sábado, 9 de abril de 2011


En el relato de Stefan Zweig, Mendel el de los libros, el narrador escribe: Gracias a él  me había acercado por vez primera al enorme misterio  de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura.  Sabemos que el caldo nutritivo de las grandes obras humanas se cuece en pucheros misteriosos: obsesiones, sueños, visiones. El protagonista del  cuento de Zweig,  vive una existencia fronteriza entre la realidad y su obsesión libresca. Otros han reconocido en los sueños el impulso decisivo para  tirar adelante una empresa alocada, imposible para un mundo que se orienta por criterios  racionales, sensatos. Muchas veces sueños y obsesión conviven juntos.  En los sueños no hay incongruencia, por más absurdo que nos parezca al despertar; el sueño no sabe de la lógica  dualista que gobierna nuestra vigilia porque su  mundo es el de las emociones y los símbolos. 
Soy una declarada  adicta a los sueños y a las ensoñaciones diurnas, y esa inclinación por lo onírico, antes vergonzante y ahora reconocida,  me ha servido como una linterna para orientarme por la vida. No soy la única. Salvando las distancias,  Arthur Koestler, por ejemplo, explica en sus libros El cero y el infinito y en  el Testamento español,  el decisivo papel  que tuvieron sus sueños y visiones para salvar la vida  durante la guerra civil española, cuando durante meses estuvo prisionero en Almería, acusado de espía comunista y con una condena de muerte sobre su cabeza. Entre los músicos, Haendel  contaba que los últimos movimientos de El Mesías los escuchó en sueños; también Berlioz soñó el primer movimiento de su Sinfonía fantástica.

Y vuelvo al principio de esta entrada, nos sobran ejemplos para reconocer en la reflexión de Zweig   una verdad como un puño: todo lo que de extraordinario y misterioso... Y aunque no los nombra,  detrás de una obsesión creadora duermen los sueños, fantasías diurnas, duermevelas o en el profundo descanso  de la noche; de esas llamaradas que crecen y se apagan en nuestra cabeza, se alimentan actos y decisiones, intuitivas o racionales, un fuego interno que nos empuja a alcanzar lo que un día - o una noche- nos deslumbró en sueños  ya  sea tocar el arpa,  aprender sevillanas o escribir una enciclopedia. I have a dream, pronunció Martin L. King y los negros dejaron de viajar separados de los blancos.  


Hasta dentro de unos días, me voy a dar una vuelta por esos satélites a ver qué se me ocurre.
 





Ilustración,  A quatre heures de  l'été. L' espoir, pintura al óleo de Yves Tanguy 1900-1955.

martes, 5 de abril de 2011



Si pudiéramos comprender en profundidad la mente humana probablemente la literatura debería buscar otras fuentes de inspiración, pongamos, por ejemplo,  la vida de los palmípedos: la interrelación  entre sus individuos, sus traiciones, lealtades y picoteos darían para narrar hermosas epopeyas sobre gansos y cisnes -de hecho el patito feo apuntaba al género novelístico palmípedo- Ahora esa especie animal acuática caracterizada por  poseer una membrana interdigital,  ha cambiado la denominación y ya no son palmípedos sino anseriformes.  Uno de mis primeros libros gordos lo leí a los ocho años,  fue el Maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, de la escritora Selma Lagerloff. No voy a glosarlo porque es innecesario, quien lo haya leído sabe de qué estoy hablando. El libro me hizo soñar durante muchos años en los que imaginaba volar a lomos de un pato salvaje; y es hoy y aún me recreo  con algunos de mis episodios favoritos. La mente humana, ese territorio ignoto, como algunos  refieren, tiene una misteriosa manera de proceder, de analizar, evaluar y  obtener conclusiones, casi siempre erradas. Resultado de todo lo anterior, son nuestras filias, fobias, obsesiones e indiferencias. En esos vericuetos, circunvoluciones de nuestro cerebro, semejante a un laberinto, se cuecen comportamientos asombrosos. 
En los años noventa el escrito italiano Emanno Cavazzoni, escribió  un libro al modo de hagiografía,  titulado Vida breve de idiotas. Son historias de personas reales, una por día, como si fuera un santoral mensual. Los personajes son reales, estaban internados en el manicomio -ahora esa palabra también está proscrita- de Reggio Emilia. Santos idiotas, personas que, en otras circunstancias históricas y sociales habrían sido  reconocidos, tal vez,  y  en algunos casos, santificados o/ y sacrificados.  Bien mirado, la mayoría de ellos fueron auténticos mártires.  Cavazzoni  explica el caso de un médico que en 1938 se prendó de unos zapatos de piel de color marrón, hasta ese día el médico había sido una hombre sensato, en la profesión y en la vida privada. ¿Qué  pasó por  su mente cuando vio aquel par de zapatos?  Sólo sabemos que los compró, los calzó  y hasta 1940,  fecha de su muerte, no consintió en liberar sus pies a pesar del dolor, las lesiones y por fin,  la gangrena que le produjeron y que fue la causa de fallecimiento. Por más que su hija -él era viudo- intentó convencerle para que dejara de lastimarse con unos zapatos de número inferior a su talla,  no hubo manera, pues el doctor siempre contestaba que siendo la piel de excelente calidad, pronto darían de si y se amoldarían a sus pies, por entonces ya gravemente lesionados.  Antes de morir elaboró una teoría sobre la función que la Providencia había destinado a nuestras extremidades inferiores: expuestos y sensibles nos fueron dados para poner freno al orgullo, la envidia y la codicia; de lo contrario tendríamos pezuñas como los caballos.
Ante tal elaboración, digamos espiritual,  lo único que se me ocurre es que la mente humana está atacada por un virus evolutivo que la ha desarrollado unos millones de años por delante de la biología humana. Es posible que los pies sean elementos trascendentales del psiquismo, que  la fobia a la arañas o el festival de Eurovisión tengan un sentido lógico en el futuro, pero por ahora, la mente humana sólo nos da disgustos, sobre todo cuando cualquier  sabio nos repite que poseemos grandes capacidades  de las que sólo usamos una ínfima parte. Pues menos mal.         
    
