viernes, 8 de octubre de 2021

No somos nada


La esperada. Ferdinand Georg Waldmuller, 1860. 


Esta expresión, tópica y mil veces repetida, encierra una gran verdad, yo diría que la única verdad donde echar el ancla sin miedo a equivocarnos. En la nadería de nuestra existencia ocurren cosas, personales y colectivas que nos ponen en el lugar que corresponde: la irrelevancia.  

Hace unos meses que no escribo en el blog porque el no somos nada, pasaba ante mí todos los días para invitarme a callar. ¿Qué necesidad tengo de dar la tabarra en este blog? Cualquier cosa que escriba ya se ha escrito antes y, además, miles, millones de personas, lanzan mensajes en todos los soportes digitales conocidos y no hay público para tanta tontuna. Es asombroso el ruido inmenso que provocamos sin otra finalidad que lograr que alguien se percate de nuestra existencia. Ahí reside el corazón palpitante de esta fiebre por escribir, posar, figurar, darnos a conocer, en definitiva. Afirmamos nuestra identidad cuando alguien nos mira, le interesa lo que decimos e incluso toma en cuenta nuestras palabras. Detrás del ansia en busca de notoriedad y atención creo que hay mucho desamparo vital, incluso si nos rodean personas afectuosas y comprensivas.

Es una teoría personal, sí, pero conozco un caso que demuestra que no voy desencaminada. Existe una persona joven que  conocí hace poco, a quien las redes sociales y el trasiego digital le produce aversión. En consecuencia, usa un teléfono móvil que solo permite llamadas y, desde luego, en su casa no se engancha a internet. ¿Quién es este tipo raro? Pues un joven de veintisiete años, matemático de profesión y músico aficionado. Cuando le pregunté sobre los porqués de su desconexión, su respuesta fue  un  para qué. Me dijo que no hay nada interesante que enseñen las redes, mucho menos el raudal de información que cambia a cada momento. Los algoritmos actuales con los que trabaja  internet, desde la publicidad dirigida a la jerarquía informativa,  tienen como finalidad crear adicción. En cualquier lugar donde haya gente sentada, las cabezas inclinadas sobre la pantallita del móvil son el paisaje habitual. Pues es verdad, tuve que reconocer, él siguió ilustrándome, mientras caminaba a mi vera. 

Lo diabólico de internet es que entretiene las veinticuatro horas del día, nos mantiene en un estado de atención que es malsano porque está enfocado a eliminar el pensamiento reflexivo, por lo tanto, la capacidad crítica. Sin contar con la angustia que provoca a quienes buscan una respuesta rápida a sus mensajes y creaciones audiovisuales, le repliqué convencida de que me hallaba ante un visionario y que era preciso estar a la altura de sus inteligentes observaciones. Debajo de las capas de datos e imágenes, no hay nada, solo ruido y furia.

Caray, le contesté, has citado a Shakespeare, me miró interrogativo, añadí, sí, él escribió: la vida es un cuento contada por un idiota lleno de ruido y furia que no significa nada. Es una frase de Macbeth. De acuerdo, nunca he leído a Shakespeare, contestó, pero seguramente esa frase la han dicho millones de personas antes y después de él. Es puro sentido común, remató. 

Si yo fuera una mujer consecuente, pues estoy de acuerdo en todo con el joven matemático,  debería poner punto final a este blog y salir de los grupos de whatsapp en los que participo; incluso, por coherencia, me daría de baja en el correo electrónico. Sin embargo, sigo aquí, porque si nada somos, quienes están detrás de los cerebros digitales son también insignificantes, y como nosotros, atravesarán el tiempo para diluirse en la nada.       


    

domingo, 13 de junio de 2021

Hola, Jane y Anna

 







Desde hace unos días ando un poco despistada, algo más de lo que es habitual en mí, casi había olvidado este blog hasta ayer, cuando una buena noticia me sacó la tontería de golpe. Tengo un buen motivo para escribir aquí. He recibido Las cartas olvidadas de Jane Eyre y Anna Karenina, editado por Funambulista. La literatura es el elixir de la eterna juventud, cada lectura resucita los personajes que viven entre sus páginas. Anna Karenina, sin permiso de Tolstoi, escribe a la escritora  Charlotte Brontë porque admira a Jane Eyre y desea ser amiga de la escritora. La respuesta a su carta viene de la mano de Jane y, como aquello que imaginamos y escribimos sucede en el universo mental, tan real o más que la realidad material, hete aquí que ambas atraviesan los años más significativos de sus vidas novelescas, con un pie fuera del argumento de sus creadores. Intemporales, inteligentes, indómitas y, a ver qué se me ocurre para cerrar con otro adjetivo que contenga el mismo prefijo, sí, Jane y Anna son inolvidables. 





