El día de sant Jordi, camino de la caseta donde firmaba libros un amigo, tuve que sortear una larga cola que me impedía avanzar hasta mi destino. Era tal la muchedumbre que me rendí, dejé de luchar, desistí de avanzar con mi ritmo habitual. Mientras me movía con pasito corto, le pregunté a una señora que quién firmaba allí, la de la tele, me contestó. La princesa del pueblo. ¡Oiga, pero es que ella también tiene derecho y escribe de sus cosas! La aclaración vino a cuento, presumo, porque mi expresión no le gustó. Señora, todo el mundo tiene derecho, efectivamente, y esa princesa vende su producción escritoril con gran éxito, como es de ver. ¡Ah, bueno, si es así!
Con el perdón de la señora que esperaba la firma de la escritora venerada, esquivé cientos, miles de personas hasta llegar a la Rambla de Cataluña, la cabeza me daba vueltas con el asunto sant Jordi, fiesta cívica ejemplar, prueba de amor y respeto por la lectura y etcétera.
Otros años he pasado el día fuera de Barcelona, en jacarandosa celebración del cumpleaños de una persona muy próxima, lejos del ritual de las masas, por lo que esa congregación multitudinaria de fieles de la cultura me dejó boquiabierta. No sé qué me pasó, tenia pinta de estar bajo los efectos de un trance, porque me dio por recordar títulos de novelas que leí hace años: La reunión tumultuosa, del malogrado Tom Sharpe; La Marcha Radezsky,de Joseph Roth; La Guerra de las Galias, de Julio César; Manual del superviviente, que no recuerdo el autor porque lo regalé a los boy scouts de mi pueblo y Los conquistadores de lo inútil de Lionel Terray, un alpinista extraordinario por el que hubiera hecho cola, incluso habría mordido y arañado con tal de contemplar su rostro curtido y arrugado. Soy tímida y creo que no me habría atrevido a pedirle una dedicatoria.
Dicen que nuestros pensamientos, las ocurrencias, reflejan el estado mental, y desde luego, esa tarde mi mente trazaba un paralelismo de la calle que pisaba con las grandes hazañas de la humanidad, algunas bélicas, qué le vamos a hacer; manifestaba mi deseo de salir de allí a toda pastilla, pues los movimientos de multitudes siempre me han producido repelús. La culpa de este trauma la tiene mi tía, ahora monja tibetana, que me obligó a ver El doctor Zhivago y Los Diez mandamientos a la tierna edad de once años y en una misma tarde noche. Dos películas en las que las escenas de gentío son apabullantes. Quizás a ella también le afectó y por eso vive hoy en Buthan, en compañía de dos yaks.
De los muchos escritores que firmaban libros, a los que ni siquiera pude vislumbrar, los había con oficio, como Eduardo Mendoza, pero otros, pobrecillas mías, son los sobrevenidos, personas a quienes la literatura no les repapila (Según la Rae, repapilarse: rellenarse de comida, relamiéndose con ella)
Quiero decir que el escritor sobrevenido escribe por mor de la oportunidad de ganar un dinero extra gracias a la fama -tan efímera- o bien, por afán de notoriedad, para chulear entre el vecindario; también por la vanidad de ver su nombre estampado en un libro, por último quienes pagan por autodenominarse escritores pero no atinan a saber en qué consiste la cosa. No importa qué les empuja a escribir, ni soy yo nadie para juzgar los motivos, el porqué sí y el porqué no, la cuestión es que si se empeñan en escribir deberían hacer caso de un consejo, no es mío, atención, sino de dos escritores de probada solvencia: Flaubert y Valéry, hay otros pero por ahora vamos a quedarnos con los franceses.
La frase perroquet, sería, por ejemplo: Llovía y el barón de la Fleur fanée dejó su sombrero en la silla de madera de peral, tapizada con raso veneciano en cuyas aguas retozaban tres flamencos*.
¿Que efectos tienen las frases loros en un texto? pues que aburren, no añaden sentido a la historia, banalizan y son puro relleno para llegar a un número de páginas predeterminado. Se puede distinguir una obra maestra de un catálogo de colchones con pretensión de novela erótica, por el número de frases anodinas, repetitivas, carentes de sustancia. ¿Quieren hacer la prueba? Abran un libro al azar, lean una frase cualquiera, hay que repetir la operación media docena de veces, sin son más de tres las frases loros, se cierra el libro para dejarlo donde estaba, y así hasta dar con uno que tenga lo que ha de tener.
Voy a demostrarlo. Un momento, por favor. Aquí está, tengo entre mis manos un libro, abro y leo:
La sensibilidad -más frágil- de Federico se rompió primero. Después de cierta escena violenta, gritó , como gritan los panaderos al sacar del horno el último panecillo:
-¡Hemos terminado!
Ahí lo dejo, quizás en la próxima entrada, si nadie lo ha adivinado, descubra al autor de estas frases que como puede apreciarse, están en las antípodas de la escritura hueca.