miércoles, 21 de septiembre de 2022

Bienvenido otoño

 

  À bout de Souffle J.L Godard, 1960 



Nunca había deseado tanto que acabara este verano. Y estoy segura de que miles, por no decir millones, celebran el fin de la calor, en femenino, la calor parece más tórrida y bochornosa. Fin de la queja, después de varios meses de no tocar el blog, hoy escribo reconfortada por la perspectiva de que mañana se inicia mi estación favorita. Retomo el blog, aunque lo hago sin olvidar las desagradables palabras de una amiga que la semana pasada me dijo: ¡Ah, pero tienes un blog!¡Qué rancia eres! 

Desde luego, el blog ha pasado de moda y quienes aún lo mantenemos con vida, la mayoría renegamos el tuiteo y la exhibición diaria de nuestras andanzas y cursiladas en otros recursos digitales. Le tengo cariño a este espacio, es como un viejo diario al que le quedan algunas páginas en blanco y en las que, muy de vez en cuando, anotamos al estilo proustiano: esta mañana he visto al tío Ramón en la calle Caspe, está muy desmejorado desde que le abandonó su última amante, la señora Ermelinda.

Y luego está el maledicente comentario de mi primo Salvio:  jamás leo blogs, todo lo que se escribe en ellos me parece un déjá lu.  He de darle la razón porque incluso a mí, tan compulsiva con la lectura, me parece que las novelas que leo ultimamente son un déjà lu. Por ejemplo, este verano  he leído una que empieza bastante bien, con asesinato en la primera página, pero que no pude acabar porque me anticipaba al desarrollo de  la trama antes de llegar al capítulo correspondiente, de manera que me aburrí y acabé abandonándola en una vieja cabina telefónica de la que solo queda el armazón. 

Creo que sacaré la rebequita del armario y daré un paseo otoñal por el bosque, buenas tardes.      


domingo, 22 de mayo de 2022

Conspirar contra Job







El libro de Job atraviesa los siglos sin perder el lustre literario, la historia  que cuenta afecta a los lectores, sean o no religiosos, porque informa de la inseguridad de la vida humana, de su inestabilidad y fugacidad. Nada es para siempre, bienes y vida podemos perderlos en un instante. Es una obviedad, sí, pero pocas veces nos paramos a pensar en la cantidad de energía que empleamos, y desperdiciamos, en atrapar y conservar lo que no nos pertenece.

El argumento del Libro de Job es el siguiente: Dios pone a prueba a Job instigado por un Satanás desafiante, pues afirma que la virtud de Job se debe a su opulencia económica, la buena salud y la  familia gozosa y ejemplar de la que disfruta. Tan seguro está  Dios de la fidelidad de Job que permite a Satanás que le inflija todos los males que una persona puede soportar.  

La respuesta de Job a las innumerables desgracias es el  silencio, ni un reproche sale de su boca. Y ante tal mutismo, Satanás se rinde pues ha quedado demostrado su amor incondicional a Dios, de manera que Job recupera con creces todo lo perdido. 

El final feliz a la historia de Job tiene moraleja: la resignación merece el premio  extraordinario. Sin embargo, esta interpretación tradicional no me parece que responda a la intención de quien escribió el Libro de Job. El relato nos lleva, en mi opinión,  al estoicismo que es la aceptación que implica un sabio conocimiento de la naturaleza de  la vida. Cuando todo está fuera de nuestro control, y lo está siempre, de nada sirve lamentarse y obcecarse en el sufrimiento. Al contrario, la aceptación serena de las  adversidades, nos deja la mente preparada para la reflexión y la acción, en el caso de que podamos remediar algo.

El estoicismo es el apoyo imprescindible para navegar por la vida,  y si hoy invoco El libro de Job es porque he vuelto a leerlo gracias a una página encontrada en la calle. Al recogerla, llevada por mi curiosidad, no me he percatado al principio de que se trataba de una página de la Biblia, el papel era basto y la tipografía tamaño 12, nada del delicado papel con letras capitales de oro de la Biblia de mi madre. La he guardado en el bolso. De vuelta a casa, me he enfrascado en el resto del texto bíblico, y me ha maravillado el relato y su dinámica argumental en boca de los amigos de Job y del propio protagonista.  

A lo largo de la mañana he leído las noticias en internet y  creo que esta página arrancada es una sincronicidad (si hago caso de Jung). Una coincidencia que no sucede porque sí y tiene significado para mí, pues une dos elementos inconexos: la hoja perdida y mi atención sobre ella, ambos constituyen un "acto de creación en la línea temporal" si seguimos con la teoría junguiana.  Así que me doy por avisada.  Guerras, epidemias, el anuncio de próximas hambrunas aparecen en el escenario actual. Lo raro, me digo, es que la página haya caído en mis manos en vez de ir a parar ante los ojos de quienes galopan los cuatro jinetes. Por ahora no entiendo nada y espero otra señal para atar los cabos definitivos.    