Ventanas, Istvan Oroszt, 1995.


                

jueves, 24 de marzo de 2011


Sendero trillado es un cuento de Eudora Welty, la escritora estadounidense que mejor ha  reflejado la condición humana, no sólo la del sur de Estados Unidos, de donde era originaria.  Escribió y fotografió  una sociedad que conocía muy bien, en la que se mezcla mezquindad, vulgaridad, codicia pero también generosidad y amor. Los personajes de Welty no son exclusivos del Mississipi, de Morgana -que siempre huele a Magnolios-porque  la especie humana  comparte los mismos rasgos psicológicos. En Sendero Trillado, la vieja negra Phoenix se adentra por inhóspitos territorios y carreteras con la intención de llegar a la ciudad. Es Navidad y va a recoger una medicina imprescindible para su nieto. Después de un largo camino, Phoenix  no puede recordar la razón de su viaje, hasta que una moneda que le ofrece la enfermera, en un gesto caritativo, le  devuelve la memoria perdida. Tiene otra moneda que encontró en el camino,  dinero suficiente para comprarle a su nieto  un molinillo de papel. El molinillo lo llevará en la mano y la medicina ayudará al chiquillo a respirar y tragar por la garganta quemada por la lejía. 

Phoenix, la abuela negra, quizás no tenga nada que ver con la abuela del pobre demente que ocupó  el asiento de mi coche, pero ambas tienen en común que llegan al límite de sus fuerzas por el amor a un nieto, en el segundo caso,  un amor ciego y  descerebrado. Eso ocurrió un día en el que en una curva de la carretera que lleva a mi pueblo, una anciana encorvada y completamente vestida de negro, me hizo una señal con la mano, a la manera expeditiva de un guardia de la circulación. Antes de reflexionar ya había parado el coche y abierto la puerta para que la anciana subiera, pero en vez de ella,  un hombre de casi dos metros - no exagero- salió  desde detrás de un muro y se sentó  a mi lado. La viejecita, me dio las gracias varias veces, a la manera oriental, juntando las manos y bendiciendo la hora en la que se me ocurrió parar. Sin ánimo, ni cuerpo para negarme, reconocí al  hombre que acababa de salir del psiquiátrico y que unos años antes se había cargado  a un vecino del pueblo. En el dos caballos inicié la conducción más trepidante que haya realizado jamás en mi vida. Desde que empezó el viaje, el psicópata me miraba fijamente, cada vez más cerca de mi cara, su aliento pastillero me despeinaba mientras frenética y con la cuarta marcha a todo trapo, intentaba descubrir qué podía usar para defenderme ante el inminente ataque. Ahí fue cuando me derrumbé porque el mechero del coche era la única arma disponible, esa cosa del tamaño de un dátil debería  salvarme la vida. ¡imposible!  De pronto, un pájaro pasó volando frente al parabrisas, en ese instante supe que estaba a salvo porque grité: ¡un pájaro!  y señalé con el dedo al gorrión que revoloteaba a pocos metros, el trastornado siguió mi dedo, quedándose un rato ensimismado mirando por la ventana. En cuanto se cansó ,  volvió a las andadas, a medio palmo de mi cara, de manera, que grité: ¡un árbol!  y luego: ¡una mariposa!,  ¡un avión!  ¡una casa! y etc. Veinte minutos de enumeración de todo lo que se cruzaba ante nosotros , incluso inventé un caballo, dos ciervos, una vaca. Cada vez más deprisa, sin darle sosiego,  gritaba los objetos que se me iban ocurriendo y lo más asombroso es que por muy inverosímil que fuera, el pobre loco seguía mis indicaciones y al no ver ni la vaca, ni los ciervos, ni el caballo, decía entristecido: ¿dónde? yo no lo veo Fíjate bien, si es que no prestas atención, le contestaba. Ahora me remuerde la conciencia, tampoco hacía falta tanto cinismo.                     

