lunes, 21 de noviembre de 2011

Rafal olbinski. Unsetlling tendency to see art print.

El otro día me di una vuelta por una librería muy bien surtida, buscaba un libro que no encontré, pero me llevé a casa uno que, como quien dice, me salió al paso. Un libro de pocas páginas que colocaron en un lugar equivocado, confundido por uno de esos manuales de autoayuda sobre la manera más rápida de hacerse con  un trocito de felicidad. Sí, lo confieso: anduve merodeando por esa sección frecuentada, casi siempre,  por personas de mediana edad, algunas con las heridas de la vida  zurcidas  sobre la piel. Eché un vistazo a la  enorme estantería de más de dos metros, dedicada a enseñar  métodos variopintos y estrafalarios para conseguir la serenidad, el bienestar emocional, la ausencia de dolor, el perdón a los semejantes y por fin, el olvido.

Iba de un lado a otro, sin que mi cerebro enviara a mi mano la orden para que cogiera un  ejemplar, los títulos me dejaban fría, hasta que mi mirada se fijó en un libro estrecho, de apenas 80 hojas:  La analfabeta, un relato autobiográfico, la autora es Agota Kristoff.  Al primer momento creí que era una narración a lo  Pablo Coelho, en la que alguien vive - imagina- una experiencia que le somete a pruebas para alcanzar un conocimiento espiritual vetado a la gente ordinaria. No era el caso, en cuanto leí  el primer párrafo, supe que ese libro que cuesta seis euros, estaba esperando un rescate urgente. La analfabeta  empieza así:  Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

 Cuando acabé de leer La analfabeta, cambié la  opinión que encabeza esta entrada;  casi estaba por volver a la librería y preguntar por quién tuvo la feliz idea de dejar el libro entre toda esa morralla de promesas banales, para invitarle a  un café con cruasán.  Ayer por la tarde, mientras planchaba, intentando alisar una odiosa blusa llena de pliegues, se me ocurrió que hay libros que debieran estar camuflados en las secciones de autoayuda, y  con un régimen de alquiler para que, una vez leídos, pasaran a otras manos necesitadas, pero con un añadido al final  consistente en páginas en blanco, a modo de diario.  Los lectores, antes de resolver el alquiler,  dejarían escrito cómo les ayudó la lectura de ese libro, si ese fuera el caso, de manera que otros pudieran beneficiarse por la acumulación de las experiencias ajenas sobre el texto original. 

Es una buena idea ¿no?  pues ya está inventada, me acabo de dar cuenta. Y hace años que corre por ahí, gratis y sin tener que andar firmando contratos, ni perder el tiempo con la búsqueda del libro misterioso entre los estantes abarrotados de la librerías.  El invento recibe el nombre de Blog.



Laureà Barrau. La lectura, 1899



Alguien escribe, cuando quiere y de lo que le apetece, la gente puede leerlo o  pasar de largo. Existe una página en blanco para que los lectores contesten, precisen, defiendan, se opongan, agradezcan o se rían. No existe  para el escritor de un blog conflictos de intereses económicos, porque no hay  una empresa detrás ni pago a cambio de opinión. Un blogger es el mejor ejemplo en este mundo de lo que significa la libertad de expresión.

¡Ah! y el libro de Agota kristoff no trata de la felicidad, sino de cómo una mujer húngara  que trabaja de operaria en una fábrica suiza de relojes,  aprende francés pasados los treinta  años para poder escribir en una lengua extraña.       


viernes, 11 de noviembre de 2011

Chance encounter at 3.A.M. Red Grooms, 1984.

