobre todo en las grandes ciudades, estaban en aquel tiempo atestadas de paseantes, gente que transitaban de un lugar a otro. En las viejas ciudades del pasado, todas parecidas, las personas aspiraban a alcanzar la ancianidad protegidos por el ahorro acumulado, protegidos por la pensión que esperaban recibir por una vida de trabajo. Suspiraban por la jubilación y los beneficios que el Estado proveía a sus ciudadanos, en recíproca contribución por el dinero que durante la actividad laboral habían aportado. Trabajadores por cuenta ajena, patronos, artistas, personas de todos los  oficios y actividades conocidas levantaron Estados y forjaron una sociedad en la que miles de funcionarios velaban por mejorar la salud y asistir a los ciudadanos en los desastres personales y colectivos. El estado del Bienestar, así se conoció esa época, duró apenas seis décadas en Occidente. 

                En el siglo XXI, en el año 20, en cronología terrestre,  un virus rebelde a tratamientos y vacunas apareció en escena. La epidemia destruyó en pocos meses  la actividad comercial y económica, el orden internacional se tambaleó mucho más rápido de lo que nadie pudo imaginar. En los años treinta, solo diez años después de la aparición del virus, el mundo se había transformado en una sociedad con un solo gobierno planetario que dictaba las instrucciones, de obligado cumplimiento, para los cuatro mil millones de habitantes. La caída de la demografía, el desarrollo tecnológico, la inteligencia artificial, las ciudades vacías, los edificios abandonados y ruinosos dibujaban un paisaje melancólico, irreal para los más viejos que aún recordaban el mundo anterior. Sin embargo, la  humanidad superviviente aceptó de buen grado la desaparición de la vida social y familiar; la reducción del trabajo a unas escasas horas semanales, la renta básica en dinero digital que aseguraba la subsistencia de los habitantes del planeta conformaba a la mayoría. 

                 El desarrollo de la vida virtual, cada vez más sofisticada, hacia innecesaria la presencia física. Los hologramas, representaciones personales indistinguibles de la realidad, interactuaban, según un patrón social amigable diseñado para la felicidad. Los escenarios eran lugares que reproducían a la perfección  paisajes de antaño donde siempre lucía el sol. La actividad social fuera de las cuatro paredes de la vivienda era rara e inusual y requería un permiso de las autoridades. Los humanos se habían convertido en residuales e innecesarios para el progreso de la civilización terrestre. Llegó el tiempo de los robots humanoides, miles de veces más rápidos, eficientes y duraderos que sus inventores biológicos. La Tierra del año 2031 celebró  el solsticio de invierno, con una celebración universal en los salones planetarios virtuales. Los hologramas brindaron por la paz mundial y la estrategia contra el virus, en camino de ser vencido. Algunos de ellos se enamoraron, dos hologramas se besaron en directo. Una anciana de noventa años, desconectada de la red, ajena a la celebración, sola en un rincón no identificado de la costa mediterránea, abrió la última botella de champán y brindó consigo misma, era Navidad y empezaba a despuntar el alba.



                             

lunes, 26 de octubre de 2020

Otra voluta improbable

 

 


Hay casualidades que bien parecen el resultado de un juego planeado por una inteligencia caprichosa e insensible, aunque algunas veces decida  gastarnos una broma y parezca que se apiada de nosotros. Cuando leí  el relato de Tsevan Rabtan en la revista Jot down  https://www.jotdown.es/2016/08/una-voluta/ pensé que lo más increíble que podamos imaginar es susceptible de ocurrir. No sé si en este universo o en otros. 

En el relato fascinante  y verídico de Rabtan,  donde da noticia de un  accidente de aviación en el que viajaban un famoso boxeador francés y también dos hermanos, violinistas destacados que iniciaban una gira por Estados Unidos y Canadá:  Ginette y Jean Paul Neveau.  El 28 de octubre de 1949, el avión se estrelló cerca de las Azores, no hubo supervivientes. Los músicos  llevaban  dos instrumentos valiosísimos, un Stradivarius  y un Guadagnini.  Los violines eran bien conocidos por un  lutier, Étienne Vatelot, quien tiempo más tarde reconoció  los dos arcos que fueron encontrados casi intactos. 