                


martes, 15 de marzo de 2022

En el piano bar

 



En un barrio de mi ciudad existe un local  que solo abre un día por semana, los jueves. El lugar es una fantasía, un metaverso, dirían algunos modernos. La entrada está camuflada y el acceso ha de hacerse desde el interior de una escalera de vecinos. Hay un piano y, claro, una pianista. Los sillones  y los asientos de la barra del bar están tapizados de terciopelo azul, raído y descolorido en las zonas de mayor roce. Como digo, solo abre los jueves  de ocho a doce de la noche. No hay tele y está absolutamente prohibido encender los móviles. Si alguien, aunque no me consta que haya pasado, contraviniera esta norma, el propietario le echaría a la calle sin miramientos.   

En realidad hablo de un club privado que apenas llega a los veinticinco socios. El lugar es un  refugio para nostálgicos y amantes de las tertulias atemporales. Otra prohibición es no hablar de política  ni de sucesos de actualidad, así que quienes pasamos por allí los jueves salimos renovados, con la sensación de que el mundo real está entre la vajilla desportillada y la pianista ciega que toca solo lo que le apetece. Otra prohibición es solicitar melodías a la pianista; y una más es no sobrepasar dos unidades de alcohol. Esta última no me concierne porque yo no bebo apenas alcohol, y mucho menos fuera de las comidas.   

Todos los socios nos conocemos desde hace muchos años. El propietario sabe de nuestras preferencias y en cuanto ocupamos nuestros sillones preferidos, nos trae las bebidas habituales acompañadas de almendra saladas y aceitunas. Se sienta un rato con nosotros con intención de participar en la charla, pero enseguida nos deja para ocupar su taburete detrás de la barra. Le encanta entornar los ojos y cuando suena el piano, sigue el ritmo con la percusión de sus dedos.  La semana pasada, por ejemplo, la conversación trató de los futuros viajes en el tiempo, unos decían que no sería posible jamás y otros, defendíamos que quizás ya éramos viajeros sin saberlo. La pianista se arrancó a tocar: Petite fleur. La escuchamos cantar: Cette fleur, plus jolie qu'un bouquet.Elle garde en secret, tous mes rêves d'enfant, l'amour de mes parents…






lunes, 14 de febrero de 2022

La espía rusa

 



Hubo un tiempo en el que leía a Le Carré y añoraba (sin haber tenido la experiencia) la vida de espía solitaria, cínica y con un pasado amoroso desdichado. Esas lecturas tenían lugar en el bus y en el metro. Recuerdo que a los dieciocho años la vida interesante estaba en mi imaginación. Transitaban por mi mente los personajes de las novelas que leía: sufría, me enamoraba, lloraba y reía con ellos. Esta época dorada se acabó, de manera que perdí para siempre la inocencia lectora. 

Me fastidia, pero es un hecho que cuando pasan los años pocas  son las lecturas que nos asombran y conmueven. El déjà vu asoma como un  tic. Todo es previsible, nos percatamos de los trucos argumentales y eso conduce a no entrar  de verdad en el territorio sagrado de la historia que otra persona imaginó y escribió.  

Ahora que estamos ante el relato de una posible guerra en Ucrania y que los rusos son los malos, un esquema  tan maniqueo como falso, de buena gana sería espía rusa. Ni por un momento me gustan las guerras y si esta  estallara,  sería una atrocidad, una desgracia para miles y millones de personas que habitan la zona conflictiva.  

Pienso en los rusos y me viene a la cabeza el sin fin de penalidades históricas que han padecido, pero también la fortaleza de un  pueblo que ha aportado a la cultura universal  obras que definen un espíritu  sensible, comprensivo y compasivo  con la naturaleza humana. Tolstoi, Chejov, Dostoievski, Bulgákov, Pasternak, Svetaieva, Ajmátova  y tantos otros, pintores, músicos, científicos. Me resisto a aceptar que son nuestros enemigos.  


Pertenecemos a la misma cultura humana y ni por un momento los siento ajenos. Si hablara ruso, algo más que unas pocas palabras, ofrecería mis servicios para evitar que Europa se divida -aun más-y que los intereses económicos y geoestratégicos se impongan a la razón pacífica, la que une a los seres humanos en el objetivo de cooperar para el bienestar de todos. Soy pesimista, parece que el mundo está condenado a repetir en bucle la mística bélica, un mal asunto que solo provoca sufrimiento y un regreso a los infiernos. Y comparto la frase de Alice, la que da inicio a la novela de Le Carré (1965), El espejo de los espías: No me importaría ser un peón, si por lo menos pudiera unirme al juego

      

lunes, 6 de diciembre de 2021

2022 Lavandería 24 horas

 

                        

 

La primera vez  que viajé sola en tren, sin la vigilancia de padres o profesores, no imaginaba que  los siguientes trenes en mi vida perderían el halo romántico y ensoñador para convertirse en un tren de cercanías, abarrotado en horas punta y con retraso la mayoría de las veces. 