Abel Speiis, un veterinario militar jubilado, aficionado a descifrar los jeroglíficos del periódico y toda la clase de pasatiempos y adivinanzas, era llamado el ruso por sus vecinos. La culpa del mote la tenía una pelliza que se echaba sobre  los hombros durante todo el año. El ruso se dedicaba con especial éxito a los criptogramas. Ganó el primer premio de un concurso nacional descubriendo, en una ininteligible serie de 18 agrupaciones de letras,  la primera estrofa de La Marsellesa.  La pasión por la criptografía y  el enamoramiento loco de una vecina, la mujer de un comerciante de aceite de oliva, eran sus únicas ocupaciones. Ésta  última pasión  era conocida por los vecinos, a quienes el ruso pedía consejo sobre el amor que profesaba a la mujer de otro, una belleza que lucía pelusa oscura sobre el labio superior. No hubo manera de convencer al ruso para que le confesara su amor. No se atrevía, "no osaba declarar su llama".

Georges Perec, escribe esta historia de Abel Speiss, inquilino de uno de los pisos del edificio parisiense donde ubica su deslumbrante  novela:  La vida instrucciones de uso.  De Perec está todo dicho, 747. 000 entradas en  Google lo definen, deconstruyen, catalogan y  exaltan.

Yo me quedo  con las emocionantes coincidencias que ha generado la novela en mi propia vida.  Quizás no soy objetiva,  pero yo diría que en la novela de Perec se ocultan, si no mensajes, si algunas bromas dirigidas a sus lectores, a ciertos lectores. A una lectora en particular, quizás.  Podría considerarse que lo que acabo de escribir es un delirio, algo así como ese trastorno de algunos pirados que están convencidos de que los locutores de la tele cuando hablan se dirigen a ellos.

Georges Perec y su gato
La coincidencia más desopilante  ocurrió un día en el que estaba sentada en un cine, acababa de comprar   La vida  instrucciones de uso, lo tenía en mis manos y leía la contraportada mientras la sala se iba llenando de gente. En la fila y asiento de delante, se sentó un señor con bigote, era bajito, cosa muy de agradecer en esas circunstancias.  El señor del bigote sacó  de una bolsa de la Librería francesa, otro ejemplar de la novela de Perec, y como yo, empezó a leer la contraportada. Guardé inmediatamente mi libro, avergonzada del qué dirán por compartir los mismos gustos literarios con un señor que tenía pinta de inspector de aduanas.  En aquella época yo tenía una concepción del mundo muy limitada, en Europa había fronteras, aduanas y monedas nacionales. Y llovía mucho.
Ahora, dos personas sentadas una detrás de la otra haciendo exactamente lo mismo,  es  un  embrión de   flashmob, pero entonces era simplemente una rareza o una broma.  

La película que echaban en el cine era La genou de Claire. Casi no recuerdo el argumento, porque estaba pendiente del señor del bigote,  a quien miraba la calva al mismo tiempo que me preguntaba qué otros libros tenía en la bolsa que reposaba en el asiento vacío junto a él.  Casi al final de la película, el señor que debió de sentir mis ojos en su nuca, se volvió hacia  mí, diciendo alto y clarito: ¿Qué? 
Yo contesté ¿qué de qué?  Esta respuesta lo  desarmó, ¡Ah, bueno! pues entonces, nada.

Acabó la película y salimos cabizbajos, Rhomer era tan lento que costaba un poco recuperar el habla.  En el vestíbulo, mi alter ego lector, se acercó para pedirme disculpas por la mala manera con la que se había dirigido a mi.  Me explicó que era mentalista profesional, que se ganaba la vida como ilusionista. Su capacidad de ver más allá de lo que ve la gente normal siempre le ocasionaba algún sobresalto, no se quejaba porque esa habilidad era su pan, pero a veces no se podía controlar y pasaba lo que pasaba.  Le enseñé mi libro. ¡Ah, comprendo! dijo  y ya en la acera, rebuscó  en el bolsillo interior de la americana del que sacó una tarjeta que rezaba así:  Abel Spe, mago,  ilusionista, espectáculos a domicilio.  Un tarjeta muy formal  en la que figuraba un número de teléfono con el prefijo de Teruel.

