domingo, 26 de marzo de 2017

Libros sin dueño


Christine de Pizan


Cuando quiero escuchar una canción, accedo a ella con mi suscripción de Spotify, voy a mi e-tunes o conecto una radio en el móvil. Y si quiero ver una película, vieja o de actualidad, también tengo suscripción en Filmin y en otros portales de cine. Cuando viajo a otra ciudad, reservo un apartamento a un particular, en la plataforma correspondiente y legal.

En el trastero de mi casa se arrinconan viejos cedés, disco de vinilo y películas en varios formatos que ya no  sirven si no se usa el reproductor adecuado. ¿Para qué guardarlas si puedo verlas con mejor calidad en Internet?  No vulnero los derechos de autor porque pago por escuchar música y ver cine siempre que quiero.

¿Y qué pasa con los libros?  La lectura sigue siendo una actividad principal y placentera para muchas personas, se lee tanto o más que antes, pero en otro soporte y por otros medios.  Duele,  y a algunos les parece una traición imperdonable, abandonar los libros para leer en una pantalla. Dicen que no es lo mismo tocar el papel y olerlo que pasar páginas  con  un simple movimiento de dedo.    

Los libros, su difusión tradicional, está paralizada en  circuitos arcaicos. Los autores, salvo pocas excepciones, no pueden vivir de los derechos de autor, primero porque son cantidades ridículas sobre el precio total del libro y, en segundo lugar, porque se liquidan tarde, o no se liquidan jamás y se vende poco libro físico.  Los escritores, por más que se le eche la culpa a la piratería, son unos parias económicos como lo fueron antaño sus colegas. Desde que la edición  se convirtió en un bien cultural susceptible de rendimiento económico (y antes también) son raros son los que pueden vivir en exclusiva de sus publicaciones. ¡Ah, bueno que los poetas muertos no dan la lata y son susceptibles de rescate y homenaje!  Es el único consuelo. La muerte es el momento glorioso de la mayoría de creadores. El breve instante donde se reparan las injusticias y el desprecio social a quienes  malvivían gracias, en muchos casos, a la buena voluntad de amigos y familiares. 


Huene´s Book shopping
Georges Hoyningen, 1944

Sospecho de quienes critican  la piratería como arma destructiva de la  creación, quizás en realidad se refieran a que la práctica de copiar para leer, escuchar música  o ver cine, perjudica su modelo de negocio.  En mi época estudiantil se copiaba a saco, la copistería de la facultad  echaba chispas. En mi adolescencia, las cintas de casete iban de mano en mano. Piratería sin paliativos, sin embargo la cuestión principal de los cruzados  del copyright no es el perjuicio a los autores  de la obra,  sino el de los beneficiarios del control y difusión de la creación. 

El modelo de negocio cultural -literatura, música, cine- está en vías de extinción. Los buenos libros son mucho más  que  objeto de explotación económica, proporcionan un beneficio general a la población, sirven de inspiración, instruyen y  alientan el pensamiento crítico. Este el punto olvidado para hacer hincapié en el rendimiento económico de la propiedad intelectual.

Los creadores quieren que su obra se difunda por todo el planeta, que emocione y sirva para transformar el mundo en el que vivimos. Ese deseo les encadena a contratos miserables de cesión y explotación de la obra. Es un pacto mefistofélico en el que pierden el control sobre su creación  y las ganancias derivadas que producirá en el futuro. 

El punto esencial  para cualquier autor es la no limitación de su obra, compartir y difundir su trabajo por todos los medios para que llegue al máximo número de lectores. Los ingresos económicos procederán de conferencias, vídeos, clases y actividades relacionadas con su obra. Tal como hoy han asumido los músicos. Si  nos empecinamos en  mantener políticas editoriales ciegas a los intereses de los escritores con la cantinela de las protección del copyright, estamos entorpeciendo el carácter universal y libre de la obra literaria. 