Ese primer tren a los diecisiete años provocó en mí un efecto profundo y duradero, de manera que las estaciones se convirtieron en el lugar propicio donde debían suceder cosas extraordinarias, o al menos significaban la puerta de salida hacia lugares habitados por gente encantadora. El primer viaje me llevó a Francia, cerca de la abadía de Cluny. Después de catorce horas de  tren, llegué a Mâcon

A las cinco de la madrugada, con una mochila a la espalda,  me encaminé  por un andén desierto en dirección a la cantina. Este recuerdo es en  blanco y negro, como si fuera una escena de la película Breve encuentro de David Lean. En aquella época no había visto la película ni sabía quién era su director, así que doy por probable que mi recuerdo es una recreación personal, pero no importa porque no existen recuerdos fidedignos, según explica la actual neurociencia. 

Abadía de Cluny
       

Nuestro cerebro edita la memoria, forma parte de una de sus funciones. Lo hace continuamente, de manera que hemos de aceptar que los recuerdos son el resultado de los retoques manejados por las emociones que sentimos en el momento de evocarlos. Me parece un hallazgo maravilloso que certifica la capacidad creativa del cerebro; y también es un poco estremecedor porque los sentimientos manipulan la memoria. Hoy, cuando rememoro el primer viaje en solitario, lo lleno de detalles enternecedores. 

Las sillas y mesas de la cantina, tan limpias y de color verde musgo; la camarera, una señora casi anciana que me recordaba a alguien conocido. La veo en mi recuerdo –editado y  reajustado en esta tarde de lunes- con un limpio delantal de florecitas y una sombra de bigote en su rostro sonriente. En la madrugada lluviosa, pero acogedora, me sirvió un vaso de leche caliente y una tostada con mantequilla y mermelada de fresa, mange, petit

Hablamos en francés, la señora me entendió a la primera. Esta parte del recuerdo  me entusiasma y me asombra. Yo hablaba el francés que nos había enseñado una monja del colegio, que era de Palencia y muy enamoradiza, primero se ennovió con el fontanero y después con el profesor de matemáticas, para ser precisa y si mi memoria me engaña poco. Sor Adoración  no explicaba gramática ni por asomo, nos enseñó a saludar, contar hasta cien y dos poesías que debíamos  memorizar y recitar  para aprobar la asignatura. Jamás las he olvidado, por lo visto mi cerebro no  ha podido hacer de las suyas con las poesías porque las recito, aún hoy,  perfectamente sin añadir ni quitar una palabra. La primera es de Verlaine: les sanglots longs des violons de l’automne blessent mon coeur d’une largueur monotone. 

La segunda, de Éluard: Je te l’ai dit pour les nuages.Je te l’ai dit pour l’arbre de la mer. Pour chaque vague pour les oiseaux dans les feuilles.

Años más tarde, cuando el colegio desapareció y el solar se convirtió en un aparcamiento, una antigua compañera me dijo que todas las monjas habían dejado los hábitos. La mayoría se casaron, excepto una  que se hizo  monje de Montserrat y Sor Adoración, en su nueva circunstancia, Paquita. Durante una temporada fue  adepta de los Niños de Dios, una secta que llegó a España desde Estados Unidos. Por lo visto, le costó dejar el mono de pertenecer a una congregación. Un día de  julio del año 2000, entré en una zapatería, la dependienta se acercó sonriente para preguntarme si la reconocía. Por no desairarla le dije que sí, que la conocía, pero que no atinaba con su nombre. Yo era tu profesora de francés del colegio.


Recuerdo que compré unas sandalias feísimas y salí un poco aturdida de aquel encuentro. Nos despedimos con mi promesa de volver otro día para tomar algo juntas. No cumplí mi palabra. Ayer, veintidós años más tarde, pasé por delante de aquella zapatería, ahora es la Lavandería 20 22, servicio 24 horas. En el letrero que hay sobre la puerta se anuncia, simplicidad ejemplar, con los números que corresponden a su dirección. Me acordé de la ex monja:  les sanglots longs des violons de l’automne…y a continuación entré en un chino, número 24 de la calle,  para comprar un paquete de pilas alcalinas. El dueño le explicaba a un cliente que, en unos días, 2022 será el año del tigre de agua. Intervine en la conversación para preguntar: ¿y será un buen año?  Muy bueno, me respondió, pero no me merece confianza su augurio. Los tigres siempre me han parecido animales de compañía poco recomendables,  nada fiables y tan fascinantes como la memoria humana.