Portada del libro de fotografías de Eudora Welty publicado en 1989.                                     

sábado, 12 de marzo de 2011



Tenía prevista que la  entrada de hoy  fuera un relato simpático sobre un psicópata que se cruzó en mi vida una tarde de primavera. Era un psicópata conocido, por lo tanto iba sobre aviso  cuando ocupó  el asiento  de mi coche y me ordenó que le condujera hasta el  pueblo X.  Contaré la historia otro día, porque el suceso  se  ha convertido  en una de mis anécdotas preferidas. Todo acabó bien, durante la media hora que duró el viaje  tuve la oportunidad de observar de reojo al pobre desgraciado -con un crimen en su historial- supe que quería ser bueno  y amaba los pajaritos (vivos).  Un cuento verídico al estilo de Eudora Welty, la escritora estadounidense a quien dedicaré  otra entrada.    

Las consecuencias del terremoto en Japón, en particular y la reflexión sobre  los desastres  que afectan la vida humana en general, son motivos suficientes para que aplace el relato autobiográfico a cambio de compartir mi  visión sobre cómo los seres humanos nos sobreponemos a circunstancias destructivas, catastróficas para nuestra vida. Pocos son los que sin haber experimentado un suceso extraordinario de tal calibre, puedan imaginar hasta que punto es maleable nuestra identidad. El dicho gitano: qué malos son los buenos comienzos, encierra una enorme verdad porque quienes no han tenido que batir el cobre para salir adelante,  echarán en falta la lección en la que la vida explica la materia  con la que estamos hechos los seres humanos. Y con eso no estoy diciendo que debamos educar a los niños como  si fueran personajes dickensianos o  que nos vayamos a la falda de un volcán  a esperar que nos alcance la lava ardiente.  No es necesaria la temeridad, el momento trágico  aparecerá en nuestra existencia, lo queramos o no.  ¿Y cómo reaccionaremos?  ¿Seremos capaces  de aplicar la alegre doctrina con la que juzgamos a los demás cuando  nos toque a nosotros? Cuando  escucho a alguien que critica con dureza a un pobre miserable, imagino qué hubiera hecho esa persona en las mismas circunstancias y  el saldo sale negativo. El yo haría, yo en su lugar habría hecho esto y lo de más allá, me produce urticaria porque revela una gran ignorancia sobre  lo muy vulnerables que somos y lo fácil que es destruirnos a nosotros mismo. Bueno,  esto tiene poco que ver con el terremoto de Japón y otras catástrofes. De nosotros, la Naturaleza y los fenómenos sobre los que no tenemos control  y que afectan la supervivencia humana, creo que no escribiré otro día. Dejo un enlace de Youtube de la canción que he estado escuchando mientras escribía esta entrada, como despedida del blog hasta la última semana de marzo. Hasta pronto.


 

Óleo de Lavinia Fontana, 1552-1614  pintora italiana del primer Barroco. El retrato es de la niña Antonietta Gonsaluss que padecía hipertricosis, una niña loba, que la pintora supo  retratar con cariño y en el que se aprecia la mirada inteligente de la criatura.      

