lunes, 15 de octubre de 2012

Libros que mejoran el sueño


Fotografía de Ángels Ribé, 1969-1984. MACBA




Hubo una época en la que para encontrar trabajo solo era necesario  echar un vistazo  a los anuncios por palabras y llamar por teléfono,  o  dar cuatro voces  en el vecindario.  Mi primer trabajo  fue en una agencia au pair.  La  contratación de estudiantes se hacía en una oficina en el drugstore David, en la calle Tuset.  Un lugar que fue  mítico en Barcelona de los años setenta,  donde  no  había gente fea  a   los  ojos  de una adolescente de barrio, de apenas dieciséis años.  A esa edad y en aquel  ya remoto pasado, las chicas de barrio estudiábamos en el instituto y luego en la universidad en horario nocturno, mientras que la mañana estaba destinada al trabajo, a ganar un  dinero para ir al cine, comprar libros o gastarlo en algún trapo.  Incluso  nos daba para pagar un billete de  interrail en verano.  Nos sentíamos orgullosos de no pedir dinero a los padres, esa pequeña conquista significaba un primer avistamiento de lo que significaba  la  libertad.

Durante unas dos semanas fui todas las mañanas a un piso de la Diagonal, a la altura del paseo  de Sant Joan, un ático destartalado y en completo  desorden, donde vivía una simpática familia de suecos.  Tenían  dos niños, de tres y cuatro años,  enfermos de  escarlatina o algo por el estilo, porque la piel blanca rosada estaba cuajada de pústulas.  Los niños eran encantadores, solo había que darles el desayuno y un jarabe. Cuando no dormitaban,  jugábamos a encajar piezas de madera en unos paneles que les había construido su padre, por lo visto  en Suecia,  Ikea se lleva en la sangre.  

Kitchen utensils.Acton Bjorn.


La madre  tocaba la flauta travesera  en sus ratos libres  y el padre, no solo inventaba juguetes preciosos para sus hijos, también  era un astrónomo aficionado que miraba las estrellas en un telescopio que ocupaba media terraza.  Ambos se ganaban la vida en una empresa de ingeniería.  
Y leían mucho.  Los libros se apilaban en columnas a lo largo de la pared. La mayoría estaba en sueco, inglés y alemán, pero en un rincón en el suelo,  junto a una vieja  nevera    descubrí cuatro libros en español.
Los libros aparecían  todas las mañanas en un sitio distinto de la sala, que era el único lugar grande del ático, donde dormían  y comían. Un misterio era qué hacían allí esos cuatro libros manoseados, sobre todo si  tenemos en cuenta  que los suecos hablaban conmigo por señas  o silabeando frases del  método assimil.   Aunque al final de las dos semanas me pagaron la mitad de lo que me debían,  no solo no me importó, sino que me sentí  agradecida por todo lo que aprendí  mientras cuidaba de los niños.  Descubrí,  gracias a los misteriosos  libros,  todos los  trucos  para  esquivar al enemigo en el metro de Moscú  y también cómo  usar un periódico doblado para deshacerse de un atacante. Sirve cualquier periódico, incluso los gratuitos. 
Alexandre Rodchenko. Assembling, 1935

Por fortuna,  esas artes las tengo en conserva por si algún día viajo a Rusia o me hago espía.  Empecé por el libro más gordo,  una historia mundial de espionaje,  de Pastor Petit;  seguí con La  orquesta roja,  de Gilles Perrault,  también de espionaje en la segunda guerra mundial y resistencia contra los nazis. 
Me atreví a practicar la lectura rápida con  la biografía del  general soviético, Zhukov.  Tan rápida que abrí y cerré el pesado tomo en cuanto supe  que Konstatinovich  Zhukov,  nació el 2 de diciembre de 1896 y que Krushev le rindió un homenaje en 1969. En cambio,  El corazón es un cazador solitario, de la escritora estadounidense Carson McCullers,   lo leí  sin desperdiciar una frase, aunque a veces no entendía  toda la hondura de la relación entre los dos sordomudos,  Singer y Antonapoulos,   en una historia que, como escribió la  autora en su autobiografía, adquiere fuerza  cuando los sobreentendidos  alumbran  al lector. He necesitado  tres lecturas  para que me alumbraran,  a lo largo de tres periodos distintos de mi vida para llegar al interior – o eso me parece- de   El corazón es un cazador solitario,  una novela que  escribió a los veinte años,  en 1937.  La novela la releí en los noventa, la presté y ya no regresó a mis manos.

Hace dos semanas, fui a dar una vuelta por la feria del libro viejo, entre los montones de libros a dos euros,  me esperaba un ejemplar de El corazón es un cazador solitario. La foto de Carson McCullers, desde la solapa interior siempre me ha parecido que tiene la mirada triste.  Quizás anticipaba una vida que apenas duró  cincuenta años y de la que supo  extraer y  escribir  sobre la sustancia vital imprescindible,  la necesidad de sentirnos parte de la humanidad, una fraternidad que busca el  amor en todas sus formas y manifestaciones.    

Mientras bajaba por el paseo de Gràcia, me acordé  de la familia sueca, de sus  libros, de los niños que nunca se rascaban las erupciones.  Hasta me vino  a la cabeza el general  Zhukov con  quien  solo tuve  unas palabras.  Y de pronto, una ráfaga iluminadora, el momento Eureka desveló  el misterio de los libros ambulantes.  Con claridad vi, en una imagen retrospectiva  que cada par de libros era más o menos de la misma altura y que el ático tenía un suelo irregular. Servían para elevar las patas de la cama donde dormía la familia.  ¡Benditos sean los libros de autoayuda!