Cervantes, Joanot Martorell, Shakespeare y Dante estarían de acuerdo conmigo. Hasta 1710 no hubo legislación protectora de los derechos de autor, y esta circunstancia no les impidió  escribir y a nosotros, disfrutar y aprender con ellos, en libro prestado, epub de distribución libre, copia o piratería.   
                   

lunes, 27 de febrero de 2017

Google o el mito unificador




En los años treinta del siglo XX, el matemático Kasner buscaba un nombre que designara al  número formado por un uno seguido de cien ceros, diez elevado a cien. Como no se le ocurría ninguno que le sonara bien,desafió a su sobrino de nueve años para que inventara una palabra apropiada. Le convenció de que se haría famoso en todo el mundo si daba con la palabra mágica. 
El niño le propuso Googol y poco después, añadió un segundo nombre  para una cifra  aún más grande, para el diez elevado al google:  el googleplex.

En 1998 los creadores del buscador eligieron Google, porque representaba a la perfección la inmensa cantidad de datos disponibles. Y es una palabra eufónica, desprovista de carga ideológica, nacional o religiosa. Desde luego, hay otros buscadores y muy buenos, pero es Google el más representativo. El que simboliza la cultura de nuestro tiempo, tan  frenética, heterogénea, múltiple, entrecruzada por infinitos caminos virtuales y, también tan egotista. 

Un mito posmoderno  que hemos visto nacer y crecer y que define nuestra época. Google, el Zeus del siglo XXI, a quien invocamos varias veces al día para  encontrar un peluquero, contemplar un códice Maya o escribir una entrada de blog. 

Los habitantes internaúticos de esta planeta, se cuentan ya en 4.000 millones; y 5.000 millones los conectados a servicios móviles, telefonía con acceso a internet en su mayoría.  Provoca  asombro y perplejidad sabernos dentro de este maremoto arrasador, donde la conexión ininterrumpida hace factible que tengamos miles de amigos y contactos. Es evidente que esa amistad multiplicada y la difusión de la vida privada, hasta en los detalles más insustanciales, es una subversión profunda de la sociabilidad anterior a Internet. 


Folon


Hemos matado el viejo régimen, un nuevo orden se aproxima. No sabemos cómo afectará a nuestra especie, unificada en la conexión a la red planetaria de un mundo parcelado en fronteras y muros, -y gran paradoja- que anuda a la gente en relaciones que circulan sin visado por todo el planeta. 

Nuestra representación de la realidad se ha desplomado por el peso  de los puentes que conducen a todas partes. Cierto que, como reflexionaba el sociólogo Simmel, hay muchas puertas que se cierran sin embargo, los puentes nos abren a territorios en los que merece la pena aventurarse.

No estamos hoy en condiciones de interpretar los mitos fundacionales de la nueva cultura digital, deberá pasar tiempo antes de que podamos analizarlos. Y, más importante, desmitificarlos para ir en busca de nuevos mitos que reflejen los miedos, sueños y anhelos de la humanidad.    
        

       

domingo, 15 de enero de 2017

Si tengo la gripe, leo a Balzac



En el relato de Balzac, Gabinete de antigüedades, un viejo marqués: De Esgrignon, acompañado de su joven hermana y  el hermoso hijo y único heredero, convoca todas las tardes  a los realistas de la población (Alençon). En el salón principal del marqués, se escenifican  desahogos y lamentos por la supremacía perdida y la ruina económica y social. Ya no volverán los tiempos de esplendor, aunque ellos aún no lo sepan, o no quieran saber.




Como es natural,en las reuniones conspiran sin ningún resultado,  contra los constitucionalistas, mientras suspiran para que el régimen de la Restauración les devuelva legitimidad aristocrática, bienes y prebendas, así como otros privilegios que barrió la Revolución y el Código Napoleónico.

Balzac, tan agudo, perspicaz y verborreico, escribe con sorna pero también con cierta compasión por una clase social ignorante,  en vías de extinción, que no se ha percatado  de que el mundo ya no será un paisaje de pelucas empolvadas, dónde una  bella reclamará pasteles para la chusma vociferante y hambrienta.