Henri Rousseau, 1891


viernes, 8 de octubre de 2021

No somos nada


La esperada. Ferdinand Georg Waldmuller, 1860. 


Esta expresión, tópica y mil veces repetida, encierra una gran verdad, yo diría que la única verdad donde echar el ancla sin miedo a equivocarnos. En la nadería de nuestra existencia ocurren cosas, personales y colectivas que nos ponen en el lugar que corresponde: la irrelevancia.  

Hace unos meses que no escribo en el blog porque el no somos nada, pasaba ante mí todos los días para invitarme a callar. ¿Qué necesidad tengo de dar la tabarra en este blog? Cualquier cosa que escriba ya se ha escrito antes y, además, miles, millones de personas, lanzan mensajes en todos los soportes digitales conocidos y no hay público para tanta tontuna. Es asombroso el ruido inmenso que provocamos sin otra finalidad que lograr que alguien se percate de nuestra existencia. Ahí reside el corazón palpitante de esta fiebre por escribir, posar, figurar, darnos a conocer, en definitiva. Afirmamos nuestra identidad cuando alguien nos mira, le interesa lo que decimos e incluso toma en cuenta nuestras palabras. Detrás del ansia en busca de notoriedad y atención creo que hay mucho desamparo vital, incluso si nos rodean personas afectuosas y comprensivas.

Es una teoría personal, sí, pero conozco un caso que demuestra que no voy desencaminada. Existe una persona joven que  conocí hace poco, a quien las redes sociales y el trasiego digital le produce aversión. En consecuencia, usa un teléfono móvil que solo permite llamadas y, desde luego, en su casa no se engancha a internet. ¿Quién es este tipo raro? Pues un joven de veintisiete años, matemático de profesión y músico aficionado. Cuando le pregunté sobre los porqués de su desconexión, su respuesta fue  un  para qué. Me dijo que no hay nada interesante que enseñen las redes, mucho menos el raudal de información que cambia a cada momento. Los algoritmos actuales con los que trabaja  internet, desde la publicidad dirigida a la jerarquía informativa,  tienen como finalidad crear adicción. En cualquier lugar donde haya gente sentada, las cabezas inclinadas sobre la pantallita del móvil son el paisaje habitual. Pues es verdad, tuve que reconocer, él siguió ilustrándome, mientras caminaba a mi vera. 

Lo diabólico de internet es que entretiene las veinticuatro horas del día, nos mantiene en un estado de atención que es malsano porque está enfocado a eliminar el pensamiento reflexivo, por lo tanto, la capacidad crítica. Sin contar con la angustia que provoca a quienes buscan una respuesta rápida a sus mensajes y creaciones audiovisuales, le repliqué convencida de que me hallaba ante un visionario y que era preciso estar a la altura de sus inteligentes observaciones. Debajo de las capas de datos e imágenes, no hay nada, solo ruido y furia.

Caray, le contesté, has citado a Shakespeare, me miró interrogativo, añadí, sí, él escribió: la vida es un cuento contada por un idiota lleno de ruido y furia que no significa nada. Es una frase de Macbeth. De acuerdo, nunca he leído a Shakespeare, contestó, pero seguramente esa frase la han dicho millones de personas antes y después de él. Es puro sentido común, remató. 

Si yo fuera una mujer consecuente, pues estoy de acuerdo en todo con el joven matemático,  debería poner punto final a este blog y salir de los grupos de whatsapp en los que participo; incluso, por coherencia, me daría de baja en el correo electrónico. Sin embargo, sigo aquí, porque si nada somos, quienes están detrás de los cerebros digitales son también insignificantes, y como nosotros, atravesarán el tiempo para diluirse en la nada.       


    

domingo, 13 de junio de 2021

Hola, Jane y Anna

 







Desde hace unos días ando un poco despistada, algo más de lo que es habitual en mí, casi había olvidado este blog hasta ayer, cuando una buena noticia me sacó la tontería de golpe. Tengo un buen motivo para escribir aquí. He recibido Las cartas olvidadas de Jane Eyre y Anna Karenina, editado por Funambulista. La literatura es el elixir de la eterna juventud, cada lectura resucita los personajes que viven entre sus páginas. Anna Karenina, sin permiso de Tolstoi, escribe a la escritora  Charlotte Brontë porque admira a Jane Eyre y desea ser amiga de la escritora. La respuesta a su carta viene de la mano de Jane y, como aquello que imaginamos y escribimos sucede en el universo mental, tan real o más que la realidad material, hete aquí que ambas atraviesan los años más significativos de sus vidas novelescas, con un pie fuera del argumento de sus creadores. Intemporales, inteligentes, indómitas y, a ver qué se me ocurre para cerrar con otro adjetivo que contenga el mismo prefijo, sí, Jane y Anna son inolvidables.