Abel Spe y Abel Speiis, una coincidencia retroactiva porque hasta una semana más tarde no me percaté de ella. Luego, pasados los años he ido coleccionando casualidades en torno a la novela y sus personajes. Nada extraño porque bien mirado, La vida instrucciones de uso es una descripción pormenorizada en la que está representado el mundo que conocemos.             


viernes, 28 de octubre de 2011



El mundo es bueno, a veces. En el año 1932 se cometió un crimen, otro  más. El 9 de diciembre de ese año, en una tienda clandestina de venta de alcohol, dos hombre entraron con el propósito de robar la recaudación. En la trastienda un policía tomaba una copa con la dueña. Los atracadores dispararon al policía, el botín fue de dos dólares. En 1932, en  la ciudad de Chicago se cometieron 365 asesinatos, sin contar los ocho bajas de agentes de la policía metropolitana.  Dos raterillos en libertad provisional fueron detenidos, la única testigo, la dueña de la tienda, reconoció al que disparó y a su compinche. El barrio polaco de Chicago  sufría los embates de la depresión y la miseria. Los dos desgraciados, también de origen polaco fueron condenados, Franck Wiecik, el asesino, a la pena de  99 años de prisión. 

Once años más tarde, una anuncio por palabras en el Chicago Times, llamó la atención de un periodista. Se ofrecía  una recompensa de 5.000 dólares para quien diera con los autores del asesinato del policía.   Los interesados en cobrarla tenían un número donde llamar: Call Northside 777 y el nombre de una mujer a quien dirigirse. El periodista desconfía del anuncio, quizás es cosa de la mafia, desde luego, se huele un engaño porque el asesino ya está encerrado entre rejas. El número corresponde a una edificio céntrico de la ciudad, pregunta por la mujer que firma el anuncio. Al fin la encuentra en una de las plantas, está de rodillas y friega el suelo de las oficinas. Es una mujer de la limpieza, polaca, la madre del asesino.  Tiene la absoluta convicción de que su hijo es inocente, lleva once años limpiando oficinas para ahorrar la  recompensa destinada  a quien demuestre el error que ha llevado a su hijo a  prisión para el resto de su vida.  


El mundo es bueno, a veces.  El periodista, duda de la inocencia de Franck Wiecik, hay mucha confusión en sus primeras declaraciones ante la polícia, sin embargo, quizás la madre esté en lo cierto. Su jefe en el periódico le empuja a seguir con la investigación, los artículos que publica sobre el caso son un completo éxito. La gente empieza a interesarse por el caso. Averigua que Frank tenía mujer e hijo, que se divorciaron poco después de entrar en prisión. Ella está casada con otro, un buen hombre, que le ha dado su apellido al niño. El propio  convicto  presionó a su mujer para que se divorciara, no quería que su hijo sufriera el estigma de un padre presidiario. 
 
Sólo existe una posibilidad de sacar a Frank de la prisión: una prueba que destruya el testimonio de la único testigo. El periodista se arriesga, no teme enfrentarse a la fiscalía ni al cuerpo de policía, descubre que las pruebas sobre las que se construyó la acusación de culpabilidad son una chapuza. Consigue que la comisión del perdón, último órgano judicial para revisar casos ya juzgados, esté dispuesta a reunirse para que pueda presentar el hecho probatorio que demuestre la inocencia de Franck. 

En 1943, Franck Wiecik y su compañero fueron puestos en libertad, exculpados del crimen y reconocido el error en el veredicto de culpabilidad del jurado. 

Este caso real fue llevado al cine por  Henry Hataway en 1948, la película se titula Call Northside 777, aquí se lo cambiaron por el de Yo creo en ti.  El papel del periodista lo interpretó James Stewart.  La película cuenta la historia con estilo de atestado criminal.  No hay lugar para sentimentalismos  ni  lamentaciones. El director se permite un sólo efecto: el sonido de los silbatos de los trenes;  en Chicago, durante esa época, las vías corrían paralelas al barrio polaco. Un poco antes del final, las campanas de una iglesia repican  al paso del periodista que viaja en un taxi camino de obtener la prueba definitiva. 

El mundo es bueno, a veces. La voz en off nos recuerda que un hombre recuperó la libertad y el honor gracias a la  fe de una madre, al valor de un periódico y a la negativa de un periodista de aceptar la derrota. 