viernes, 4 de marzo de 2011






Es lo que llevo en mi  de desconocido lo que me hace yo, frase que pronunció Monsieur Teste, pariente de Ulrich, el hombre sin atributos de Mussil, según refiere la novela  El mal de Montano, del escritor Enrique Vila-Matas.  Monsieur Teste pretendía escribir la vida de una teoría, como se hizo antes y también ahora,  con la vida de una pasión. Con tal objetivo  Monsieur Teste llenaba su diario personal con las vicisitudes de su mente,  sin salirse de la estrechez de lo que identificaba como su yo.
¿Cabe mayor horror –y error-  que andar observándose a una misma con el fin de  anotar la errática y absurda senda de los  pensamientos?
Durante una semana de mi vida me propuse escribir un diario, y dado mi  temperamento,  las anotaciones eran cada día más breves, menos introspectivas  y los  asuntos que reflejaba más anodinos hasta que el último día  del experimento anoté:  hoy me he levantado  a las siete –cosa normal si quería llegar al trabajo a las 8 de  la mañana- Al mediodía he comido con fulanito y menganita, la comida nos ha costado 1000 pesetas, pues era el menú económico. Durante la comida hemos hablado de lo muy imbécil que es X – en esa época nuestro jefe, en el diario omití el nombre real, eso ya dice mucho de la prudente manera, por no decir cobarde, con la que daba cuenta de las personas que me perturbaban, (cabreaban)  en mi  vida. Seguía el diario de este modo: al llegar a casa  encendí el aire acondicionado – era julio y estábamos a 30 grados a la sombra- se oyó un ronquido y luego  un estertor de muerte, las paletas se cimbrearon con la última bocanada de aire fresco  y luego el silencio anunció que el aparato acababa de dejarme en la  estacada-. Estas fueron las últimas y  ridículas palabras con las que quise expresar de manera literaria  una avería que costó un ojo de la cara.
Yo quería escribir como Anthony Powell, quería que mi diario fuera una crónica de las postrimerías –esta palabra ha quedado de miedo- de los años noventa, Una danza para la música del tiempo, a mi manera, con un estilo personal que diera cuenta de lo que era la Barcelona de los últimos años del siglo XX. A la vista está que no  tenía cualidades para tal empresa y, lo más importante, que en esos años el único suelo urbano que pisaba era el de Girona, el Call y sus alrededores. Y esa circunstancia, banal en apariencia, malogró  mi incipiente carrera de escritora verité.         


Hierarchy Aparences.  Rafal Olbinsky
American Gallery.

lunes, 28 de febrero de 2011

El millonario




El otro día rebuscaba en un baúl desvencijado donde guardo  libretas viejas, estampas y  cualquier cosa que hace años me parecieron dignas de conservar. Durante mucho tiempo había olvidado  que el baúl estaba en un rincón del  trastero, la memoria lo había relegado a una zona mental en sombra, de manera que cuando aparté una bicicleta vieja y un par de tablas de esquí de la época de Amundsen, el baúl emergió  como  una joya roñosa de gran valor sentimental. ¡Anda! ¡el baúl!  dije en voz alta y me acerqué a él con  precipitación infantil, sin reparar que el canto de un somier se interponía entre los dos, a la altura de la espinilla. El dolor fue  intenso pero no tanto como para hacerme olvidar mi objetivo,  materializado en objetos con mucho significado para mí, eso creía,  pues de lo contrario no los hubiera encerrado entre grilletes oxidados, dada mi naturaleza de cigarra tan contraria a almacenar cualquier cosa que no tenga un uso definido  e inmediato.

No desfallecí ante el primer  obstáculo: la cerradura estaba atascada, busqué a mi alrededor hasta encontrar un viejo piolet. Con la escasa luz de la  única bombilla, descerrajé el baúl  y ante mi apareció un sobre, tamaño folio, de color rojo sin ninguna indicación en el exterior. No recordaba qué podía ser, quizás unas instrucciones ¿tal vez quise advertir o dar explicaciones a quien abriera el baúl, en el caso de que lo hiciera otra persona que  no fuera yo? 
Me saqué  los guantes de jardinería  para limpiarme las lágrimas con el dorso de las manos, la espinilla no sólo latía sino que se regodeaba en el dolor hasta hacerme llorar.  Encontré  una esquela recortada de La Vanguardia del año 1984. Empezamos mal, me dije, leí  el nombre del finado, que omitiré por respeto y que no me provocó ninguna emoción porque en ese momento no tenía pajolera idea de quién pudo haber sido y, sobre todo, qué motivo tuve para conservar la necrológica dentro de un sobre rojo; también había guardado un breve obituario del difunto, publicado en otro periódico. 


Mientras leía las virtudes que adornaron al difunto y sus muchas actividades filantrópicas, afloró una escena de mi pasado. Fulano de tal había muerto sin dejar descendencia, ni testamento,  su fortuna valorada en más de 1000 millones de pesetas sería distribuida entre sus parientes, en caso de que hubiera alguno, y pasado el plazo legal  sin que nadie la reclamara acabaría en manos del Estado. Recordé que en 1984, el difunto había estado en mi pueblo. Ahondando entre las nebulosas de mi memoria, rescaté el día que lo conocí. 