En cómo llegaron  los arcos hasta el lutier reside una parte del interés de esta historia. La peripecia de los violines tuvo un final asombroso. En el año 1982 en un programa de la televisión francesa, en el que estaba presente el lutier y se homenajeaba a los violinistas, el pianista Bernard Ringeissen, presente en el estudio, quiso  enseñar una voluta de violín que un pescador portugués encontró y le regaló años antes. La emoción y las lágrimas asomaron a los ojos del lutier, esa voluta pertenecía al violín Guadagnini  propiedad de Ginette Neveau.

Nos parece raro, incluso sospechoso que se produzcan estas improbables casualidades, pero ¡ay, amigos, existen! Yo misma he vivido varias a lo largo de mi vida. Contaré la última. A principios de  octubre  caminaba por Paseo de Gracia, cuando me llamó la atención una mujer tumbada en un banco. Acurrucada en su manta de dibujo de leopardo, miraba pasar a los pocos que transitábamos a esa primera hora de la mañana. Gritó mi nombre, cuando me acerqué  se echó a mis brazos, olía a patchulí y  no lucía mascarilla. 

No la reconocí, pero ella a mí, sí. ¿Cómo era posible si las gafas de sol y la mascarilla camuflaban mi cara? Me pidió que me sentara a su lado, le propuse  invitarla a un café en una de las terrazas que aún quedan abiertas en el paseo. Dobló la manta, la metió en un carrito de supermercado que tenía al lado con sus pocas pertenencias y, dicharachera e indiferente a  su pobreza, me contó que desde hacía tres meses  vivía en la calle. Intentaba ubicarla en mi vida pero no había manera. Sí, su voz era familiar y las anécdotas que relataba en ristra sin parar, entrecortada por las risas, las viví en sus más tontos detalles; la gente de la que hablaba eran también mis amigos y parte de mi familia. Aquellas escenas en los veranos de mi juventud eran un calco de lo que conservaba en mis recuerdos

Me dolía preguntarle quién era, pues cuando alguien  da prueba de conocernos, nuestra ignorancia se convierte en un insulto. Al fin, me atreví cuando se zampaba el último bocado de cruasán. ¡Que quién soy, no me fastidies, soy  tu prima!  Ahí estaba  Elisa, como si un velo invisible acabara de caer, descubrí sus rasgos al instante. Mi prima, la que un día desapareció a la francesa, solo dejó una nota dirigida a su madre, con quien por aquel entonces vivía: no te soporto más, adiós para siempre.  Años más tarde supimos que  se había instalado en Australia. Luego, una Navidad, su madre nos llamó para decirnos, con la frialdad de un forense,  que su  desagradecida hija  había muerto la semana anterior en un accidente de coche, en Adelaida. Mentira.  

A velocidad de vértigo, recompuse su historia ¡Por todos los santos, qué delgada y  guapa estaba a pesar de la mala vida que da la calle!  Pedimos otro café con leche y más cruasanes. Sin inmutarse me dijo que tenía un don, y que de ese talento secreto  y prodigioso el culpable era  un libro. Echó mano en su carrito, protegido en una bolsa de plástico sacó un libro que reconocí al instante. El Tarot de Mategna, de Raimon Arola, un tratado de  las cuarenta  cartas dibujadas a mediados del siglo XV que el escritor desvela en su significado y símbolo  más profundo. Aquí viene la primera casualidad. ¡La mañana que relato  tenía una cita con Raimon Arola y Pere Montaner!  Con ellos  había quedado dos horas más tarde  para la grabación de un programa. ¡No, sí! ¡No puede ser!  Estuvimos unos minutos entretenidas con esta sucesión de exclamaciones contradictorias. Esta casualidad me provocó un estado de euforia, común en la gente que tiene la experiencia  de vivir una casualidad más que improbable. Cuando suceden esta clase de hechos que  unen  personas y  acontecimientos en un escenario impensable, es como si se abriera una ventana a lo invisible.