domingo, 4 de abril de 2021

La docta barbarie



La barbarie significa falta de cultura y civilidad, según la Rae; también, fiereza y crueldad. Docta barbarie es una expresión absurda porque si es lo primero, no puede ser lo segundo, de acuerdo a la voz  principal del diccionario. Quien inventó este broma semántica  fue un hombre que escribió  para sí mismo  como diversión y sin pretender pasar a la posteridad. Ni siquiera publicó nada en vida y fueron dos amigos quienes se empeñaron en publicar los aforismos, observaciones y bromas literarias de Georg Christoph Lichtenberg (1 de julio de 1741-24 de febrero de 1799)*. De las notas biográficas sabemos que fue profesor de física en Gotinga, investigador notable y escritor de pluma irónica que se divertía señalando las paradojas de la realidad. 

La docta barbarie es uno de sus aforismos y  si lo traigo hasta aquí es porque mi experiencia vital me confirma la verdad de este sinsentido. En el primer año de pandemia y vacunas, ansiamos conocer la voz de los doctos, anhelamos escuchar voces competentes que informen sobre el maldito virus y sus terribles consecuencias; que nos expliquen con datos, estudios  comparativos y objetivos sobre la conveniencia de las vacunas, los confinamientos sanitarios, las mascarillas, las cuarentenas.  Sin embargo, entre tanto ruido y cacofonía, algunos doctos se han convertido en figurantes de criterios políticos veletas que cambian a menudo de enfoque sanitario. Unas veces para contentar a tal o cual gremio; otras ,y como recurso desesperado, para parchear el desastre económico.  Para confundirnos aún más, nos enfrentamos a la barbarie de doctos que han sacrificado las búsqueda de la verdad por intereses espurios, sin duda  más rentables que investigar con el único afán de saber más y sanar o aliviar al enfermo. 

Nos hemos quedado huérfanos, ahogados  por un maremoto de propaganda y desinformación constante que nos deja sin aliento. Seamos responsables y cumplamos las instrucciones, y así lo hacemos la mayoría. Salgo de casa con mascarillas de repuesto, por si pierdo la que me emboza; intento no acercarme a la gente a menos de dos metros; he eliminado de mi vida las reuniones con amigos y familia. Quiero vacunarme, sí, pero las noticias sobre los efectos de la que me toca por edad: Astrazeneca, me despierta dudas razonables sobre su seguridad en mi organismo.  

Esta Semana Santa me he quedado en casa, ni siquiera he dado vueltas por mi comunidad, no fuera que por mi culpa alguien se contagiara, aunque no estoy enferma, pero quién sabe si no soy asintomática. En los paseos por el campo que se extiende cerca de casa o cuando tomo el sol en el patio, me pregunto cómo hemos llegado a esta situación. Tenemos la tecnología más avanzada que ha conocido la humanidad, los medios de comunicación más poderosos, la capacidad de relacionarnos como nunca antes  y,  a pesar de todos estos avances, vivimos en la ignorancia más absoluta en relación a la peste que esta transformando el mundo y que experimentamos en directo. La TV fumiga sin parar sentimentalismo que en nada ayuda a comprender si el virus seguirá con nosotros o alcanzaremos pronto la inmunidad. ¿Regresará la vida sin tutela en la que cada cuál asuma los riesgos que implica la libertad? ¿Cuándo llegaremos a la inmunidad de rebaño? Al rebaño sí, en él estamos, el resto de interrogantes quizás tenga respuesta en los próximos años.    




              

*Aforismos, Georg  Christoph Lichtenberg. Edición de Juan José del Solar, 1990.Edhasa

miércoles, 3 de febrero de 2021

¿Atrapados en el bucle?

  


                                               



Parece que está todo dicho desde hace más dos mil años. Quienes nos precedieron conocían el carácter volátil y caprichoso del ser humano y cómo, las civilizaciones, acaban por sucumbir enterradas en sus ruinas. El esplendor cae para dejar paso a tiempos oscuros. Así ha ocurrido siempre, ¿podría ser distinto ahora?

En la autobiografía de Stefan Zweig, El mundo de ayer,  leemos: "...por mi vida  han galopado  todos los corceles  amarillentos del apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes, el nacionalismo, que envenena al flor de nuestra cultura europea".*  

Su reflexión se detiene en el sentimiento de euforia ante los mayores avances tecnológicos de la humanidad. Maravillados por la llegada de la luz eléctrica, la radio, el teléfono y tantos otros  progresos,  su generación creyó en la imposibilidad de nuevas guerras en territorio europeo y por extensión en todo el mundo occidental. Ya sabemos -y él lo supo  mucho antes- qué  fácil es engañarnos a nosotros mismos.

