miércoles, 30 de noviembre de 2011




Hoy, Google  recuerda el nacimiento de Mark Twain hace 176 años.  Este verano he tenido la oportunidad de seguir la huella del escritor. En 1880  realizó un viaje por los Alpes suizos, en poblaciones como Zermatt o Meiringen,  conservan los libros de huéspedes de los hoteles donde se alojó, con su firma y, en algún caso, con la explicación de una anécdota. No soy mitómana, pero  en uno de los libros de hotel, rocé con mi dedo la caligrafía del escritor mientras la vigilante suiza estaba distraída.  Y en ese instante, sopló una ráfaga de aire - la ventana del museo estaba abierta-que  atribuí al espíritu del escritor. Una risa, tal vez. Ya sé que no está bien porque si todo le mundo hiciera lo mismo... 





Quién haya leído algo de la vida de Mark Twain, sabrá que tuvo  muchas experiencias sensitivas, premonitorias, entre ellas se incluye la de su propia muerte y la de su hermano. No me extraña nada,  pues parece ser  habitual que personas muy sensibles son capaces de percibir conexiones que se oculta detrás de la realidad física de nuestro mundo.  Sin ir más lejos, la última película de David Cronemberg, Un método peligroso,  muestra al psicólogo suizo Carl G. Jung también como otro que tenía premoniciones, en los ratos que le quedaban libres después de escribir cartas larguísimas a Freud y curar a una paciente de la que acaba enamorado, a pesar de toda su contención helvética y calvinista. 
      

La agudez,  ironía,  y  profundidad de la observación son las señas de la obra y  vida de Mark Twain.  Por cierto,  una vida  que no fue fácil, en lo personal sufrió la muerte de sus hijas y esposa; también la ruina económica, pero esas experiencias no le robaron su sentido del humor, un instrumento que usó con maestría  para desenmascarar las hipocresías sociales y políticas, la manipulación y la mezquindad humana, mientras nos arranca una carcajada. Hoy tenía pensado colgar otra entrada, pero en estos turbulentos tiempos,  bien merece el bueno de Mark Twain que recordemos sus palabras para no olvidarlas mientras vivamos.






 Jamás hubo una guerra justa, jamás hubo una guerra honrosa, por la parte de su instigador. Yo miro en lontananza un millón de años más allá, y esta norma no se alterará ni siquiera en media docena de casos. El puñadito de vociferadores (como siempre) pedirá a gritos la guerra. Al principio (con cautela y precaución) el púlpito pondrá dificultades; la gran masa, enorme y torpona, de la nación se restregará los ojos adormilados y se esforzará por descubrir el por qué tiene que haber guerra y dirá con ansiedad e indignación: -Es una cosa injusta y deshonrosa, y no hay necesidad de que la haya-. Pero el puñado vociferará con mayor fuerza todavía. En el bando contrario, unos pocos hombres bienintencionados argüirán y razonarán contra la guerra valiéndose del discurso y de la pluma, y al principio habrá quien les escuche y les aplauda; pero eso no durará mucho; los otros ahogarán su voz con sus vociferaciones y el auditorio enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendo popularidad. 


Antes que pase mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradores serán echados de las tribunas a pedradas, y la libertad de palabra se verá ahogada por unas hordas de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de la misma opinión que los oradores apedreados (igual que al principio), pero que no se atreven a decirlo. Y, de pronto, la nación entera (los púlpitos y todo) recoge el grito de guerra y vocifera hasta enronquecer, y lanza a las turbas contra cualquier hombre honrado que se atreva a abrir su boca; y finalmente, esa clase de bocas acaba por cerrarse. Acto continuo, los estadistas inventarán mentiras de baja estofa, arrojando la culpa sobre la nación que es agredida, y todo el mundo acogerá con alegría esas falsedades para tranquilizar la conciencia, las estudiará con mucho empeño y se negará a examinar cualquier refutación que se haga de las mismas; de esa manera se irán convenciendo poco a poco de que la guerra es justa y darán gracias a Dios por poder dormir más descansados después de este proceso de grotesco engaño de sí mismos».
  • Fuente: El forastero misterioso  (1916), Cap. IX

lunes, 21 de noviembre de 2011

Rafal olbinski. Unsetlling tendency to see art print.