Me señaló  la carta del libro dedicada a Calíope, la musa de la elocuencia y de la poesía. Esa soy yo, me dijo, las páginas manoseadas  estaban llenas de dibujos y anotaciones a mano. Su dedo me condujo  a una frase, una firma y una fecha: Tu verdad es la única verdad. Guillem J, 4 de marzo de 1998 .¡La letra diminuta  pertenecía a quien fue un amigo mío de juventud! Se casaron en Australia y él fue el verdadero muerto en el accidente de coche. Antes de matarse, conducía Guillem, le pidió que nunca  olvidara su don y de pronto se estamparon  contra  un jacarandá.  Hace pocos meses compré un jacarandá para mi patio. Por ahora está más muerto que vivo. Y yo ya no  sé si esto es una trola o toda la verdad.    


sábado, 18 de julio de 2020

Finales Prácticos


El paso de la laguna de Estigia, Joachim Patinir, 1519



¡Cómo nos gustaría poder planificar nuestra vida y dirigirla con buen tino al instante del apagón definitivo! Finales prácticos es el título de un libro de ajedrez de Paul Keres. El análisis sobre las mejores jugadas de aperturas y medio juego captan el interés de todos los jugadores de ajedrez, sin embargo, el meollo de la vida, que es también un juego, reside en salir bien parado del lance vital. Un bel morir tutta la vida onora, escribió Petrarca.  El perfeccionamiento de las últimas jugadas es fundamental y quien se aturulla, precipita o subestima al contrario, perderá  de la peor manera, con vergüenza y desprecio de todo el esfuerzo anterior. 

La muerte deseada es la que ocurre en el silencio de la casa, cuando todos duermen y una leve brisa -o sin ella- se lleva a quien, hasta ese segundo, dormía. Dormir es también una muerte, en este caso transitoria, se desvanece con  el despertar cuando volvemos a la vida consciente. No sabemos que dormimos mientras  nuestro cuerpo y cerebro permanecen ajenos al mundo material que nos rodea. Este mecanismo que se enciende y apaga todas las noches, nos parece de lo más normal y lo es, pero también es un indicio de que la mente recrea territorios ignotos al margen de nuestra voluntad. 

Los  misterios que rodean la muerte humana son tantos, y lo peor, no existe nadie que pueda dar un testimonio fidedigno de lo que nuestra mente consciente barrunta en el último instante. El gran viaje es un asunto que nos acongoja y del que huimos, sin embargo está tan presente en nuestra vida que me parece una mala idea no indagar ni acercarnos con curiosidad ante el hecho que cierra el ciclo vital. 

Estos meses de encierro, y al que parece volveremos pronto, he buscado en la filosofía, en la ciencia, en la literatura, en al arte, en la calle, una visión comprensiva, abierta y desprovista de prejuicios sobre la muerte, la que viene por causas no violentas, invitada por la enfermedad y la vejez.

En los tiempos de epidemia nuestra vida ha quedado suspendida, algunos viven con mucho temor el contagio, otros desconfían de que se tomen medidas porque perciben poco peligro. Detrás de esta amenaza, y de tantas otras,  la muerte sobrevuela nuestras vidas. No hemos entendido que morir es un acto inapelable e improrrogable, nos tocará siempre a pesar de cerrar los ojos, agarrados a un modelo social hedonista y  paradójico. En la mayoría de series de plataformas de televisión, la muerte, en sus versiones más horrendas e inhumanas, divierte, engancha al espectador y, al mismo tiempo, hay un rechazo a conversar sobre ella para entender mejor la vida y aceptar el final. El carpe diem, disfrutar el presente es el código, pocos se atreven a encararse con ella, pretenden ignorar los mil riesgos azarosos que acechan.

¿No es acaso esta evidencia el mejor motivo para dar  sentido a nuestra existencia y dotarla de significado, para nosotros y para quienes nos rodean?  La conversación interior, aquella en la que observamos nuestra existencia y contemplamos sin temor su punto final, es apartada porque este mundo vive en el delirio permanente del presente continuo. Y como afirma Woody Allen, tan atento a la muerte, no estoy de acuerdo con ella, pero es inevitable y por eso quiero entenderla antes de que llegue.         


     


lunes, 20 de abril de 2020

El Regreso





Peter Gric, ciudad apocalíptica



Ayer, día 37 de confinamiento, volvió a casa Maripuri. Tenía un aspecto excelente, le lucía el pelo como nunca, pero ya no ladraba con la misma alegría de antes. Después de una inspección detenida, mi vecina aceptó que, dónde fuera que hubiera estado las últimas semanas, lo habían tratado muy bien. Sin embargo, algo se había roto entre ellos. Los celos entraron en juego, mi vecina se sentía despechada, recelaba de las caricias de Maripuri y ya no lo quería en casa.



