sábado, 23 de abril de 2016

Azar, el desenlace del argumento

Marilena Preda Sanc. Globe, 1999. Bienal de Bucarest


Creo que fue el escritor Julian Barnes quien defendió que el uso del azar, ese recurso que ata cabos inverosímiles, estropea un buen argumento. Acabo de comprobar que  su novela, El loro de Flaubert, arranca con la coincidencia de dos bibliófilos que se disputan el libro Recuerdos literarios, de Turgenev, y cómo esa casualidad dirige la atención hacia unas cartas, setenta y cinco, escritas por Flaubert y una joven institutriz inglesa.

Julian Barnes, quizás estoy equivocada y no es el autor de esa frase, fue pródigo en reunir coincidencias en el tercer capítulo de El loro de Flaubert. No desmerece la novela que el azar aparezca para unir intereses intelectuales y servir de pretexto para la historia.

Se trata de ficción no de atestados judiciales, y en todo caso, ¿por qué las  coincidencias, por muy enrevesadas que sean,  malbaratan una novela?  En la vida hay circunstancias tan insólitas que parecen inventadas por una mente paranoica, y si alguien lo duda que repase la prensa de estos últimos meses. La realidad política y social es un argumento descabellado y delirante.

La casualidad, lo inesperado, aquello que cambia el destino de una persona es una típica y recurrente fábula para ilustrar la fragilidad humana. Ya lo sabemos, no somos nada y dependemos de sucesos que están fuera de control. Nos sentimos ávidos del conocimiento de la verdad que oculta la ciega lotería de la vida. Quizás esa sea la única razón de la literatura: la búsqueda de los resortes misteriosos que atraen asombrosas casualidades, esas que determinan la suerte o desgracia.  

Los buenos escritores ayudan a comprender el mundo, lo visible e invisible. Somos nuestros vínculos, pero conocemos de ellos un ínfimo catálogo. Cuando el libro que leemos  pone a nuestra disposición una rendija de claridad para reconocer los hilos, los zurcidos y bordados de los que estamos hechos, esa literatura se convierte en una sublime coincidencia. 


Fuente Vintage-spirit.blogspot

No me molestan las casualidades que redondean una historia, ni las califico de incongruentes cuando sirven de candil para mostrar aspectos de la realidad que, sin esa luz, no veríamos. Y, desde luego, el escritor benéfico es el que se atreve a indagar, a desafiar el sentido común y los tópicos con la intención de unir -y dar significado- a los fragmentos dispersos. 

De la búsqueda de coincidencias no hay que abusar. Podemos acabar majaretas. Ni en literatura ni en la propia vida, porque la característica principal de las coincidencias, de los hechos que disparan la euforia porque confirman una intuición o revelan un misterio, es que actúan por sorpresa, sin mediar acción alguna por nuestra parte. Menos mal, de lo contrario hace siglos que el azar sería una marioneta en nuestras manos y no al revés.       

    
           

 



 

domingo, 13 de marzo de 2016

Manías y desastres


Los amantes, René Magritte


Yo no sé si existe, seguro  que sí, un tratado que describa y  nombre un trastorno que consiste en ver en una conducta humana un personaje literario. Según he leído por ahí, es inagotable la capacidad social-y farmacéutica-para psiquiatrizar las clásicas manías de toda la vida. Así que doy por hecho que tengo un trastorno susceptible de corregir. Pondré un ejemplo de mi detestable comportamiento.

Si mi amiga X me cuenta que sale con fulanito desde hace diez años, y que le gustaría, mejor dicho, se pirra, por  compartir nevera, fines de semana y armarios con él, pero que la cosa está un poco verde porque su zangolotino acompañante tiene miedo al compromiso, mi contestación es la siguiente: 

_Estás con un Marcher, y esa clase de individuos son pusilánimes, cobardes camuflados, de quienes no hay que esperar nada bueno, salvo disgustos y que su labia nos provoque descuelgue de comisuras, ojeras y hasta dermatitis del pañal, si me apuras.     

_Pero es tan inteligente y se siente tan culpable... tiene sus razones, sufre más que yo, mira qué te digo. 

_Pues por eso, es urgente darle esquinazo cuanto antes. Voy a traducir sus excusas. Miedo al compromiso  significa: yo estoy bien y  no  tengo intención de romper, sigamos así porque yo no necesito afianzar vínculos contigo ni con nadie. Vivir en la superficie, sin riesgo, pasión ni pérdidas, ni olvido, es su lema, como aquella canción de Sabina.       

