Wallace Goldsmith. The Canterville Ghost. Boston 1906. |
Todos los jueves por la tarde acabo
ante el mismo escaparate, ansiosa por descubrir una ganga. Quiero decir que
pretendo un objeto valioso, muy por debajo de su precio de mercado.
No
me interesa un velador -los hay a docenas arrinconados al final de la tienda-;
tampoco espejos –más docenas, algunos de
Art-decó, con azogue y mujer mariposa en los adornos-. Lo que yo busco es
un ópalo transparente engarzado en una sortija. Detrás de la Plaza
Molina, según se baja hacia Travesera de Gracia, subsisten algunos
comercios antiguos que han resistido los últimos cincuenta años sin tocar el
vano de la puerta, ni cambiar los anaqueles sobre los que reposan
mercancías que ya no interesan a nadie, o casi nadie.
El lugar al que me refiero y del
que no voy a dar más pistas, es una vieja casa de dos plantas, en la que reside
una anciana con muy malas pulgas, un carácter receloso que hace muy difícil el
regateo, por no decir imposible. Reconozco que mi interés por su comercio le
mosquea, y es natural que desconfíe pues en tantos años, más de uno
le habrá birlado alguna piez. El último jueves puso a la venta un puñado
de rosarios: de azabache, de boj, de nácar y uno de ámbar. Una rareza rusa,
según dijo a un cliente a quien también interesaban los rosarios, sin perder de
vista las cuentas que movía entre mis dedos.
Es una chamarilería, tienda de
antigüedades, según la propietaria, de objetos viejos, pasados de moda, usados
hace muchos años y que fueron olvidados en un cajón, en el fondo de un armario,
debajo de una cama o en un trastero.
Objetos de los que se deshacen con precipitación los herederos y que la anciana se apresura a comprar al peso para revender sin pasarles la gamuza ni sacarles brillo. Quise comprar el rosario de ámbar con sus insectos prehistóricos cautivos, pero no hubo manera de que quisiera atender mi oferta, con chulería, como si el negocio le fuera a todo trapo, me dio la espalda para sentarse ante la puerta de entrada, sin hacerme ni caso. Hoy he visto mi ópalo, quiero decir mi anillo, sobre el montón de mi colección de postales de islas, dentro de mi neceser de piel de cocodrilo que estaba abierto sin reparo, a la vista de todo el mundo. Cuando he puesto los pies en la tienda, la anciana me ha propinado un golpe con uno de esos periódicos gratuitos que reparten en el metro.
No me ha dolido a pesar de que me ha atizado en la cabeza, al contrario, me ha hecho recapacitar, como si dijéramos, he abierto los ojos a mi nuevo y definitivo estado civil.