martes, 25 de enero de 2011

Magnolias tronchadas

Foto de 1949.  Yngve Johnson, 1928-1974.


Empezó la tormenta a las ocho de la tarde, las magnolias de la calle sacudidas por el viento, parecían a punto de troncharse y caer sobre las motos aparcadas en la acera. Mientras esperaba el bus, cobijada debajo de la marquesina, la deslumbró un filamento incandescente que iluminó esa zona de la ciudad como si fuera el escenario ajado de un teatro de variedades.


El agua caía en cascada y apenas se veía a dos metros de distancia, el apagón convirtió las calles en un paisaje de tinieblas que pocos se atrevían a transitar. A pesar del miedo y del agua, salió de su perentorio refugio e inició la marcha hacía  la avenida principal, a unos dos kilómetros de distancia. Los pies se movían con  holgura  en los zapatos mojados,  caminaba casi a ciegas, sin paraguas y con las gafas inservibles por la lluvia y el vaho de su aliento. Las lágrimas, no de pena sino de miedo,  se unían al presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder, o quizás acababa de ocurrir y ella era la única superviviente de la ciudad. A tientas, golpeándose con los palos de las señales de tráfico, los bancos del paseo y  las  papeleras, llegó  a un cruce de calles, se detuvo, miró a su alrededor, con espanto observó  los coches, con las  luces apagadas,  las radios a todo volumen y los ocupantes dentro, inmóviles, momificados. El granizo  había sustituido a la lluvia y el estruendo la ensordecía, se acercó hasta uno de los coches:

-¡Oiga, abra, por favor!
La ventanilla se deslizó  unos centímetros, los suficientes para que pudiera oír la voz de un hombre: 


-¡Shhh! ¡ No moleste, qué está a punto de acabar el partido! 
Un rayo cayó sobre la fuente pública,  la luz regresó a las calles y aunque  el granizo  le propinaba capones en  la  cabeza, se sintió de pronto muy feliz  por  vivir en esa  ciudad tan caótica donde su equipo de fútbol  acababa de obtener la victoria del partido. 

   

domingo, 16 de enero de 2011

Abro este post con la Melancolía de Durero, una de las tres estampas alegóricas del pintor alemán, más misteriosa y simbólica. El grabado está encerrado en un espacio de 31 cm de alto por 26  cm de ancho y en él, amontonados y en desorden  hay un buen catálogo de elementos que parecen puestos allí para que puedan devanarse los sesos  semiólogos y otras especies en los siglos venideros.  Melancolía es un ángel, una mujer con alas y  gesto enfurruñado que sostiene un compás con la mano; un niño sentado sobre una piedra de molino, un perro en los huesos y en el plano superior al ángel, objetos que poseen una carga simbólica que invita a descubrir mensajes ocultos o, al menos,  reconocer el propósito del pintor de mostrar un estado anímico, la melancolía, rodeado de objetos propios de actividades racionales  y técnicas; vemos un enorme poliedro tras el que aparece un crisol y  se  mezclan los objetos con lo irracional, representado, por ejemplo,  por el cuadrado mágico cuyas cifras, sumadas, siempre dan el mismo resultado: 34.  La Melancolía ilustra el primer capítulo del libro de Ernest Jünger, El Libro del Reloj de arena, una lectura que he disfrutado durante los primeros días de este año, siguiendo el consejo de un amigo asturiano, a quien agradezco su siempre acertado criterio literario. Si observamos el grabado de Durero, vemos el reloj de arena acompañado de  la balanza, una campanilla y el cuadrado mágico. Alegorías, imágenes que, como bien expresa Jünger, no están sometidas a ningún orden jerárquico. ¿Qué representa el reloj de arena?  es el  esmerado símbolo del Tiempo, el concepto puro que ignora las divisiones creadas para referirnos a las actividades cotidianas;  el Tiempo que se escapa y que perdemos -o tal vez ganamos con el transcurrir de los días- el que nos entristece y nos proporciona alegrías, cuando comprendemos que todo esfuerzo y sufrimiento  acabarán un día,  pues el reloj de arena, los granos minúsculos de tiempo se deslizan sin descanso hasta consumir el último segundo. Nuestra existencia  está dominada por un tiempo mecánico,  alejado   del   que marca las ampolletas en las que la arena se escurre y marca  el instante elemental, propio de la naturaleza que, a diferencia de los relojes actuales, nos promete una contemplación amable y sosegada de un tiempo sin segunderos ni minutos que destierra  el frenesí del cronómetro. 
 

Melencolia 1,  Alberto Durero, 1514.

Tiempos Modernos, Charles Chaplin, 1936. 
  

sábado, 8 de enero de 2011

Jueves

William Bastiaan Tholen, 1860-1931 A view in a forest

El jueves era el mejor día de la semana. Durante años creyó que no podía sucederle nada malo en ese día. Las mejores oportunidades de su vida ocurrieron, precisamente, los jueves. Los hechos demostraban que su creencia tenía un fundamento empírico, era una fe  documentada que  demostraba, calendario perpetuo en mano, que le parieron, se casó, firmó  el mejor contrato de trabajo, nacieron sus dos hijos en el quinto día, el  jupiterino.
Sin contar otros sucesos menores en los que la buena suerte apareció el jueves para echarle una mano. Los miércoles al atardecer  sentía un optimismo liberador ante la proximidad de la jornada  en la que nada se torcía,  pues si era jueves, el destino se ponía siempre de su parte; el acontecimiento más nimio le insuflaba tal entusiasmo que incluso el dolor de su rodilla izquierda desaparecía por unas horas. A media mañana del último jueves, salió de casa con una sonrisa apenas disimulada y los ojos humedecidos por culpa de la fiebre del heno. ¿Acaso debía preocuparse?  ¿No era un jueves de primavera radiante a pesar del polen que flotaba en el aire?   Pues claro, hombre. Sólo había motivos de alegría  a su alrededor. En la barra del bar después de secarse las lágrimas, pidió un cortado descafeinado que le fue servido por una camarera nueva. La miró un instante para  regresar, fulminantes los ojos,  al reloj que bailaba en la delgada muñeca; con súbito interés científico observó el asombroso  lento avance del segundero. Las diez y media, mientras la camarera derramaba una espuma de crema de leche sobre el café.

-¿Así o más?

Ya está bien, gracias, contestó sin levantar la cabeza. ¿Por qué a mí?  esa estúpida interrogación la repitió hasta que el cortado se quedó frío, entonces  sacó de su monedero con cremallera dos euros, los dejó sobre la barra y se dirigió a la salida. ¿Está malo? ¿quiere que se lo vuelva a calentar?  No, no. Adiós, dijo, mientras se ajustaba, sin éxito, la correa del reloj.  En la calle se miró las manos temblorosas y, esta vez, las lágrimas eran de emoción y de temor al mismo tiempo porque acababa de sufrir los efectos de un repentino enamoramiento. La incredulidad y el estupor  se reflejaban en su cara, tenía la certeza de que tal hecho era una fatalidad que auguraba un mal desenlace. A las pocas horas, como un autómata  esclavo  de una pasión,  regresó al bar, pidió una tónica  con ginebra a la camarera de cuello largo y  pelo  cortado casi al cero.

-¿Qué tal? ¿Está mejor que esta mañana?

Sin apenas fuerzas debido a la turbación, afirmó con la cabeza antes de beber de un sólo trago la bebida,  sintió unas palpitaciones en el pecho, pidió una segunda tónica, en esta ocasión con vodka, los golpes del corazón resonaban como un tambor de guerra  dentro de su cuerpo, minutos más tarde cayó al suelo. Era jueves, definitivamente, su día de suerte.