Ya no lo quiero, seguro que estará mejor contigo, total, mira qué poco ha sufrido, si no parece el mismo. Lo es, fíjate en la oreja, no creo que existan dos perros con una oreja cortada al bies con esa misma inclinación. No me importa, he descubierto que vivir sola es mejor que vivir con perro. No echo en falta salir a la calle, además, con estas pintas, ni me atrevo a poner los pies fuera del felpudo de la entrada. ¡Anda, quédate al perro!


Con ese sentido tan desarrollado para detectar emociones, Maripuri se acercó a mis pies y se sentó sobre ellos.  


De acuerdo, me lo quedo, pero solo hasta que se levante el estado de alerta y podamos volver a salir. No pienso salir nunca más de casa.  ¡Qué dices, no me lo creo! ¿Es por el disgusto? A ti lo que te ha fastidiado es que Maripuri no haya vuelto despeluchado y enflaquecido, con las patitas sangrantes después de una larga travesía de vuelta a casa, o sea, una tragedia perruna. Acepta que lo más probable es que alguien lo recogió, lo tuvo a su lado y lo ha dejado en tu puerta cuando ya se ha cansado o no ha podido cuidarlo. A lo mejor era un enfermo de covid-19 ¿Qué crees que me chupo el dedo? Seguro que estaba en la casa de un vírico. Y yo no quiero contagiarme, soy todavía muy joven y he descubierto grandes verdades en este encierro. ¡Por favor! No eres tan joven, rozas los cincuenta y esa poca compasión por el animalito dice mal de ti. Se nota que te has vuelto muy egoísta, últimamente no te veo salir a la ventana a aplaudir. Ni me verás, ya no creo en los aplausos, ya no creo en casi nada, y nunca más pondré los pies en la calle. ¿Y se puede saber en qué crees ahora? En la insurgencia, en la resistencia, el covid es el pretexto, pero en el fondo lo que se oculta es un objetivo maléfico de magnitud planetaria.


Esta  conversación tenía lugar en el rellano de la escalera, como es natural, los vecinos de los otros dos pisos, escuchaban nuestra conversación detrás de la puerta. De vez en cuando, Maripuri levantaba su cabeza para mirarme y yo le decía: guapo perrito. No fuera que pensara que tenía intención de desentenderme de él, como su ama.


Insurgencia, resistencia, palabras que en boca de mi vecina sonaban a invocación diabólica.Una notaria tan formal, tan conformista, de pronto, bueno, de pronto, no, en 37 días se había convertido en una rebelde contra el Estado, contra todo.


Poca insurgencia vas a practicar si no sales de casa, además ya me explicarás de que vas a vivir.  Tú también eres una borrega, así que no merece la pena que te explique nada. Seguid creyendo en la versión oficial ¡tontos útiles!


Las dos últimas palabras las dijo a gritos, para que la oyera media escalera de vecinos. A continuación cerró la puerta. Y aquí estoy, con Maripuri en mi regazo, sentada en el sofá y sin ganas de aplaudir. ¿Será que me ha contagiado la insurgencia? ¿Tendrá razón mi vecina y estamos viviendo una conspiración planetaria con una finalidad perversa?  Maripuri, como si siguiera el hilo de mis dudas y quisiera decirme algo, bostezó. Juraría que su oreja cortada  emitió un bip bip, parecido al aviso de llegada de mensaje en el móvil.                       


martes, 17 de marzo de 2020

¿Dónde está Maripuri?





En el cuarto día de encierro lamento la escasa visión que tuve cuando, hace dos semanas, me ofrecieron un cachorro de perro. Tres meses atrás murió la perra de la familia, vieja y ciega, éramos nosotros sus lazarillos, también le fallaba el olfato y en su decrepitud la conducíamos por la casa y los paseos para que no se diera contra los muebles y las farolas.

Guardo aún el luto y me niego a tener en casa otro perro, me parece una traición a su memoria. Sin embargo, las circunstancias aconsejan tener cerca un can para salir a tomar el sol y respirar aire fresco. Un motivo utilitarista y francamente egoísta. Es como tener un hijo con la finalidad de conservar una relación, me parece intolerable y el colmo del desprecio por la vida ajena.  

Todo es confuso y extraño, a ratos pienso que la cuarentena es la medida más apropiada. Que los chinos y coreanos han aplicado el método correcto; otros veces sospecho que esto es una operación de ingeniería social para colapsar la sociedad. Que estamos ante una tercera guerra mundial sin bombas ni enemigo conocido, pero con daños económicos y sociales idénticos. Caerá este modelo económico, ya en las últimas según opina un sector de economistas, y cuando pasen cinco o seis meses, florecerá un sistema social, político y económico, temo que  más controlador y restrictivo.

