Foto de 1949. Yngve Johnson, 1928-1974. |
Empezó la
tormenta a las ocho de la tarde, las magnolias de la calle sacudidas por el
viento, parecían a punto de troncharse y caer sobre las motos aparcadas en la
acera. Mientras esperaba el bus, cobijada debajo de la marquesina, la
deslumbró un filamento incandescente que iluminó esa zona de la ciudad como si
fuera el escenario ajado de un teatro de variedades.
El agua caía
en cascada y apenas se veía a dos metros de distancia, el apagón convirtió las
calles en un paisaje de tinieblas que pocos se atrevían a transitar. A pesar
del miedo y del agua, salió de su perentorio refugio e inició la marcha
hacía la avenida principal, a unos dos kilómetros de distancia. Los pies
se movían con holgura en los zapatos mojados, caminaba casi a
ciegas, sin paraguas y con las gafas inservibles por la lluvia y el vaho de su
aliento. Las lágrimas, no de pena sino de miedo, se unían al
presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder, o quizás acababa
de ocurrir y ella era la única superviviente de la ciudad. A tientas,
golpeándose con los palos de las señales de tráfico, los bancos del paseo
y las papeleras, llegó a un cruce de calles, se detuvo, miró
a su alrededor, con espanto observó los coches, con las luces
apagadas, las radios a todo volumen y los ocupantes dentro, inmóviles,
momificados. El granizo había sustituido a la lluvia y el estruendo la
ensordecía, se acercó hasta uno de los coches:
-¡Oiga, abra,
por favor!
La ventanilla
se deslizó unos centímetros, los suficientes para que pudiera oír la voz
de un hombre:
-¡Shhh! ¡ No
moleste, qué está a punto de acabar el partido!
Un rayo cayó
sobre la fuente pública, la luz regresó a las calles y aunque el
granizo le propinaba capones en la cabeza, se sintió de
pronto muy feliz por vivir en esa ciudad tan caótica donde su
equipo de fútbol acababa de obtener la victoria del partido.
.