Cuando tengo la gripe leo a  Balzac. Reservo para la enfermedad este poderoso analgésico y jamás me ha fallado. No hay nada más placentero y provechoso que leer, envuelta en las brumas de la fiebre, la descripción de engaños, aspiraciones truncadas, encumbramientos y caídas -sí, y también de reflexiones morales y sociales-. Me sana la lectura de quién escribió con  tanta pasión y verdad en la ficción, tanta  que desearía estar  dentro del relato para alertar de que se cuece tal traición o advertir a quien se precipita al abismo dirigido por su vanidad y soberbia.  

De las historias balzaquianas, siempre se puede obtener una lección inmediata, al igual que  con los grandes escritores de todos los tiempos. Las emociones, deseos y aspiraciones  sobre los que escriben son idénticos a los nuestros. A sus personajes no les falta un amor malsano o la persecución loca del de éxito, el ascenso social, dinero y fama  que será, más pronto que tarde, la cuerda que enredará sus vidas.




Y si hubiera que encontrar similitudes con nuestra época, me refiero al Gabinete de antigüedades, diría que, si se observa con atención, aparecen enseguida. Hoy, en occidente, no se estilan la guillotina  ni la codificación napoleónica, pero sí tenemos una tecnología en continuo cambio que impone otra manera de relacionarse  que dibuja un futuro imprevisible. 

La conexión digital permanente, el sometimiento a la avalancha de datos y la fácil manipulación mediática  exige de nosotros un esfuerzo titánico para reconocer la poca verdad que puede haber en la información. Del abandono de nuestra  privacidad -es la guillotina que decapita al viejo régimen-en beneficio de corporaciones que cosechan nuestros datos, al control de nuestros actos no media más que un frágil línea. ¿Quiénes gobernarán el mundo?

No serán los partidos que conocemos, ese grupo de viejas glorias ajadas que ser reúnen  en su Gabinete de antigüedades para llorar y patalear, mientras confían en la llegada de tiempos mejores. Como los realistas, conspiran, sin éxito, y  añoran  una época que se ha esfumado para siempre.          

 

domingo, 20 de noviembre de 2016

La última noche de Galois






Cuando pienso en Évariste Galois, sobre todo antes de meterme en la cama, reprimo el impulso de beber una cafetera, (al estilo Balzac)  encender la luz de mi mesa de trabajo y sin perder un segundo, trabajar  hasta ver salir el sol, después de acabar todas mis tareas pendientes.  
Menos mal que es un pensamiento fugaz, sin energía ni fuelle para convertirlo en acción, poco después, duermo tan ricamente y sin remordimientos.

La vida de Évariste Galois, quiero decir su última noche de vida, fue muy productiva, tanto que escribió toda  su teoría matemática, Teoría Galois, dónde resolvía un enigma relacionado con ecuaciones polinómicas y que hoy sirve como base para las comunicaciones y navegación por satélite.  

Genio de las matemáticas, murió en 1832, apenas a los veintiún años, por las heridas infligidas durante un duelo. La noche entre el 29 y 30 de mayo, las horas previas al lance, se sentó a la mesa y con un cuajo admirable, anotó con precisión y claridad sus descubrimientos matemáticos. Después de cada párrafo y notación de sus fórmulas, escribió: "¡No tengo tiempo!"  Acuciado por la inminente muerte, dirigió toda su voluntad y  coraje a escribir la obra cumbre de su vida, sin otro temor que no fuera dejar inconcluso su trabajo. 













Sabía Évariste Galois que era imposible vencer al militar que le había retado, así que olvidó cualquier otra preocupación para concentrarse en dejar testimonio de su teoría, sí, pero también, escribió cartas a sus amigos y familiares y, como aún le quedaba una hora, redactó un manifiesto político que tituló:"Carta a todos los republicanos".