Quiero pensar que sin perro podré salir de casa en cuanto se flexibilicen las medidas. Por ahora subo y bajo los dieciocho escalones de mi casa, los que comunican la planta baja con las habitaciones. Treinta veces al día, quince por la mañana y quince por la tarde. Si hace sol, salgo al patio y me tumbo en una hamaca, escucho música y veo pasar las nubes, pero hoy llueve y mañana también, según anuncia la meteorología. Así que he sustituido el sol por una película: La mujer del cuadro. Película de Fritz Lang, de 1944. Es una historia criminal, psicológica y muy acorde con los días que vivimos. Una mujer fatal, la ilusión óptica en un escaparate y el tiempo representado por todo tipo de relojes que aparecen en las escenas clave. Lang nos advierte de que el tiempo tiene un final, cuando se reinicien los relojes marcarán horas distintas. Es mi interpretación, a lo mejor será una chifladura, pero a todo le veo el sesgo de que estamos ante la caída de nuestra civilización.      

Detalle de retrato de Catalina de Meddenburgo, Lucas Cranach, 1506

No todo es tan malo, he tenido que interrumpir la escritura porque acabo de recibir una llamada de mi vecina. Una mujer de cincuenta años que vive sola, su única compañía, un perro que atiende por Maripuri, se ha fugado. No, no me he equivocado, el perro es macho, el nombre en un dialecto hindú significa danzante alegre. Eso afirma ella. Mi vecina es muy original y moderna y no sabe idiomas, así que cada cual saque sus conclusiones.

Vamos a lo que importa. ¿Qué podemos hacer para recuperar a Maripuri?  ¡Y yo que sé! Las dos nos hemos asomado a la ventana y en voz en cuello hemos gritado: Maripuri, Maripuri y así un buen rato.
La calle es un clamor, los vecinos en sus ventanas a grito pelado y sin melodía conocida, llaman a Maripuri , y el perro sin dar señales de vida. Yo creo que ha sido una fuga muy bien planeada, y mira lo que te digo, le envidio.   


domingo, 16 de febrero de 2020

Dies Irae


                                                            
Detalle El triunfo de la muerte, Giacomo Borlone de Buschis, 1485



Cuando suceden hechos inesperados, los que obligan a cambiar nuestras rutinas y tuercen  planes y previsiones, la vida deja de ser un sobrentendido. No sabemos qué pasará mañana, lo cierto es que nunca sabemos que ocurrirá al día siguiente, pero el paso de los días sin alteración,  provoca  la ilusión de que gobernamos en nuestro tiempo.  Hasta que ocurre un hecho fortuito y todo se va al garete, la agenda queda convertida en un cuaderno de ejercicios que carece de otro sentido que no sea el sentimental.   

Estos días de epidemia en China, recuento de contagiados, enfermos y muertos, de cuarentenas de  país militarizado, de vídeos que muestran un paisaje de pesadilla enmascarada, me pregunto cuánto de verdad hay en todo lo que nos enseñan.  Y si llega hasta aquí con semejante virulencia,  ¿cómo reaccionaremos?  
   
Desconfío de las cifras, desconfío de los síntomas,  desconfío de las teorías conspiranoicas y vuelvo la mirada a las otras pestes que asolaron esta parte del mundo.

Entre  1348 y 1444, en dos oleadas de la denominada peste negra, disminuyó la población europea en un 20 por ciento. Tal fue el promedio, pero en algunas zonas, por ejemplo L’Ille de France, la población disminuyó un 50 por ciento. En la Corona de Aragón,  la reducción fue del   37 por ciento. 

Las consecuencias las imaginamos, pero sobre todo las conocemos porque quedan documentos, registros y crónicas: hambrunas, desaparición de circuitos comerciales, crisis económica y territorios despoblados. Hubo otras pestes, cólera, tifus,  gripe de 1918, tuberculosis y tantas a lo largo de los siglos,  porque  por  mucho que pensemos que hoy es más fácil librarse de los virus y las bacterias, que la medicina y la tecnología aliadas pueden  salvarnos, lo cierto es que pueden poco. La muerte provocada por  persistentes organismos vivos, con capacidad para reproducirse y adaptarse demuestra que estamos indefensos y que ni siquiera sabemos el alcance que tendrán el presente virus y sus descendientes.