Fue durante una cena de fiesta mayor; la imagen que recordaba era  la de un tipo raro y desagradable, un pobre infeliz que acababa casi todos sus frases con un  guiño seguido de un "estoy forrao" que siendo verdad, luego lo supimos, sonaba a gran mentira como recurso para concitar interés. Pocas semanas después murió, pero antes había donado cien millones de pesetas para la investigación de una cura contra la enfermedad de La Tourette -él la padecía- y otros cincuenta millones para construir un refugio para  animales abandonados. 
Se había hecho millonario con un negocio de chatarrería industrial. Apenas sabía leer y escribir, su origen, mitad payo y mitad gitano, ahuyentaba a personas que se tenían por mejor condición, era un desclasado  que  luchaba a brazo partido, y a golpe de billetes, por conseguir el amor y la amistad de sus congéneres sin conseguirlo. 

Volví a dejar  los recortes de periódico en  el sobre. El resto de lo que encontré en el baúl fue a parar al contenedor de basuras porque nada de lo que guardé años antes merece ser recordado. El sobre rojo,  un corazón vivo, duerme solitario en el baúl  hasta que dentro de otros tantos años alguien,  con suerte tal vez yo misma, rescate su nombre y lo pronuncie en voz alta como si fuera un rito mágico que  pudiera borrar el desprecio de una noche de verano. 


sábado, 19 de febrero de 2011


Esta semana he recibido el correo electrónico de una señora alemana que sigue este blog desde hace un año. Finaliza su mensaje pidiéndome que no le conteste  pues considera que todo lo que tenía que decirme ya está  dicho, no es amiga de polémicas y, por lo tanto,  no desea discutir sobre la opinión que le merecen mis relatos. En cinco párrafos de diez líneas, arial 12, reflexiona y se interroga  por los motivos que  me animan a presentar siempre, indefectiblemente  -reproduzco en cursiva sus palabras- personajes pobres, contrahechos, penosos, fracasados sin esperanza. Le indigna mi recurso a los tipos miserables en la narración, cuando el mundo está lleno de seres bellos y satisfechos. Opina que aumentarían mis lectores si  relatara el lado amable de la humanidad y olvidara para siempre la marginalidad en la que me recreo, como si  se tratara de una enfermedad.   Aquí, mi crítica lectora me pregunta si acaso esta malsana inclinación está relacionada con mis experiencias vitales. Escribe: he comprobado a lo largo de mi vida, soy una profesora de español, ya jubilada, que los escritores cuya obra se centra en las desgracias han sido o son portadores de alguna anomalía física y/o mental ¿es ese su caso? Me gustaría que fuera capaz de superarse a si misma con un buen relato en el que aparezca  gente feliz. Acaba su correo  con un frío atentamente y la posdata que ciega el paso a una respuesta. 

Señora O.. respeto su deseo y no voy a contestarle  por correo electrónico, ahora bien, creo que debo responder a  los interrogantes que me plantea, sirva este post para aclarar sus dudas  y sea también el  punto final a sus preocupaciones sobre mi estado físico y/o psíquico.  Hasta el momento conservo mis plenas facultades físicas; no padezco acromegalia ni enanismo, como sugiere en el tercer párrafo de su mensaje. Acabo de medir mi altura, puedo afirmarle que sigo siendo una mujer de 170 centímetros, sin marcas, cicatrices ni  tatuajes en mi piel, el resto de medidas anatómicas guardan proporción y son conformes a los cánones exigidos en estas fechas.  En cuanto a mi  salud psíquica, he de confesar que es posible, bastante probable diría yo, que padezca alguna tara, de la que soy consciente a ratos y según el día. Para su tranquilidad, ese desajuste no requiere ni medicación ni camisa de atar. Me reta usted  a escribir un relato de gente feliz. Pues ahí va: 



Todo estaba a punto para la gran fiesta, Diego se abrochó el  último botón de la camisa de seda blanca ,  el cuello y rostro habían sido rasurados con tanta meticulosidad que la piel estaba punteada de enrojecidas y minúsculas protuberancias, pero ¿qué importaba esa leve irritación? Nada. Observó su boca y  porte  en el espejo,  reconoció que su facha era deslumbrante, apenas deslucida por una joroba a consecuencia de una cifoescoliosis    una hombrera más alta que otra. En ese instante entró su esposa, una mujer bellísima,  de enormes ojos grises y una inteligencia portentosa, pero tales dones los ensombrecía  su  voz de timbre, un pito tan agudo que chirriaba en los oídos la pena que le ocasionaba no poder expresar toda la gama de sentimientos que albergaba en su tierno corazón. 
-Amor mío ¿han llegado ya los invitados?
Ella le calló la  boca  con un beso y otro y otro. 
Alguien aporreó la puerta de la casa adosada donde tan felices eran. En el jardín se oyeron las risas y los gritos de sus tres niños, rubios, listos y tan guapos que eran la envidia del vecindario. Los niños eran un  atajo de criaturas repelentes y malcriadas espontáneos y dicharacheros, un gran entretenimiento para todos los vecinos de la calle.
- Estamos insuperables, somos un matrimonio tan feliz.... murmuró Diego mientras le chupeteaba el cuello a su bella esposa - recibamos juntos a los invitados, querida mía. 
Cuando abrieron la puerta, la jodida comitiva judicial les mostró la sentencia y el requerimiento de desahucio señalado para ese día a las doce sus queridos amigos, que acababan de llegar de un crucero por el Báltico, se hicieron cruces de lo verde y crecido que tenían el césped  en pleno mes de agosto y en  Murcia, luego entraron  en el salón refrigerado, donde el servicio de catering tenía preparado un  aperitivo copiado de la carta de El Bulli,  que no pudieron probar porque acababa de llegar la policía local en auxilio del juzgado  para desalojar la vivienda  los bomberos para advertirles que estaba a punto de caer un meteorito. 