El otro día me di una vuelta por una librería muy bien surtida, buscaba un libro que no encontré, pero me llevé a casa uno que, como quien dice, me salió al paso. Un libro de pocas páginas que colocaron en un lugar equivocado, confundido por uno de esos manuales de autoayuda sobre la manera más rápida de hacerse con  un trocito de felicidad. Sí, lo confieso: anduve merodeando por esa sección frecuentada, casi siempre,  por personas de mediana edad, algunas con las heridas de la vida  zurcidas  sobre la piel. Eché un vistazo a la  enorme estantería de más de dos metros, dedicada a enseñar  métodos variopintos y estrafalarios para conseguir la serenidad, el bienestar emocional, la ausencia de dolor, el perdón a los semejantes y por fin, el olvido.

Iba de un lado a otro, sin que mi cerebro enviara a mi mano la orden para que cogiera un  ejemplar, los títulos me dejaban fría, hasta que mi mirada se fijó en un libro estrecho, de apenas 80 hojas:  La analfabeta, un relato autobiográfico, la autora es Agota Kristoff.  Al primer momento creí que era una narración a lo  Pablo Coelho, en la que alguien vive - imagina- una experiencia que le somete a pruebas para alcanzar un conocimiento espiritual vetado a la gente ordinaria. No era el caso, en cuanto leí  el primer párrafo, supe que ese libro que cuesta seis euros, estaba esperando un rescate urgente. La analfabeta  empieza así:  Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

 Cuando acabé de leer La analfabeta, cambié la  opinión que encabeza esta entrada;  casi estaba por volver a la librería y preguntar por quién tuvo la feliz idea de dejar el libro entre toda esa morralla de promesas banales, para invitarle a  un café con cruasán.  Ayer por la tarde, mientras planchaba, intentando alisar una odiosa blusa llena de pliegues, se me ocurrió que hay libros que debieran estar camuflados en las secciones de autoayuda, y  con un régimen de alquiler para que, una vez leídos, pasaran a otras manos necesitadas, pero con un añadido al final  consistente en páginas en blanco, a modo de diario.  Los lectores, antes de resolver el alquiler,  dejarían escrito cómo les ayudó la lectura de ese libro, si ese fuera el caso, de manera que otros pudieran beneficiarse por la acumulación de las experiencias ajenas sobre el texto original. 

Es una buena idea ¿no?  pues ya está inventada, me acabo de dar cuenta. Y hace años que corre por ahí, gratis y sin tener que andar firmando contratos, ni perder el tiempo con la búsqueda del libro misterioso entre los estantes abarrotados de la librerías.  El invento recibe el nombre de Blog.



Laureà Barrau. La lectura, 1899



Alguien escribe, cuando quiere y de lo que le apetece, la gente puede leerlo o  pasar de largo. Existe una página en blanco para que los lectores contesten, precisen, defiendan, se opongan, agradezcan o se rían. No existe  para el escritor de un blog conflictos de intereses económicos, porque no hay  una empresa detrás ni pago a cambio de opinión. Un blogger es el mejor ejemplo en este mundo de lo que significa la libertad de expresión.

¡Ah! y el libro de Agota kristoff no trata de la felicidad, sino de cómo una mujer húngara  que trabaja de operaria en una fábrica suiza de relojes,  aprende francés pasados los treinta  años para poder escribir en una lengua extraña.       


viernes, 11 de noviembre de 2011

Chance encounter at 3.A.M. Red Grooms, 1984.