Agarrada al estoicismo, contemplo como la vida sigue un curso incontrolable y me consuelo con las lecturas que ayudan a entender la fragilidad de la vida, pero también nos acercan a la enorme generosidad de tantos  que en circunstancias como la actual, pierden la propia vida por salvar otras.

En La peste, de Albert Camus hay un personaje central, el Dr. Rieux, quien alerta de la peste a las autoridades cuando observa, primero cadáveres de ratas y luego de vecinos. Como pasa siempre, los políticos van por detrás de la realidad, primero niegan, luego,  ante la evidencia, acepta los hechos (o los recrean a su conveniencia).

Nuestro Dr. Rieux intenta, con sus escasos medios, contener la peste. En su crónica nos describe cómo avanza la muerte, las reacciones ante la cuarentena en la ciudad; los remedios y  supersticiones de los vecinos y las actitudes frente al mal acechante.

Albert Camus destaca al personaje del médico por su  voluntad ética y por creer, como escribe al final de su crónica, que los seres humanos somos más dignos de admiración que de desprecio.

Hoy, día 16 de febrero de 2020, aún no sabemos si este virus será en el resto del planeta como una gripe con un pico más alto de muertes o conducirá a una pandemia de proporciones devastadoras.  

En China, la peste ha demostrado que hay muchos  Dr. Rieux, gente que arriesga sus vidas para salvar otras. Albert Camus escribió que la enfermedad activa  la palanca de la decencia  y de la generosidad entre personas a las que no une ningún vínculo, y yo añado que ante las grandes catástrofes la bondad aparece, como también el pillaje y la mezquindad, pero un acto de amor tiene un efecto más  expansivo y multiplicador que  el mal campando a sus anchas.   

          
  

jueves, 2 de enero de 2020

La cumbre de la felicidad


Escalera del  Chateau de Chambord.

Es de sobras conocido que la industria de la alimentación ha descubierto la fórmula diabólica del engorde humano sin efectos nutritivos. Masticar y tragar productos con los que apenas sentimos saciedad y nos impulsan a seguir comiendo, sean patatas fritas o rosquillas de factura industrial. La combinación de sal, azúcar y grasa, en proporciones que desconozco, crea el bliss point un concepto que significa  que comerlos nos lleva casi a la felicidad, pero sin alcanzarla nunca. Por eso no es suficiente una patata frita, unos crujientes de maíz o cualquiera de las versiones de picoteo que se venden en los supermercados. Consumir y no dejar sobras es el objetivo.   
La idea de llegar a ese punto de felicidad, que casi se toca pero que jamas se disfrutará, es una de las características más llamativas de estos tiempos y foco de la industria para crear necesidades consumistas improrrogables. 

Es una desgracia aspirar a la felicidad, a pesar de la muy citada frase de Jefferson  que la señala como justificación de toda vida humana. La ciega persecución del simulacro de felicidad, a través del consumo de bienes o de estados emocionales ortopédicos, es la prueba de que ha culminado con éxito la idiotez como  modelo social.  

Aquello que no sirve para una satisfacción inmediata o un beneficio material, desaparece de nuestro horizontes personal. La frustración y el perpetuo anhelo de la promesa de un cielo cercano que se aleja cuanto más cerca creemos tenerlo, provoca sufrimiento, agota y anula nuestra capacidad de pensar. Lloramos y odiamos las promesas porque el goce es menor de lo esperado, una sombra apenas vista, sin embargo se ha creado en un nuestro cerebro la adicción a la felicidad imposible.

    

Contra ese mal  solo existe un antídoto, la comprensión de que la vida es, ante todo, una sucesión de episodios que conducen a un final seguro. Tal certeza debería servir para abrazar nuestros actos desde la perspectiva de lo inútil, de lo que no  proporciona ganancias ni enriquecimiento en bienes y fama. Si hubiera un secreto para vivir con serenidad y aprovechamiento, creo que no serían otros que  la curiosidad por el conocimiento y la alegría que proporciona el amor, la amistad y la creación artística en cualquiera de sus manifestaciones. 

Con estas reflexiones he empezado el feliz año 20, mi propósito, el único, no es alcanzar el cielo, sino esquivar el infierno de los vivos, tal como aconseja  Italo Calvino en el diálogo final de Ciudades invisibles.

El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe  ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno y hacerlo durar y darle espacio.