martes, 14 de diciembre de 2010

Plegaria




Pinturas de Marc Chagall, El concierto y Tres velas.
Colección de Evelyn Sharp. Nueva York y  Museo de arte moderno de Céret.  


Una noche de otoño del año 2000,  una mujer contemplaba el mar y el cielo desde un lugar oscuro, un escondite entre dos barcas en una pedregosa playita cercana al Hotel Rocamar. Con la espalda apoyada en la quilla de una vieja barca, tarareaba la canción, Blueberry Hill.  Poca letra recordaba, de manera que de vez en cuando  añadía a la melodía la misma frase: Oh blueberry hill... my dream came true. No era una solitaria,  ni una artista, era una mujer corriente, una camarera que trabajaba en uno de los cafés del Paseo  y a quien le gustaba mirar la luna llena, sin otra pretensión que  pasar el rato, acompañada del sonido suave de las olas rompiendo a  escasos  metros, tan cerca que de vez en cuando recibía salpicaduras en los zapatos. 
Durante unos minutos, la mujer normal  entrecerró  los párpados para enfocar  mejor la luna, pues era miope -y  no tenía intención de operarse para dejar de serlo-. Lo cierto es que  era su segundo mes de  luna llena desde aquel rincón. Le parecía una  experiencia saludable que pretendía convertir en costumbre, sin imaginar que pronto cambiaría de opinión.  La mujer normal era parlanchina y confiada, con un corazón generoso y  dispuesto a dar calor si  se presentaba la ocasión.  La noche era templada y el olor a salitre se mezclaba con el de cebolla frita. Alguien está haciendo un sofrito, se dijo; ese olor doméstico  amplió  su sensación de bienestar y hasta le pareció que la luna era más grande y más blanca. Al  poco rato, oyó unos pasos que se acercaban y el olor del humo de un cigarrillo, levantó  la cabeza en el momento  en el que  un hombre se desplomaba sobre la  otra barca.  La mujer se acurrucó en la sombra para no ser  vista. Espía del  dolor,  la visión del hombre que lloraba y golpeaba con  los puños la madera podrida de la barca, le sobrecogía el ánimo y le quitaba el valor necesario para interrumpir un desahogo que le era muy familiar. 
El cigarrillo encendido, caído a pocos centímetros de su muslo, le provocaba sin saber por qué, aún mas tristeza y  también ganas de toser. Con mucha prevención alargó la  mano, cogió un guijarro y aplastó con delicadeza la brasa. ¿Qué hago? se preguntaba. Si es un pobre loco quizás me pegue o  me mate. Y si fuera un  desgraciado se sentirá doblemente humillado cuando sepa que le he visto llorar las penas. La indecisión le duró poco porque el hombre se percató de su presencia  cuando sacaba del bolsillo un pañuelo con el que, en primer lugar, se limpió los mocos y luego  las lágrimas.
-Perdone señora - dijo con  voz templada a pesar de los gimoteos- no sabía que hubiera alguien, no quiero  molestar. 
-Si no molesta - la mujer normal se levantó,  el hombre,  ya de pie,  le ofreció la mano que ella estrechó  con  poca fuerza, sintiendo, en cambio, que él la retenía con vigor, resuelto a no dejarla marchar. Ella se soltó   de un tirón,  al tiempo que le preguntaba:
-¿Puedo ayudarle?
-Sí, necesito toda la ayuda del mundo. 
-¿Qué le pasa? 
-Mañana seré ciego.

La mujer se llevó la mano, la del apretón,  a la boca, incrédula y asombrada.
-¿Cómo puede ser eso? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo  lo sabe?
-Lo he soñado esta tarde. 
-¡Ah, los sueños!  no haga caso, jamás se cumplen. Yo he soñado tanto... 
-No, no -dijo el hombre- los sueños que recuerdo al despertar siempre se cumplen. En la siesta he soñado que un accidente en la cocina me dejaba ciego; vi como una cascada de aceite hirviendo  caía sobre mi cabeza, me desfiguraba la cara y fundía  mis  ojos. 
-¡Dios Santo! ¡No diga eso!  Pues no entre jamás en una cocina y por cierto ¿qué decía usted cuando lloraba tendido en la barca? perdone mi curiosidad, pero me pareció oir... 
-Rezaba. Y no puedo evitar entrar en una cocina porque soy cocinero. ¿Se da cuenta de mi drama?  
-¿Quiere que recemos juntos? Yo no soy muy creyente,  pero si le consuela rezaré con usted, aunque estoy segura de que su sueño no se cumplirá. 
-¿Por qué está tan segura?  ¿Es que no me cree? 
-No, no le creo. 
El hombre miró la luna, luego se sentó donde antes había estado la mujer. 
-Rece usted a mi lado, por favor. Si no le importa, me dormiré un ratito, cuando despierte le contaré si  sus ruegos han cambiado mi sueño. 
Durante una larguísima media hora la mujer rezó sin descanso pidiendo  a Dios que el desconocido que roncaba a su lado, soñara que se quemaba el meñique de la mano izquierda, pues no se le ocurrió  otro sueño más prometedor y favorable para desbaratar el anterior.  A poco de llegar la medianoche, cuando la luna brillaba en el  centro del  cielo, el hombre se rebulló, chasqueó la lengua varias veces antes de mirarla.
-He soñado que me quemaba el dedo meñique de la mano izquierda.
-¡Es imposible! si es precisamente eso lo que yo he pedido en mi oración. Entonces...- Y no  acabó la frase porque el prodigio  la había dejado sin  palabras, ensimismada en el misterio que acababa de suceder.
Se levantaron ambos, él era un hombre delgado, feo y pálido  y ella era una mujer de escasa estatura,  hermosa y gordezuela.

-Sí-dijo él con tono inexplicablemente sosegado-  lo hemos conseguido,  no me quedaré ciego, sólo el dedo y le mostró el meñique con la uña pequeña y recomida. Ella miró el dedo, nudoso y torcido sin abrir la boca. 

-Gracias, mil gracias, jamás podré olvidar lo que esta noche ha hecho por mí-
Así se despidió el hombre, con reverencias, sin darle la espalda mientras caminaba hacia atrás. Cuando llegó al paseo asfaltado, echó a correr perdiéndose en las sombras de una calleja que subía a la iglesia. 
La mujer normal respiró hondo con los ojos cerrados y luego emprendió la vuelta a casa.