Abel Speiis, un veterinario militar jubilado, aficionado a descifrar los jeroglíficos del periódico y toda la clase de pasatiempos y adivinanzas, era llamado el ruso por sus vecinos. La culpa del mote la tenía una pelliza que se echaba sobre  los hombros durante todo el año. El ruso se dedicaba con especial éxito a los criptogramas. Ganó el primer premio de un concurso nacional descubriendo, en una ininteligible serie de 18 agrupaciones de letras,  la primera estrofa de La Marsellesa.  La pasión por la criptografía y  el enamoramiento loco de una vecina, la mujer de un comerciante de aceite de oliva, eran sus únicas ocupaciones. Ésta  última pasión  era conocida por los vecinos, a quienes el ruso pedía consejo sobre el amor que profesaba a la mujer de otro, una belleza que lucía pelusa oscura sobre el labio superior. No hubo manera de convencer al ruso para que le confesara su amor. No se atrevía, "no osaba declarar su llama".

Georges Perec, escribe esta historia de Abel Speiss, inquilino de uno de los pisos del edificio parisiense donde ubica su deslumbrante  novela:  La vida instrucciones de uso.  De Perec está todo dicho, 747. 000 entradas en  Google lo definen, deconstruyen, catalogan y  exaltan.

Yo me quedo  con las emocionantes coincidencias que ha generado la novela en mi propia vida.  Quizás no soy objetiva,  pero yo diría que en la novela de Perec se ocultan, si no mensajes, si algunas bromas dirigidas a sus lectores, a ciertos lectores. A una lectora en particular, quizás.  Podría considerarse que lo que acabo de escribir es un delirio, algo así como ese trastorno de algunos pirados que están convencidos de que los locutores de la tele cuando hablan se dirigen a ellos.

Georges Perec y su gato
La coincidencia más desopilante  ocurrió un día en el que estaba sentada en un cine, acababa de comprar   La vida  instrucciones de uso, lo tenía en mis manos y leía la contraportada mientras la sala se iba llenando de gente. En la fila y asiento de delante, se sentó un señor con bigote, era bajito, cosa muy de agradecer en esas circunstancias.  El señor del bigote sacó  de una bolsa de la Librería francesa, otro ejemplar de la novela de Perec, y como yo, empezó a leer la contraportada. Guardé inmediatamente mi libro, avergonzada del qué dirán por compartir los mismos gustos literarios con un señor que tenía pinta de inspector de aduanas.  En aquella época yo tenía una concepción del mundo muy limitada, en Europa había fronteras, aduanas y monedas nacionales. Y llovía mucho.
Ahora, dos personas sentadas una detrás de la otra haciendo exactamente lo mismo,  es  un  embrión de   flashmob, pero entonces era simplemente una rareza o una broma.  

La película que echaban en el cine era La genou de Claire. Casi no recuerdo el argumento, porque estaba pendiente del señor del bigote,  a quien miraba la calva al mismo tiempo que me preguntaba qué otros libros tenía en la bolsa que reposaba en el asiento vacío junto a él.  Casi al final de la película, el señor que debió de sentir mis ojos en su nuca, se volvió hacia  mí, diciendo alto y clarito: ¿Qué? 
Yo contesté ¿qué de qué?  Esta respuesta lo  desarmó, ¡Ah, bueno! pues entonces, nada.

Acabó la película y salimos cabizbajos, Rhomer era tan lento que costaba un poco recuperar el habla.  En el vestíbulo, mi alter ego lector, se acercó para pedirme disculpas por la mala manera con la que se había dirigido a mi.  Me explicó que era mentalista profesional, que se ganaba la vida como ilusionista. Su capacidad de ver más allá de lo que ve la gente normal siempre le ocasionaba algún sobresalto, no se quejaba porque esa habilidad era su pan, pero a veces no se podía controlar y pasaba lo que pasaba.  Le enseñé mi libro. ¡Ah, comprendo! dijo  y ya en la acera, rebuscó  en el bolsillo interior de la americana del que sacó una tarjeta que rezaba así:  Abel Spe, mago,  ilusionista, espectáculos a domicilio.  Un tarjeta muy formal  en la que figuraba un número de teléfono con el prefijo de Teruel.

Abel Spe y Abel Speiis, una coincidencia retroactiva porque hasta una semana más tarde no me percaté de ella. Luego, pasados los años he ido coleccionando casualidades en torno a la novela y sus personajes. Nada extraño porque bien mirado, La vida instrucciones de uso es una descripción pormenorizada en la que está representado el mundo que conocemos.