Continuará.
       
           
Ilustración de Ferdinand Misti-Miflier para la revista Le Critique. 1896-1900
NYPL. Digital Gallery.

Colette Calascione, The love letter. American Gallery
 

     

sábado, 12 de febrero de 2011



-¿Quién es usted?
- Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución
- Es usted el engranaje más adorable que he visto en mi vida...
Amadeo echó un vistazo a la imagen reflejada en el espejo, que para más señas era la propia. Se ajustó bien la gorra de  polipiel, forrada en su  interior de poliéster imitación lana de carnero. Con la visera de la gorra y las gafas de sol podía pasar por uno de cincuenta años. Se limpió las puntas de los zapatones negros  -cuatro centímetros más que se añadían a su metro sesenta y cinco- restregándolos en la pernera del pantalón tejano, estiró la espalda y dudó un instante si crecer otros tres centímetros con las plantillas de silicona que se compró en las rebajas. Eligió quedarse como estaba porque  si la  mujer con quien estaba citado se enamoraba de él, que era lo más probable,  quería ser sincero desde el principio. Bebió un sorbo de tila antes de cortarse los pelos de las orejas, los muy puñeteros, se asomaban desde el tímpano, frondosos y duros como púas de erizo. ¡En fin!  la testosterona  tenia esos indeseables efectos, se decía Amadeo mientras regresaba a la salita  para  poner el cedé de los Creedence y escuchar Cotton fields, su canción amuleto para salir airoso en las aventuras amorosas. Ensayó su baile,  sin mover  los pies,  usando sólo la fuerza de sus hombros para contraer el pecho y estirar el cuello, lo hacía con suavidad, demorándose  en ese singular gesto, inimitable y de propia  invención. Paténtalo, le dijo uno la última vez que bailó  en La Paloma, a lo que Amadeo respondió: el copirrai es para los fracasados. La frase no era suya, la había leído en un dominical  y le gustó tanto que  la repetía siempre que tenia oportunidad e incluso sin que  viniera a cuento. Madre mía,  si él  hubiera querido, se decía al ritmo de Fortunate son, la canción de la siguiente pista, habría   sacado patente de todos sus inventos  y ahora viviría de rentas y en la Bonanova,  pero ¿y qué?  también era feliz en la Barceloneta, se apañaba con su pensión  y no necesitaba que nadie le ayudara a limpiar el piso. Concéntrate Amadeo, aspiró el aire y resopló. Si  Ella  no contestara:   Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución,  yo no  podré decirle lo del engranaje más adorable y entonces será  Huston, tenemos un problema. Acercando mucho la cara al espejo del  baño, a donde había regresado sin optimismo,  se arrancó tras varias tentativas, cuatro pelos de las cejas, encrespados y blancos.  Se sentía decepcionado porque  la  mujer que iba a conocer esa tarde no habría visto jamás Ninotchka  y, por lo tanto, no podía ser la mujer de su vida.  De buena gana se quedaría en casa, pero tenía que ir a la cita  porque él era un hombre de palabra, y ella la prima de su amigo. 
-¿Quién es usted? - preguntó Amadeo a la mujer que estaba sentada  en la cafetería del Hotel Suizo con la  revista Punto de cruz, sobre la mesa. 
-Sólo lo que ve, una mujer fastidiada. 
La respuesta no era correcta pero demostraba que la mujer tenia temperamento y  reuma.   
-En ese caso, tengo un plan,  quinquenal, si usted quisiera compartirlo ... 

La imagen y el diálogo en cursiva que inicia el relato pertenece a la  pelicula Ninotchka,  dirigida por Ernest Lubistch en 1939  y   protagonizada por Greta Garbo y  Melvin Douglas.             