Esos días releo su autobiografía y me asombra la perspicacia y sus emociones tan cercanas. El escritor, confinado en una habitación de hotel, en tierra extraña, desposeído de todo lo que un día tuvo, nos regala su legado, la memoria, los recuerdos de aquel tiempo de euforia y posterior descalabro social y moral.

Hoy, 3 de febrero de  dos mil ventiuno, los jinetes del apocalipsis siguen con nosotros. Intuimos un paisaje hostil y, como en las guerras que no padecimos, nos levantamos todos los días con el recuento de contagiados y muertos. Sin embargo, nada es más letal para el ser humano que la pérdida de esperanza, recobrarla es requisito imprescindible para conjurar el mal. La luz, energía creadora del Universo es  más poderosa que las tinieblas, Mozart no podía estar equivocado y yo creo en él.       

  

            



* Stefan Zweig, El mundo de ayer. Editorial Acantilado.Traducción de J.Fontcuberta y A.Orzeszek

 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Invierno 2031



                 Hubo una vez, en un planeta remoto en el tiempo y en el espacio, ciudades y pueblos en los que sus habitantes se afanaban todos los días en sus obligaciones. Las calles, sobre todo en las grandes ciudades, estaban en aquel tiempo atestadas de paseantes, gente que transitaban de un lugar a otro. En las viejas ciudades del pasado, todas parecidas, las personas aspiraban a alcanzar la ancianidad protegidos por el ahorro acumulado, protegidos por la pensión que esperaban recibir por una vida de trabajo. Suspiraban por la jubilación y los beneficios que el Estado proveía a sus ciudadanos, en recíproca contribución por el dinero que durante la actividad laboral habían aportado. Trabajadores por cuenta ajena, patronos, artistas, personas de todos los  oficios y actividades conocidas levantaron Estados y forjaron una sociedad en la que miles de funcionarios velaban por mejorar la salud y asistir a los ciudadanos en los desastres personales y colectivos. El estado del Bienestar, así se conoció esa época, duró apenas seis décadas en Occidente. 

                En el siglo XXI, en el año 20, en cronología terrestre,  un virus rebelde a tratamientos y vacunas apareció en escena. La epidemia destruyó en pocos meses  la actividad comercial y económica, el orden internacional se tambaleó mucho más rápido de lo que nadie pudo imaginar. En los años treinta, solo diez años después de la aparición del virus, el mundo se había transformado en una sociedad con un solo gobierno planetario que dictaba las instrucciones, de obligado cumplimiento, para los cuatro mil millones de habitantes. La caída de la demografía, el desarrollo tecnológico, la inteligencia artificial, las ciudades vacías, los edificios abandonados y ruinosos dibujaban un paisaje melancólico, irreal para los más viejos que aún recordaban el mundo anterior. Sin embargo, la  humanidad superviviente aceptó de buen grado la desaparición de la vida social y familiar; la reducción del trabajo a unas escasas horas semanales, la renta básica en dinero digital que aseguraba la subsistencia de los habitantes del planeta conformaba a la mayoría. 

                 El desarrollo de la vida virtual, cada vez más sofisticada, hacia innecesaria la presencia física. Los hologramas, representaciones personales indistinguibles de la realidad, interactuaban, según un patrón social amigable diseñado para la felicidad. Los escenarios eran lugares que reproducían a la perfección  paisajes de antaño donde siempre lucía el sol. La actividad social fuera de las cuatro paredes de la vivienda era rara e inusual y requería un permiso de las autoridades. Los humanos se habían convertido en residuales e innecesarios para el progreso de la civilización terrestre. Llegó el tiempo de los robots humanoides, miles de veces más rápidos, eficientes y duraderos que sus inventores biológicos. La Tierra del año 2031 celebró  el solsticio de invierno, con una celebración universal en los salones planetarios virtuales. Los hologramas brindaron por la paz mundial y la estrategia contra el virus, en camino de ser vencido. Algunos de ellos se enamoraron, dos hologramas se besaron en directo. Una anciana de noventa años, desconectada de la red, ajena a la celebración, sola en un rincón no identificado de la costa mediterránea, abrió la última botella de champán y brindó consigo misma, era Navidad y empezaba a despuntar el alba.