Es muy feo explicar el argumento de una película, y peor, un auténtico delito sin tipificar por ahora,  explicar el final como lo acabo de hacer, pero me asiste una razón poderosa:  la acabo de ver ahora mismo y quiero contarla porque merece la pena prestar atención a la reflexión final, no porque sea esperanzadora, que lo es, sino porque encierra un valioso mensaje. Reconoce la bondad de un mundo donde, ahora y siempre,   la codicia, el egoísmo  y el desprecio por los valores humanos a veces no triunfa gracias al valor, la honradez y  al empeño de un puñado de gente anónima.   
   
 

domingo, 16 de octubre de 2011

Roman Opalka, Detail, julio de 2007. 



Hace unos meses conté que una señora alemana, lectora de este blog, me envió un comentario muy crítico, lo hizo por correo electrónico porque no le gusta la exhibición en internet. Desde entonces, la señora lectora se ha convertido en mi referente, exagero un poco, pero  es verdad que aprecio mucho sus agudas observaciones  porque sé  que sólo la anima el deseo de crítica constructiva en un intento de mejorar la calidad  de los blogs que acostumbra leer, entre ellos el mío.Su altruismo es admirable.   Hace pocos días recibí otro de sus correos, en esta ocasión quiere saber qué motivos  tengo para cambiar tan a menudo la foto de mi perfil. Opina que soy una mujer voluble y eso no le hace ni pizca de gracia.


Usted no es Roman Opalka, escribeAfortunadamente no lo soy, de lo contrario estaría criando malvas y no  saboreando un café con hielo mientras escribo esto al ritmo de la música de Preservation Hall Jazz band y en concreto con la melodía,  St James Infirmary -muy apropiada para animar funerales-. El cambio de foto de mi perfil no tiene otro objetivo que proporcionar una imagen reciente, esta es de hoy a las 4 de la tarde. Quizás algún día reuna todas las fotos que he ido colgando para embarcarme en la creación de una obra de profunda reflexión existencial, pero por ahora me conformo con aparecer en el blog tal como soy a día de la fecha. Mi capacidad introspectiva deja mucho que desear así que tampoco confío en dejar nada aprovechable para la posteridad, quizás un álbum de fotomatón.    
   
El 6 de agosto de 2011 murió el artista Roman Opalka, la obra que nos deja tiene un único título: Opalka 1965/1 a infinito. A partir de 1965 hasta la fecha de su muerte pintó 233 cuadros, a los que bautizó con el nombre de  Detail, en ellos  anotaba una progresión numérica, siempre con el mismo pincel sobre fondo negro, que a partir de 1972  fue aclarando. Con la anotación de números sobre el lienzo, y una vez terminado se fotografiaba, siempre en idénticas condiciones. Así desde 1965, una década más tarde incorporó la grabación de su voz para recitar los números que acababa de pintar. Cuando murió, el detail acababa con el número  5.607.249. 

¿Tiene significado su obra?  es obvio que la tiene. Hay una búsqueda  y, al igual que Brossa hizo con el alfabeto, el aparente sinsentido se llena de contenido ante ese número final que representa la desaparición física de Opalka.  Nos enfrentamos con un hombre a quien le interesa la observación del paso del tiempo  y su consecuencia en la materia, representada en su propio cuerpo, voz y rostro.  Hay que tener valor y  temperamento obsesivo para dedicar más de cuarenta años a una exploración del tiempo sin perder de vista que detrás de cada número pintado  le esperaba la cifra final.