                                   

sábado, 5 de febrero de 2011







Quien conozca la obra del escritor y caricaturista británico Max Beerbhom, sabrá de un relato fantástico inolvidable: Enoch Soames. Quien tenga interés en disfrutar de un cuento perfecto lo encontrará, gratis en pdf, tecleando el título en Google. No  voy a destripar el argumento porque sería traicionar el espíritu que inspiró una historia redonda en su planteamiento y desenlace,  ahora bien, he de reconocer que si hubo un escritor que supo  viajar en el tiempo  a lomos del diablo, la vanidad humana y la ironía, fue ese caballero británico, atildado y socarrón. Vender el alma al diablo es el asunto de muchas obras literarias, en las que el comprador sale siempre victorioso, como no, pues el que vende esa delicada mercancía  a cambio de una perentoria necesidad o capricho -riqueza, poder y sexo es lo habitual- a la fuerza ha de ser un tonto o un ignorante, o ambas cosas porque bien sabemos  que en este mundo no se venden duros a cuatro pesetas, así que en el más allá, esa ley de sentido común estará tan vigente como aquí,  pues de lo contrario el diablo, conocido por su astucia,  no presentaría tal oferta.  A  Enoch Soames le pierde la inmortalidad literaria, es un miserable y  mal poeta que desea pasar a la posteridad como un Dante. Al final del cuento sabremos el precio del alma del poeta y nos asombrará  la visión profética del autor que nos presenta un lugar mítico de la cultura occidental a finales del siglo XX, en unas condiciones exactas a las que hay en la actualidad. 



Detalle del cuadro  Destiny, pintado en  1900  por J.William Waterhouse.

martes, 25 de enero de 2011

Magnolias tronchadas

Foto de 1949.  Yngve Johnson, 1928-1974.


Empezó la tormenta a las ocho de la tarde, las magnolias de la calle sacudidas por el viento, parecían a punto de troncharse y caer sobre las motos aparcadas en la acera. Mientras esperaba el bus, cobijada debajo de la marquesina, la deslumbró un filamento incandescente que iluminó esa zona de la ciudad como si fuera el escenario ajado de un teatro de variedades.


El agua caía en cascada y apenas se veía a dos metros de distancia, el apagón convirtió las calles en un paisaje de tinieblas que pocos se atrevían a transitar. A pesar del miedo y del agua, salió de su perentorio refugio e inició la marcha hacía  la avenida principal, a unos dos kilómetros de distancia. Los pies se movían con  holgura  en los zapatos mojados,  caminaba casi a ciegas, sin paraguas y con las gafas inservibles por la lluvia y el vaho de su aliento. Las lágrimas, no de pena sino de miedo,  se unían al presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder, o quizás acababa de ocurrir y ella era la única superviviente de la ciudad. A tientas, golpeándose con los palos de las señales de tráfico, los bancos del paseo y  las  papeleras, llegó  a un cruce de calles, se detuvo, miró a su alrededor, con espanto observó  los coches, con las  luces apagadas,  las radios a todo volumen y los ocupantes dentro, inmóviles, momificados. El granizo  había sustituido a la lluvia y el estruendo la ensordecía, se acercó hasta uno de los coches:

-¡Oiga, abra, por favor!
La ventanilla se deslizó  unos centímetros, los suficientes para que pudiera oír la voz de un hombre: 


-¡Shhh! ¡ No moleste, qué está a punto de acabar el partido! 
Un rayo cayó sobre la fuente pública,  la luz regresó a las calles y aunque  el granizo  le propinaba capones en  la  cabeza, se sintió de pronto muy feliz  por  vivir en esa  ciudad tan caótica donde su equipo de fútbol  acababa de obtener la victoria del partido. 

   

