En la plaza donde se entra a la cisterna
de las 1001 columnas, Mordechai había
extendido en una vieja alfombra tejida en Hereké, una docena de objetos sucios y rotos
que nadie quería. Pocas semanas antes había sido uno de los vendedores que
ocupan al anochecer, el jardín detrás de la mezquita de Beyazit,
vecina al bazar de los libros. La inquina contra él de un guardia y el hurto a
una turista, un tropiezo del que se arrepentía por el poco provecho que obtuvo
del delito y la mucha desgracia que le causó, le obligó a buscar otro rincón en
la ciudad, lejos de los policías secretas que le perseguían.
Durante las últimas semanas se conformó
con entrar en casas cuando sus ocupantes las abandonaban para ir al trabajo,
pero lo hacía en barrios lastimosos y sólo encontraba cascarria para poner en
venta.
La mala suerte contagió los objetos que
reposaban muertos sobre la alfombra, que aunque deslucida por la mugre,
mostraba el fino dibujo de una puerta florida. En la plaza de la cisterna de
Binbirbirek, su mercancía era invisible para los turistas, él mismo se veía
como una sombra sin cuerpo. Cuando te tienen ojeriza, reflexionaba hay que poner tierra de por medio, alejarse de
la gente y vivir en soledad hasta que el tiempo borre el recuerdo. Mordechai sabía
que el tiempo y la soledad trabajaban a su favor por eso dormía en la plaza,
debajo del voladizo de la entrada a la cisterna y, cuando llovía, bajaba hasta
la mezquita de Mehmet Pasa y se colaba para dormir en su
cementerio, en el cobertizo donde se guardaban restos de lápidas rotas.
A los turistas les cuesta encontrar la cisterna
de las 1001 columnas, y quienes daban con ella, pocos eran los que se acercaban
con interés hasta su alfombra, pero todo se acaba y un día, dorado y limpio en
el que el cielo y el mar del Bósforo relucían como aguamarinas, una mujer
extranjera se dirigió hasta donde dormitaba Mordechai, rodeado de gatos y palomas y
le preguntó, apresurada y nerviosa, por esa cajita oscura de hueso, la cajita
que encontró dos días antes en el jardín de un palacio abandonado en el barrio
de Tophane.
-¿Cuánto?
-Señora, treinta liras, es una caja de hueso muy
antigua.
Mordechai calculó que diez liras serian suficientes para
cenar esa noche incluso con cinco podría comer algo sustancioso, pero la mujer
rubia y desgarbada hurgó
en el bolsillo del pantalón y sin regatear ni lamentarse del precio, sacó dos
billetes, de veinte y diez liras.
-Me la llevo.
La vergüenza enrojeció las mejillas de Mordechai que apenas se veían, ocultas entre las
greñas que le caían de la cabeza y la espesa barba, dudó un instante antes de
coger los dos billetes, pero al fin los agarró guardándolos en el bolsillo
interior de su americana antigua, luego tomó de la alfombra, con delicadeza, un
viejo collar de madreperla, el objeto más preciado que tenía y que destellaba
bajo la grasa y el polvo como si fuera de esmeraldas. En su opinión, el collar
valía al menos ocho liras.
-Este collar va con la cajita, todo junto
son las treinta liras.
Pensativo, quiso creer que esas treinta liras y
la extranjera significaban el regreso de los buenos tiempos, quizás por esa
razón contempló agradecido a la mujer como se marchaba en dirección hacia Sulthanamet.
La observó con curiosidad, caminaba deprisa, una ligera cojera le transformaba
su paso en un movimiento cadencioso, un
poco sensual pues elevaba su cadera izquierda como si fuera la de una bailarina
de ésas que se cimbrean en los locales de fiestas de Beyoglu y que enloquecen a algunos turistas.
A los pocos minutos, se acercó un hombre
bien vestido, un funcionario del Registro de Bienes Inmuebles, miró desde su
altura la alfombra durante un largo minuto en el que Mordechai tembló porque
reconoció que, en efecto, los tiempos buenos habían llegado. El hombre preguntó
si estaba dispuesto a vender la alfombra y qué precio pedía por ella.
-No por menos de cien liras, señor.
-De acuerdo, despéjala de toda esa porquería que le has
puesto encima mientras voy a buscar el coche. ¿No la habrás robado?
Mordechai negó con la cabeza:
-No señor, me la regaló un primo mío, ha
pertenecido a mi familia siempre...
-Seguro que mientes, pero no importa, espera
aquí hasta que traiga el coche.
Mientras el funcionario se alejaba, Mordechai leyó en un viejo libro, puesto a la venta y
que el viento súbito, abrió por la mitad.
Un mentiroso es como un muerto, lo que
hace vivir a un hombre es el poder de la palabra y si ésta es falsa, la vida
del hombre muere.
La releyó un par de veces, para
entenderla, para sacar provecho de lo que,
sin dura, era una señal del destino. Mordechai
acarició el lomo de un gato antes de soltarle un sopapo para ahuyentarle
pues ya el funcionario estaba delante de él, dispuesto a recoger la alfombra.
Cuando acabó la transacción hizo un hatillo con su levita donde metió la
docena de cachivaches que le quedaban.
Ilustraciones del libro The Beauties of the Bósforo, W.H Bartlett.Edición de 1838.