Esta conversación, que se repite desde hace un lustro, no tiene efecto alguno sobre mi amiga porque ya está hecha a una relación seca y estéril. Se conforma con abrazar el miedo de un individuo. 

Hace poco me preguntó quién era Marcher. A estas alturas, pensé, la infeliz quiere saber quién es el referente de su enranciado novio. 



Le dejé a mi amiga el relato de Henry James, La bestia en la jungla

_Te presento a Marcher, el hombre sin atributos vitales. Y ella, la protagonista, podrías ser tú.Eres tú, la mujer que consume su existencia detrás de la ventana. Siempre a la espera de quien es incapaz de querer a nadie, del hombre que no toca el barro humano parar evitar  mancharse los zapatos. 

Pensé que la lectura de ese perfecta crónica del egoísmo y la cobardía causaría el efecto de una revelación, una especie de relato sanador que le curaría de su ceguera, pero  todo lo que dijo al devolver el libro fue:

_Se parece a nosotros como un huevo a una castaña. Desde luego, hija mía, qué poca sensibilidad tienes con las amigas.Prefiero Los puentes de Madison

La bestia en la jungla, de Henry James,  relato de dos vidas echadas a perder por seguir el impulso de huida en los asuntos del corazón, que son todos los que importan de verdad. 
También se puede leer como una fábula social, en la que un inane confina en la desgracia a sus semejantes cuando decide no involucrarse en el sufrimiento humano.        
 


         
                 

domingo, 31 de enero de 2016

El juego de la ilusión




Hubo un tiempo en el que el Debate dirigido hacia la pomposa búsqueda de la Verdad –incierta y provisional-congregaba,  divertía y enseñaba al público algo de provecho para la vida práctica y/o contemplativa. No se negaba la participación a quien tuviera algo que decir sobre el asunto. En aquella remota época,  imaginamos la Grecia clásica de los escépticos, quizás en Mesopotamia, en la China donde creció Confucio o en  India de Buda, la dialéctica servía -y sirve-de eficaz mecanismo para desarbolar falacias y demostrar  que se puede defender, con argumentos  lógicos,  una cosa y su contraria.


Juan Arnau publicó en 2008 El Arte de probar. Ironía y lógica en India Antigua. Fondo de Cultura Económica, 2008.   Aunque tiene las hechuras y apariencia de un texto académico, es lectura agradecida al alcance de cualquiera que quiera acercarse a la Filosofía de tradición budista e hindú, para conocer la escuela de los Vitandines, dedicados a destripar razonamientos lógicos con el fin de evidenciar la debilidad de todo argumento. 



Gracias a Juan Arnau conocemos a los seguidores del  filósofo Ngarjuna, quien  se complacía en debatir sin afirmar jamás. Pretendía demostrar que la realidad es una ilusión y que el poder persuasivo, tan querido por políticos y medios de comunicación,  radica en que sus destinatarios ignoren el mecanismo, el truco sobre el que construyen sus afirmaciones. Es en el misterio y la ignorancia donde se despliega su efectividad, tal como actúa la magia del Circo y el Teatro, espectáculos en los que reconocemos  la urdimbre del engaño.        

La lectura de El Arte de probar es un  tratamiento muy efectivo para resucitar neuronas, tan maltratadas por el griterío político y mediático. Peor que el cambio climático (caso de que tal anuncio sea cierto) porque nos están matando la capacidad de pensar por nosotros mismos, y es una contaminación de cadencia lenta, al estilo de   Kill me softly  with his song, aquel éxito de Roberta Flack.



Para quien no pueda leer el libro, aquí dejo el enlace de la conferencia  en la que Juan Arnau habló de los Vitandines, fue en  Casa Asia, el 29 de enero de 2009

El autor dedicó la conferencia a la memoria de José Luis Giménez Frontín. Merecido recuerdo para quien tuvo la perspicacia intelectual y sensibilidad sobrada para  animar la vida cultural de Barcelona durante años. Una época, ahora añorada, en la que, como en los chistes de Gila, alguien podía decir algo -inapropiado con la versión oficial- desde lo altura de la tramoya sin ser defenestrado del debate público (y que pareciera un accidente).