domingo, 16 de enero de 2011

Abro este post con la Melancolía de Durero, una de las tres estampas alegóricas del pintor alemán, más misteriosa y simbólica. El grabado está encerrado en un espacio de 31 cm de alto por 26  cm de ancho y en él, amontonados y en desorden  hay un buen catálogo de elementos que parecen puestos allí para que puedan devanarse los sesos  semiólogos y otras especies en los siglos venideros.  Melancolía es un ángel, una mujer con alas y  gesto enfurruñado que sostiene un compás con la mano; un niño sentado sobre una piedra de molino, un perro en los huesos y en el plano superior al ángel, objetos que poseen una carga simbólica que invita a descubrir mensajes ocultos o, al menos,  reconocer el propósito del pintor de mostrar un estado anímico, la melancolía, rodeado de objetos propios de actividades racionales  y técnicas; vemos un enorme poliedro tras el que aparece un crisol y  se  mezclan los objetos con lo irracional, representado, por ejemplo,  por el cuadrado mágico cuyas cifras, sumadas, siempre dan el mismo resultado: 34.  La Melancolía ilustra el primer capítulo del libro de Ernest Jünger, El Libro del Reloj de arena, una lectura que he disfrutado durante los primeros días de este año, siguiendo el consejo de un amigo asturiano, a quien agradezco su siempre acertado criterio literario. Si observamos el grabado de Durero, vemos el reloj de arena acompañado de  la balanza, una campanilla y el cuadrado mágico. Alegorías, imágenes que, como bien expresa Jünger, no están sometidas a ningún orden jerárquico. ¿Qué representa el reloj de arena?  es el  esmerado símbolo del Tiempo, el concepto puro que ignora las divisiones creadas para referirnos a las actividades cotidianas;  el Tiempo que se escapa y que perdemos -o tal vez ganamos con el transcurrir de los días- el que nos entristece y nos proporciona alegrías, cuando comprendemos que todo esfuerzo y sufrimiento  acabarán un día,  pues el reloj de arena, los granos minúsculos de tiempo se deslizan sin descanso hasta consumir el último segundo. Nuestra existencia  está dominada por un tiempo mecánico,  alejado   del   que marca las ampolletas en las que la arena se escurre y marca  el instante elemental, propio de la naturaleza que, a diferencia de los relojes actuales, nos promete una contemplación amable y sosegada de un tiempo sin segunderos ni minutos que destierra  el frenesí del cronómetro. 
 

Melencolia 1,  Alberto Durero, 1514.

Tiempos Modernos, Charles Chaplin, 1936. 
  

sábado, 8 de enero de 2011

Jueves

William Bastiaan Tholen, 1860-1931 A view in a forest

El jueves era el mejor día de la semana. Durante años creyó que no podía sucederle nada malo en ese día. Las mejores oportunidades de su vida ocurrieron, precisamente, los jueves. Los hechos demostraban que su creencia tenía un fundamento empírico, era una fe  documentada que  demostraba, calendario perpetuo en mano, que le parieron, se casó, firmó  el mejor contrato de trabajo, nacieron sus dos hijos en el quinto día, el  jupiterino.
Sin contar otros sucesos menores en los que la buena suerte apareció el jueves para echarle una mano. Los miércoles al atardecer  sentía un optimismo liberador ante la proximidad de la jornada  en la que nada se torcía,  pues si era jueves, el destino se ponía siempre de su parte; el acontecimiento más nimio le insuflaba tal entusiasmo que incluso el dolor de su rodilla izquierda desaparecía por unas horas. A media mañana del último jueves, salió de casa con una sonrisa apenas disimulada y los ojos humedecidos por culpa de la fiebre del heno. ¿Acaso debía preocuparse?  ¿No era un jueves de primavera radiante a pesar del polen que flotaba en el aire?   Pues claro, hombre. Sólo había motivos de alegría  a su alrededor. En la barra del bar después de secarse las lágrimas, pidió un cortado descafeinado que le fue servido por una camarera nueva. La miró un instante para  regresar, fulminantes los ojos,  al reloj que bailaba en la delgada muñeca; con súbito interés científico observó el asombroso  lento avance del segundero. Las diez y media, mientras la camarera derramaba una espuma de crema de leche sobre el café.

-¿Así o más?

Ya está bien, gracias, contestó sin levantar la cabeza. ¿Por qué a mí?  esa estúpida interrogación la repitió hasta que el cortado se quedó frío, entonces  sacó de su monedero con cremallera dos euros, los dejó sobre la barra y se dirigió a la salida. ¿Está malo? ¿quiere que se lo vuelva a calentar?  No, no. Adiós, dijo, mientras se ajustaba, sin éxito, la correa del reloj.  En la calle se miró las manos temblorosas y, esta vez, las lágrimas eran de emoción y de temor al mismo tiempo porque acababa de sufrir los efectos de un repentino enamoramiento. La incredulidad y el estupor  se reflejaban en su cara, tenía la certeza de que tal hecho era una fatalidad que auguraba un mal desenlace. A las pocas horas, como un autómata  esclavo  de una pasión,  regresó al bar, pidió una tónica  con ginebra a la camarera de cuello largo y  pelo  cortado casi al cero.

-¿Qué tal? ¿Está mejor que esta mañana?

Sin apenas fuerzas debido a la turbación, afirmó con la cabeza antes de beber de un sólo trago la bebida,  sintió unas palpitaciones en el pecho, pidió una segunda tónica, en esta ocasión con vodka, los golpes del corazón resonaban como un tambor de guerra  dentro de su cuerpo, minutos más tarde cayó al suelo. Era jueves, definitivamente, su día de suerte.