Un tipo así es intrigante, y mucho más misterioso resulta que su obra sea valorada en un mundo en el que lo trivial manda y lo inconsistente marca los destinos de la humanidad.  Me gustaría saber si se respeta la obra de Opalka por lo que tiene de permanente enfrentamiento con su cronología personal  o simplemente su obra adquiere notoriedad por lo que tiene de rareza - friki-. No lo sabremos por ahora, por mi parte agradezco el esfuerzo de gente como Opalka,  que  refleja de manera sublime la frase que pronunció Margo Channig ( Bette Davis en Eva al desnudo) cuando dijo: si persigo algo quiero perseguirlo, no que me persiga. Exactamente lo que hizo toda su vida Roman Opalak, que en paz descanse.


domingo, 9 de octubre de 2011

Un nuevo día

The road west. 1938. Dorothea Lange
 
Jean Valjean roba un pan para alimentarse, esa mala acción le condena a galeras y prisión. La ayuda de un desconocido, a quien previamente ha robado, le libra de ser encarcelado y, ese acto de perdón de su víctima le exculpa y rehabilita, pero ha de ocultar su identidad de expresidiario porque un policía le persigue.   Fantine es una obrera, pobre y sin instrucción de ningún tipo, tiene un hija secreta a la que maltratan  unos mesoneros infames que son sus cuidadores. Para sobrevivir y pagar la manutención de su hija, Fantine deberá prostituirse, pues descubierta la falta moral por las colegas del taller y enterado el patrón de su condición de madre soltera, la echa del trabajo. Valjean y Fantine cruzan sus destinos en el momento en el que la pobre desgraciada está agonizando;  Cossete, la hija de Fantine es adoptada por Valjean. Mientras tanto, hay un revolución en marcha, la de 1830 en París, una continuación de la revolución española de 1820 y anticipo de las revueltas de 1848.  Un ciclo revolucionario que recorrió Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Esta historia es la trama de Los Miserables. Ahora la han convertido en un musical, ayer fui a verla. A través del dramatismo decimonónico de la puesta en escena, palpita una verdad que tiene vida propia y cuyo testimonio pasa de generación en generación. 

En 1934, un joven escribe un cuento de veinte páginas. Tiene suerte,  Una odisea en Marte lo publica  una revista de Ciencia ficción. Un año más tarde, Stanley G.Weinbaum, el autor, muere dejando en herencia 23 cuentos, once de ellos publicados a título póstumo.  En esa misma época, Dorothea Lange, una mujer norteamericana que cojea debido a una poliomelitis infantil, se gana la vida como empleada de la Farm Security Administration, una especie de ministerio de agricultura.  Viaja y  fotografía lo que ve.   El país vive las consecuencias de la gran depresión, una cuarta parte de los trabajadores se queda sin empleo, el 63 por ciento de los empleados en la industria tiene un trabajo a tiempo parcial con un salario insuficiente para vivir.  Las carreteras de Estados Unidos son una larga marcha de desposeídos a la búsqueda de una oportunidad para sobrevivir al descalabro social. 
Refugees from Abilene, 1936. Dorothea Lange

Nuestro escritor fantástico imagina, en esa época tenebrosa, el viaje a Marte de unos astronautas. Llegados a Marte,  uno de ellos se pierde en el planeta, su destino se cruza con el de un extraterrestre no marciano que andaba - mejor dicho, saltaba- por allí. Es una especie de avestruz  inteligente a la que el humano enseña media docena de palabras y que le acompañará hasta que encuentre al resto de la tripulación terrestre. Tweel  es el pájaro inteligente que viene de otro mundo  y que goza de unas condiciones envidiables pues no necesita comer ni beber y puede dar zancadas de 30 metros de longitud. En Marte hay monstruos horripilantes pero muy tentadores, el principal  es la bestia de los sueños, puede ver tus sueños y, lo que es peor,  convertirse en ellos.  El astronauta, agotado, no percibe el peligro, sueña con la chica de la que está enamorado en la lejana Tierra, la bestia aparece ante él con la apariencia de la mujer deseada, por fortuna Tweel está allí para impedir que su amigo terrestre vaya hacia ella para ser devorado por su sueño.
Los Miserables persiguen un sueño que, ahora lo sabemos, no se harán realidad nunca, cantan: el futuro alumbrará un día con un nuevo sol que brillará igual para todos. Stanley Weinbaum, nos prevenía de ese monstruo inmundo, de otro planeta, que se sirve  de los sueños para  acabar con  la vida y Dorothea Lange fotografíó el final de un sueño.  

viernes, 30 de septiembre de 2011

                   Walter Leistikow. Evening mood at Schlactens, 1895. Berlín State Museum.
                                                        


 
Todos los años  por la fiestas de la  Mercè, en Barcelona, una parte del Paseo de Gracia se convierte en un lugar tan acogedor como mi rincón favorito del sofá.  La feria del libro viejo y de ocasión, reúne a libreros de toda España, aunque cada vez hay menos casetas y posibilidades de encontrar el libro que, según  algunos,  aparece cuando de verdad lo necesitamos. 

