Barco de mariposas, Vladimir Kusch. |
El 1 de enero inauguraré mi agenda de tapas plastificadas y con goma. No es una Moleskine, tan de moda ahora, es una agenda barata que me ha costado 6 euros. Escolar, práctica, con las lunaciones, las equivalencias con el sistema métrico decimal y las distancias kilométricas entre las principales ciudades europeas. No he usado jamás esos apartados tan útiles, pero me gusta que los tenga. La agenda es de fácil manejo, cabe en casi cualquier bolso porque no mide más de diez centímetros. A principios de año anoto un deseo, en la primera página y a lo largo de los doce meses escribo de vez en cuando si el deseo se acerca o aleja y qué expectativas tiene de cumplirse. Hasta la fecha no se ha cumplido ningún deseo -hace diez años que inauguré la costumbre- circunstancia que al principio me cabreaba y hoy me parece una suerte enorme. La vida está llena de paradojas.
G.K Chesterton escribió en 1904, el 1 de enero, cuarenta y ocho propuestas para el año nuevo, conocemos las dos primeras: no escribir sobre el año nuevo y retirarse a un monasterio para el resto de su vida. Ya de buena mañana del 1 de enero, traicionó la primera y la segunda quedó en agua de borrajas; de las cuarenta y seis restantes no sabemos nada. Reflexionaba Chesterton sobre las divisiones arbitrarias del tiempo, al que imaginaba como una serpiente infinita a la que hay que darle tajos para que nuestros sentidos tengan la oportunidad de percibir la finitud del tiempo humano. Proponía una campana, un tilín, una alarma que nos avisara cuando estuviéramos en pleno disfrute de los placeres cotidianos. Una voz que nos dijera: faltan tres minutos o una hora para que se acabe lo bueno.
Detalle de Música para la danza del tiempo de Nicolás Poussin. |
¿Sería un sinvivir? pues quizás al principio, pero luego nos esforzaríamos por exprimir hasta el último instante la oportunidad de disfrutar de un charla con amigos, de un granizado de café en una terraza de verano, de un baño en una cala de Cadaqués o de un paseo por el campo. La puñetera campana tañería para sacarnos del gozo y devolvernos a la vida gris y autómata, pero habríamos ganado consciencia de nuestros actos y de lo bien que lo pasamos tantas veces al día, un bienestar que vuela sin percatarnos y que se mide en segundos o, con mucho optimismo, en minutos.
Según el escritor británico, esa simple advertencia del final de lo bueno, nos provocaría un aumento de las ganas de saborear y disfrutar de la vida. En realidad, Chesterton iba un paso por delante, pretendía que fuéramos conscientes de la muerte - un hecho ineludible- para despertar a la vida y empezar de nuevo todas las mañanas. El 1 de enero, por ejemplo, es un buen día para intentarlo.