                             

lunes, 26 de octubre de 2020

Otra voluta improbable

 

 


Hay casualidades que bien parecen el resultado de un juego planeado por una inteligencia caprichosa e insensible, aunque algunas veces decida  gastarnos una broma y parezca que se apiada de nosotros. Cuando leí  el relato de Tsevan Rabtan en la revista Jot down  https://www.jotdown.es/2016/08/una-voluta/ pensé que lo más increíble que podamos imaginar es susceptible de ocurrir. No sé si en este universo o en otros. 

En el relato fascinante  y verídico de Rabtan,  donde da noticia de un  accidente de aviación en el que viajaban un famoso boxeador francés y también dos hermanos, violinistas destacados que iniciaban una gira por Estados Unidos y Canadá:  Ginette y Jean Paul Neveau.  El 28 de octubre de 1949, el avión se estrelló cerca de las Azores, no hubo supervivientes. Los músicos  llevaban  dos instrumentos valiosísimos, un Stradivarius  y un Guadagnini.  Los violines eran bien conocidos por un  lutier, Étienne Vatelot, quien tiempo más tarde reconoció  los dos arcos que fueron encontrados casi intactos. 

En cómo llegaron  los arcos hasta el lutier reside una parte del interés de esta historia. La peripecia de los violines tuvo un final asombroso. En el año 1982 en un programa de la televisión francesa, en el que estaba presente el lutier y se homenajeaba a los violinistas, el pianista Bernard Ringeissen, presente en el estudio, quiso  enseñar una voluta de violín que un pescador portugués encontró y le regaló años antes. La emoción y las lágrimas asomaron a los ojos del lutier, esa voluta pertenecía al violín Guadagnini  propiedad de Ginette Neveau.

Nos parece raro, incluso sospechoso que se produzcan estas improbables casualidades, pero ¡ay, amigos, existen! Yo misma he vivido varias a lo largo de mi vida. Contaré la última. A principios de  octubre  caminaba por Paseo de Gracia, cuando me llamó la atención una mujer tumbada en un banco. Acurrucada en su manta de dibujo de leopardo, miraba pasar a los pocos que transitábamos a esa primera hora de la mañana. Gritó mi nombre, cuando me acerqué  se echó a mis brazos, olía a patchulí y  no lucía mascarilla. 

No la reconocí, pero ella a mí, sí. ¿Cómo era posible si las gafas de sol y la mascarilla camuflaban mi cara? Me pidió que me sentara a su lado, le propuse  invitarla a un café en una de las terrazas que aún quedan abiertas en el paseo. Dobló la manta, la metió en un carrito de supermercado que tenía al lado con sus pocas pertenencias y, dicharachera e indiferente a  su pobreza, me contó que desde hacía tres meses  vivía en la calle. Intentaba ubicarla en mi vida pero no había manera. Sí, su voz era familiar y las anécdotas que relataba en ristra sin parar, entrecortada por las risas, las viví en sus más tontos detalles; la gente de la que hablaba eran también mis amigos y parte de mi familia. Aquellas escenas en los veranos de mi juventud eran un calco de lo que conservaba en mis recuerdos

Me dolía preguntarle quién era, pues cuando alguien  da prueba de conocernos, nuestra ignorancia se convierte en un insulto. Al fin, me atreví cuando se zampaba el último bocado de cruasán. ¡Que quién soy, no me fastidies, soy  tu prima!  Ahí estaba  Elisa, como si un velo invisible acabara de caer, descubrí sus rasgos al instante. Mi prima, la que un día desapareció a la francesa, solo dejó una nota dirigida a su madre, con quien por aquel entonces vivía: no te soporto más, adiós para siempre.  Años más tarde supimos que  se había instalado en Australia. Luego, una Navidad, su madre nos llamó para decirnos, con la frialdad de un forense,  que su  desagradecida hija  había muerto la semana anterior en un accidente de coche, en Adelaida. Mentira.  

A velocidad de vértigo, recompuse su historia ¡Por todos los santos, qué delgada y  guapa estaba a pesar de la mala vida que da la calle!  Pedimos otro café con leche y más cruasanes. Sin inmutarse me dijo que tenía un don, y que de ese talento secreto  y prodigioso el culpable era  un libro. Echó mano en su carrito, protegido en una bolsa de plástico sacó un libro que reconocí al instante. El Tarot de Mategna, de Raimon Arola, un tratado de  las cuarenta  cartas dibujadas a mediados del siglo XV que el escritor desvela en su significado y símbolo  más profundo. Aquí viene la primera casualidad. ¡La mañana que relato  tenía una cita con Raimon Arola y Pere Montaner!  Con ellos  había quedado dos horas más tarde  para la grabación de un programa. ¡No, sí! ¡No puede ser!  Estuvimos unos minutos entretenidas con esta sucesión de exclamaciones contradictorias. Esta casualidad me provocó un estado de euforia, común en la gente que tiene la experiencia  de vivir una casualidad más que improbable. Cuando suceden esta clase de hechos que  unen  personas y  acontecimientos en un escenario impensable, es como si se abriera una ventana a lo invisible.