En mi juventud, la feria del libro viejo del Paseo de Gracia me producía una emoción casi comparable a un flechazo amoroso. En aquella época, el curso no empezaba hasta entrado octubre y,  a finales de septiembre, el aburrimiento de unas vacaciones interminables, convertían la feria en mi particular Ascot. Pasaba toda la tarde  revolviendo entre los libros,  entonces apilados en desorden; mezcladas las láminas antiguas y las gacetas de la ciudad con ejemplares atrasados de La Vanguardia, Triunfo y tebeos de toda condición.  Me encantaba llegar a casa con el capazo lleno con el trofeos de unos cuantos libros y las manos mugrientas. En el autobús soñaba con encontrar algo extraordinario dentro de uno de los viejos, o no tan viejos  volúmenes que acababa de comprar y el viaje pasaba en un vuelo, con las ensoñaciones que me rondaban muy lejos del paisaje que se veía desde mi asiento.  A los diecisiete años, me robaron el monedero en la feria y  a los diecinueve, también. 

En la plataforma del autobús, ante el cobrador sentado como en un exiguo púlpito, farfullé que no tenía dinero para pagar el billete, pero que prometía pagarlo al día siguiente. Anda, pasa, me dijeron en las dos ocasiones. Al día siguiente, en la parada, que era final y principio de la línea, quise pagar mi billete y no aceptaron el pago. La compañía de transportes metropolitanos de Barcelona, tenía unos empleados rumbosos y confiados con la potestad de regalar algún que otro viaje gratuito.    

Barcelona, en los años setenta, era un lugar en el que te robaban la cartera y al día siguiente llamaba la guardia urbana a casa  para que fueras a recuperarla, con el dni  y mi agenda diminuta de teléfonos en su  interior. No echo en falta esa época, pero si siento  mucha nostalgia por aquella  feria del libro que entonces ocupaba las dos aceras del Paseo de Gracia, atravesaba la calle Aragón y seguía hasta acabar en la calle Mallorca.  

Este año, como siempre, he vuelto a recorrer las pocas casetas que aún quedan. Ofertas de tres por dos,  restos de colecciones,  premios literarios de postín y mucho oropel,   pero toda la mercancía es de poco interés para los bibliófilos -no es mi caso-. Estuve en la feria el martes pasado y compré  unos cuantos libros, entre ellos un ensayo de etnobotánica, con sus preciosas ilustraciones; otro sobre Londres y la evolución de sus edificios desde el siglo XVI; una novela de González Ledesma y un libro, descuartillado y en bastante mal estado  del escritor británico  Warwick Deeping. 

En los años veinte y treinta, W. Deeping causaba furor, era un escritor muy conocido y sus novelas, casi siempre historias de amor, impregnadas de espíritu eduardiano según leo en Google, se vendían  como rosquillas. Una de sus novelas, basada en su experiencia de soldado en la primera guerra mundial  fue hecha película, primero muda y más tarde sonora. El escritor tuvo mucho éxito, fue best seller durante años.  ¿Y hoy, quién sabe o se acuerda de él?  Probablemente, sólo un puñado de profesores de literatura y algunos lectores intrépidos o casuales. En una de las reseñas que he leído estos días sobre Deeping, me he enterado de la  antipatía que le tenía George Orwell, pues lo calificaba de escritor sin ningún mérito que, muy injustamente, se estaba forrando escribiendo historias insípidas y convencionales. 

