domingo, 11 de noviembre de 2012

La lección justa







La escritura es una radiografía de la personalidad de quien se atreve a contar  una historia, no importa si en clave costumbrista, elige la experimentación o se aferra a un género pautado, como puede ser la novela negra.   En cuanto  se han leído unas cuantas páginas aflora la identidad del escritor, incluso me atrevería a decir que podemos seguir el rastro de sus fobias y filias en los personajes que inventa.  Con buen ojo y afición, es posible  detectar  al escritor inseguro, ese que intenta caer bien a casi todo el mundo, que mide sus palabras para no significar una molestia para nadie,  convencido de que el camino de la aceptación de editores y críticos le abrirá  las puertas de  la fama y el  dinero.  Algunos autores de esa clase triunfan, en el sentido de recibir la atención de los medios de comunicación,  participar en tertulias y leer el pregón de las fiestas de su pueblo pero, sobre todo, alcanzan su objetivo cuando el vecindario  se dirige a ellos como gloria de las letras.  Y son felices, a su manera, como  las familias felices de Tolstoi en el primer párrafo de Anna  Karenina.  

  
¿Es malo pertenecer a tal estirpe de escritores de entretenimiento, de  identidad  literaria indefinida, sin marca personal?   Pues como en el chiste, no es bueno ni malo, es hacer uso de la palabra escrita para  fines comerciales sin que el fantasma, el espíritu creador se nos aparezca para comunicar  algo que hasta entonces nos era desconocido.  A veces el  escritor comercial, el que vende libros como rosquillas,  tiene un poderío  tal que aunque escriba  un folleto de propaganda deja una impronta inolvidable.  Es como esa gente estilosa, la que con un pingo por ropa y sin peinar, sigue siendo distinta al común de los mortales.



Lo anterior viene a cuento de un escritor al que vuelvo una y otra vez.  Robertson Davies,  exitoso, erudito sin ínfulas ni pedantería, perspicaz e irónico. Un sabio que no pierde jamás el tono que caracteriza a los grandes narradores: cuenta historias con un perfecto control del tiempo y del ritmo, las escenas y los personajes se convierten en carne y hueso para que comprobemos,  por nosotros mismos, que la verdadera creación requiere facultades que  muy pocos poseen.  Robertson Davies lucía pinta de patriarca bíblico, su presencia física era imponente, de aspecto victoriano y con una mirada inquisitiva que acoquinaba.   



La trilogía de Deptford fue la primera que leí: El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios; luego, La trilogía de Cornish: Ángeles rebeldes, Lo que arraiga en el hueso y La lira de Orfeo. Por último, la Trilogía de Salterton: A merced de la tempestad, Levadura de malicia y Una mezcla de flaquezas.

En todos sus libros es patente que poseía una vasta cultura, imposible de disimular y un perfecto  conocimiento de las grandezas y debilidades humanas. Su visión del mundo es la de quien  todo lo ha vivido y experimentado sin perder la confianza en la inesperada revelación, en un instante, pues así es como suceden los destellos transformadores,  de que  la vida  es un haz de luz que podemos dirigir hacia nosotros mismos.  Era canadiense, fortachón, actor en su juventud, estudiante en Oxford, periodista, hombre afable y un escritor de primera.