Me señaló  la carta del libro dedicada a Calíope, la musa de la elocuencia y de la poesía. Esa soy yo, me dijo, las páginas manoseadas  estaban llenas de dibujos y anotaciones a mano. Su dedo me condujo  a una frase, una firma y una fecha: Tu verdad es la única verdad. Guillem J, 4 de marzo de 1998 .¡La letra diminuta  pertenecía a quien fue un amigo mío de juventud! Se casaron en Australia y él fue el verdadero muerto en el accidente de coche. Antes de matarse, conducía Guillem, le pidió que nunca  olvidara su don y de pronto se estamparon  contra  un jacarandá.  Hace pocos meses compré un jacarandá para mi patio. Por ahora está más muerto que vivo. Y yo ya no  sé si esto es una trola o toda la verdad.    


sábado, 18 de julio de 2020

Finales Prácticos


El paso de la laguna de Estigia, Joachim Patinir, 1519



¡Cómo nos gustaría poder planificar nuestra vida y dirigirla con buen tino al instante del apagón definitivo! Finales prácticos es el título de un libro de ajedrez de Paul Keres. El análisis sobre las mejores jugadas de aperturas y medio juego captan el interés de todos los jugadores de ajedrez, sin embargo, el meollo de la vida, que es también un juego, reside en salir bien parado del lance vital. Un bel morir tutta la vida onora, escribió Petrarca.  El perfeccionamiento de las últimas jugadas es fundamental y quien se aturulla, precipita o subestima al contrario, perderá  de la peor manera, con vergüenza y desprecio de todo el esfuerzo anterior. 

La muerte deseada es la que ocurre en el silencio de la casa, cuando todos duermen y una leve brisa -o sin ella- se lleva a quien, hasta ese segundo, dormía. Dormir es también una muerte, en este caso transitoria, se desvanece con  el despertar cuando volvemos a la vida consciente. No sabemos que dormimos mientras  nuestro cuerpo y cerebro permanecen ajenos al mundo material que nos rodea. Este mecanismo que se enciende y apaga todas las noches, nos parece de lo más normal y lo es, pero también es un indicio de que la mente recrea territorios ignotos al margen de nuestra voluntad. 

Los  misterios que rodean la muerte humana son tantos, y lo peor, no existe nadie que pueda dar un testimonio fidedigno de lo que nuestra mente consciente barrunta en el último instante. El gran viaje es un asunto que nos acongoja y del que huimos, sin embargo está tan presente en nuestra vida que me parece una mala idea no indagar ni acercarnos con curiosidad ante el hecho que cierra el ciclo vital. 

Estos meses de encierro, y al que parece volveremos pronto, he buscado en la filosofía, en la ciencia, en la literatura, en al arte, en la calle, una visión comprensiva, abierta y desprovista de prejuicios sobre la muerte, la que viene por causas no violentas, invitada por la enfermedad y la vejez.

En los tiempos de epidemia nuestra vida ha quedado suspendida, algunos viven con mucho temor el contagio, otros desconfían de que se tomen medidas porque perciben poco peligro. Detrás de esta amenaza, y de tantas otras,  la muerte sobrevuela nuestras vidas. No hemos entendido que morir es un acto inapelable e improrrogable, nos tocará siempre a pesar de cerrar los ojos, agarrados a un modelo social hedonista y  paradójico. En la mayoría de series de plataformas de televisión, la muerte, en sus versiones más horrendas e inhumanas, divierte, engancha al espectador y, al mismo tiempo, hay un rechazo a conversar sobre ella para entender mejor la vida y aceptar el final. El carpe diem, disfrutar el presente es el código, pocos se atreven a encararse con ella, pretenden ignorar los mil riesgos azarosos que acechan.

¿No es acaso esta evidencia el mejor motivo para dar  sentido a nuestra existencia y dotarla de significado, para nosotros y para quienes nos rodean?  La conversación interior, aquella en la que observamos nuestra existencia y contemplamos sin temor su punto final, es apartada porque este mundo vive en el delirio permanente del presente continuo. Y como afirma Woody Allen, tan atento a la muerte, no estoy de acuerdo con ella, pero es inevitable y por eso quiero entenderla antes de que llegue.