Es gracioso y muy aleccionador, comprobar cuántos escritores, en menos de un siglo, han perdido toda su gloria y lustre comercial. Orwell tampoco puede ir chuleando en el otro mundo, en el caso de que haya  coincidido con Deeping (en el más allá) habrá probado su propia medicina. Me refiero a las burlas de Orwell  y su  desprecio por la obra de Deeping, éste último, estoy segura,  le habrá  mostrado su gran hermano, que ha pasado a convertirse en la marca de un engendro pestilente con el que las televisiones europeas narcotizan al personal.   

lunes, 19 de septiembre de 2011

                             
                               Ammonite. Jacek Yerka.

Apenas llegué al  aeropuerto, el de Barcelona, terminal 1, supe que jamás pisaría Madagascar. Se acabó el trabajo antes de haber empezado, las tortugas y su ciclo reproductivo no me interesaban. Mientras arrastraba mi maleta por el pasillo de salidas internacionales, cavilaba sobre las raras combinaciones y casualidades que habían concluido en una oferta de trabajo inverosímil, y mi delirante aceptación del encargo. ¿En qué estaría pensando cuando  respondí que a mi no se me caían los anillos por pasar tres meses siguiendo el trazado que dejan las tortugas en la arena?  Desde luego, no pensaba en Dostoievski ni en su pasión por la vida, tan bien reflejada en sus descripciones de ambientes brutales y cochambrosos, donde la veta de oro fino del ser humano luce como un repentino sol en la oscuridad de la noche.  

¿Cómo es posible? me preguntaba, que una organización internacional me hubiera reclutado. Reclutar, verbo que deleita a los de recursos humanos,  como si  en vez de un contrato de trabajo, se dedicaran a ojear levas para una batalla, o peor, una guerra. Por error, mi  perfil profesional fue a parar a un proyecto internacional, donde  alguien que en tiempos pretéritos fue compañera de estudios, me ofreció un salario exiguo a cambio de la aventura tortuguil, total, me dijo, para registrar  la población de esas bestias no hace falta ser una lumbrera, ni saber latín.  


La apreciación tan rotunda de mis facultades intelectivas  y cognitivas produjo tal efecto de fascinación, que no pude volver a ser yo misma hasta el día del viaje. Por lo visto, mi reacción no fue nada anormal, dentro de lo que cabe; se sabe que el ser humano tiene esa pequeña tara: le entontece que cualquiera, ya sea un taxista o la médico de la seguridad social, nos diga que lo sabe todo de nuestra personalidad. Es una mezcla de admiración y orgullo frente a quien ha perdido su  tiempo en averiguar lo interesante que somos.

La reacción, lo sabe todo de mí, por lo tanto merece que cumpla sus expectativas, me provocó una ardiente disposición a caer bien a las tortugas; prometí ser sociable con mis colegas,  amable con los cocineros de la reserva biológica de la biosfera o cómo se llamara aquel invento;  y, sobre todo, a ser discreta en lo referente a mi pasado. Estudié en tres días el Inter-american sea turtle convention, me aprendí la taxonomía de las Cheloniidae y cometí el error de llevar en mi bolso Crimen y Castigo.

Una tarde extremadamente calurosa del principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S...y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera. 

Dovstoievski  empieza con este párrafo la descripción de los atormentados pasos de Raskolnicov, como el título de la novela advierte, se trata de un crimen sancionado con el correspodiente castigo -7 años en Siberia-que culmina con un final feliz.   Estas primeras palabras de la novela las leí en la lanzadera que me llevaba al aeropuerto; seguí  con Raskolnicov en la cola de la facturación de Air France, destino Orly, era un vuelo con escala;  pasado el control de pasajeros, continué leyendo, mientras tomaba un café en una de las desangeladas cafeterías:  buenas tardes, Alena Ivanovna. Y fue en ese instante cuando  recuperé el dominio sobre mis actos. Como Raskolnicov, si cometía el crimen de perseguir tortugas, para censarlas, debo aclarar, no para exterminarlas, el destino me reservaría un ominoso castigo.  Porque un delito es, y muy gordo, andar por ahí  haciendo lo que otros quieren y no lo que nosotros deseamos.