¡Qué tiempos espléndidos ha vivido la humanidad! Sí, no todo fueron tinieblas y barbarie. Hubo momentos históricos que propiciaron la construcción de sociedades más tolerantes y ricas, aunque más tarde, guerras, dictaduras y totalitarismos destruyeran los avances. Parece que estemos bajo el influjo de una maldición: la que impide que la prosperidad y el progreso dure más de medio siglo.
Nos preceden hombres y mujeres que influyeron en los movimientos abolicionistas de la esclavitud, del trabajo infantil y de la trata de mujeres. Personas que se comprometieron hasta la raíz, que perdieron vida y patrimonio en la lucha por el sufragio universal, por la mejora de las condiciones a sociedad más justa e igualitaria. Pensadores cuya defensa abarcaba la condición universal del ser humano.
Qué adorable y aleccionador leer hoy, desde este territorio en el que vivo, las palabras de Benjamín Constant. "Sea el ser humano salvaje o civilizado, posee la misma naturaleza, las mismas facultades originarias y la misma tendencia a emplearlas"
¿Qué quería significar Constant? Que la base del progreso humano descansa en el desarrollo de libertades y derechos que no distingue lugar de nacimiento o residencia, ni cualquier otra condición que no sea la naturaleza humana para ser reconocidos.
Hay que retomar esta pasión por el concepto de igualdad, contraria a la presunta desigualdad -y consiguiente desprecio- de quienes no pertenecen a determinada comunidad, lingüística, étnica, etcétera.
El principio de igualdad es el primer mandamiento humanista; el segundo, abolir la instrumentalización del otro. El uso de las personas para defender una idea abstracta, por ejemplo, una bandera, porque es intolerable sacrificar a la gente para la defensa de un símbolo, idea o ideología.
El amor es el valor más elevado de las sociedades humanas, escribió Constant: "Una palabra, una mirada o un apretón de manos siempre me ha parecido preferibles a toda razón y a todos los tronos de la tierra".
El amor -aprecio por el otro, afecto y respeto- es la energía principal entre las personas, pero también ha de alimentar la vida pública. Si rechazamos utilizar a las personas para fines particulares o generales, si no olvidamos que las instituciones políticas están al servicio de la gente, y no a la inversa, quizás la política deje de estar habitada por individuos infantiles, narcisistas que son capaces de cualquier cosa con tal de salirse con la suya.