lunes, 6 de diciembre de 2021

2022 Lavandería 24 horas

 

                        

 

La primera vez  que viajé sola en tren, sin la vigilancia de padres o profesores, no imaginaba que  los siguientes trenes en mi vida perderían el halo romántico y ensoñador para convertirse en un tren de cercanías, abarrotado en horas punta y con retraso la mayoría de las veces. 

Ese primer tren a los diecisiete años provocó en mí un efecto profundo y duradero, de manera que las estaciones se convirtieron en el lugar propicio donde debían suceder cosas extraordinarias, o al menos significaban la puerta de salida hacia lugares habitados por gente encantadora. El primer viaje me llevó a Francia, cerca de la abadía de Cluny. Después de catorce horas de  tren, llegué a Mâcon

A las cinco de la madrugada, con una mochila a la espalda,  me encaminé  por un andén desierto en dirección a la cantina. Este recuerdo es en  blanco y negro, como si fuera una escena de la película Breve encuentro de David Lean. En aquella época no había visto la película ni sabía quién era su director, así que doy por probable que mi recuerdo es una recreación personal, pero no importa porque no existen recuerdos fidedignos, según explica la actual neurociencia. 

Abadía de Cluny
       

Nuestro cerebro edita la memoria, forma parte de una de sus funciones. Lo hace continuamente, de manera que hemos de aceptar que los recuerdos son el resultado de los retoques manejados por las emociones que sentimos en el momento de evocarlos. Me parece un hallazgo maravilloso que certifica la capacidad creativa del cerebro; y también es un poco estremecedor porque los sentimientos manipulan la memoria. Hoy, cuando rememoro el primer viaje en solitario, lo lleno de detalles enternecedores. 

Las sillas y mesas de la cantina, tan limpias y de color verde musgo; la camarera, una señora casi anciana que me recordaba a alguien conocido. La veo en mi recuerdo –editado y  reajustado en esta tarde de lunes- con un limpio delantal de florecitas y una sombra de bigote en su rostro sonriente. En la madrugada lluviosa, pero acogedora, me sirvió un vaso de leche caliente y una tostada con mantequilla y mermelada de fresa, mange, petit

Hablamos en francés, la señora me entendió a la primera. Esta parte del recuerdo  me entusiasma y me asombra. Yo hablaba el francés que nos había enseñado una monja del colegio, que era de Palencia y muy enamoradiza, primero se ennovió con el fontanero y después con el profesor de matemáticas, para ser precisa y si mi memoria me engaña poco. Sor Adoración  no explicaba gramática ni por asomo, nos enseñó a saludar, contar hasta cien y dos poesías que debíamos  memorizar y recitar  para aprobar la asignatura. Jamás las he olvidado, por lo visto mi cerebro no  ha podido hacer de las suyas con las poesías porque las recito, aún hoy,  perfectamente sin añadir ni quitar una palabra. La primera es de Verlaine: les sanglots longs des violons de l’automne blessent mon coeur d’une largueur monotone. 

La segunda, de Éluard: Je te l’ai dit pour les nuages.Je te l’ai dit pour l’arbre de la mer. Pour chaque vague pour les oiseaux dans les feuilles.

Años más tarde, cuando el colegio desapareció y el solar se convirtió en un aparcamiento, una antigua compañera me dijo que todas las monjas habían dejado los hábitos. La mayoría se casaron, excepto una  que se hizo  monje de Montserrat y Sor Adoración, en su nueva circunstancia, Paquita. Durante una temporada fue  adepta de los Niños de Dios, una secta que llegó a España desde Estados Unidos. Por lo visto, le costó dejar el mono de pertenecer a una congregación. Un día de  julio del año 2000, entré en una zapatería, la dependienta se acercó sonriente para preguntarme si la reconocía. Por no desairarla le dije que sí, que la conocía, pero que no atinaba con su nombre. Yo era tu profesora de francés del colegio.


Recuerdo que compré unas sandalias feísimas y salí un poco aturdida de aquel encuentro. Nos despedimos con mi promesa de volver otro día para tomar algo juntas. No cumplí mi palabra. Ayer, veintidós años más tarde, pasé por delante de aquella zapatería, ahora es la Lavandería 20 22, servicio 24 horas. En el letrero que hay sobre la puerta se anuncia, simplicidad ejemplar, con los números que corresponden a su dirección. Me acordé de la ex monja:  les sanglots longs des violons de l’automne…y a continuación entré en un chino, número 24 de la calle,  para comprar un paquete de pilas alcalinas. El dueño le explicaba a un cliente que, en unos días, 2022 será el año del tigre de agua. Intervine en la conversación para preguntar: ¿y será un buen año?  Muy bueno, me respondió, pero no me merece confianza su augurio. Los tigres siempre me han parecido animales de compañía poco recomendables,  nada fiables y tan fascinantes como la memoria humana.


Henri Rousseau, 1891