Este asombroso joven fue el hijo de un padre volteriano, enciclopedista, anticlerical y muy aficionado al verso satírico. Galois padre, alcalde de Bourg-la-Reine, una población cercana a París, se dedicaba a versificar -sin traspasar el límite de la ofensa personal-  las andanzas de los personajes del pueblo. La iglesia también fue destinataria de su ímpetu poético, por desgracia ese fue un error que pagó muy caro. 
Sucedió que llegó al pueblo un cura aficionado también a la rima. En verso y con la firma del poeta Galois, difamó y calumnió a un personaje importante de la comunidad. Esta mala finta del eclesiástico le provocó un decaimiento insuperable que acabó en suicidio. El escritor César Aira, defiende en su obra Cumpleaños, que lo peor para Galois padre, fue  la alegre usurpación de  su estilo poético y no tanto los destructivos versos contra el patricio local.



A los diecisiete años, Évariste Galois  sufre la desgracia del suicidio paterno, un suceso que le confirmó el mal fario que arrastraba. Su  extraordinaria inteligencia, avalada con su contribución a las matemáticas no fue suficiente para aprobar el examen de ingreso de la École Polytechnique, considerada la mejor escuela de ciencias de la época. Dos veces fue denegado su ingreso. 

Podemos imaginar la frustración alimentada por otras adversidades académicas. Por ejemplo, envió copia de sus descubrimientos a uno de los matemáticos más notables, no solo para que valorara su teoría, también como carta de presentación para la Academia. No obtuvo respuesta porque su trabajo se perdió en algún despacho. La siguiente decepción: el Gran Premio de Matemáticas, en el que presentó su teoría para la resolución  de ecuaciones que fue calificada de incomprensible y oscura.

Las últimas palabras de Évariste Galois antes de morir se las dirigió a su desconsolado hermano: "No llores, necesito todo mi valor para morir a los veintiún años"  Qué envidiable temperamento y qué solemne final.             

       
 

      

sábado, 1 de octubre de 2016

La certeza del botijo




Teknoploff. com.  Tecnología del botijo


Gasté  parte de mi primer sueldo en un botijo de Miravet. Tenía veinte años y creía que llenar la casa recién estrenada con alfarería, me acercaba a una vida más interesante.  En todos los viajes con el primer coche, un 124  desvencijado, paraba en los pueblos con el afán de llevarme una vasija, cuanto más común, mejor. Después de varias mudanzas, solo quedan dos botijos encima de una librería. 

No me acordaba de ellos y están a la vista. Con los objetos pasa como con los paisajes,  de tan presentes como están, se vuelven invisibles y ya no nos percatamos de su belleza, si la tienen, o de su fealdad, menguada, porque el paso del tiempo anestesia la percepción.  

Mis  botijos, de Miravet y Menorca, siguen sin haber probado líquido, jamás han refrescado la boca de nadie, están momificados en su estantería, como si se tratara de nichos olvidados. Hoy han resucitado en un ceremonia de limpieza general, pasados por agua y jabón, me percato de lo bien torneados que están y de que, los graciosos pitorros, nunca han  calmado la sed de nadie. Han escapado de su destino -por ahora-. Me alegra tenerlos cerca, tan irreales y anacrónicos que no parecen de este mundo. 

Hoy, a estas horas del sábado, primer día de octubre, cuando  se desenfoca el paisaje y parece que se cierne una tormenta, el barro modelado en su efectiva tecnología, se convierte en el símbolo del tiempo circular, dónde todo vuelve.

Han vaticinado un otoño caluroso, ya es hora de llenar los botijos de agua y dejarlos en la fresca, por un si acaso se corta la luz.       

miércoles, 31 de agosto de 2016

Relatos de este mundo

Jean Fouquet, 1420-1481



Al final de la primera Guerra Mundial, Elías Canetti residía en Zurich. Era un niño de apenas doce años cuando se convirtió en testigo accidental de un hecho, tan revelador de la sinrazón de las guerras que pulveriza la retórica belicista.  

Acompañaba a su madre, una mujer de inteligencia y cultura extraordinaria, políglota y lectora apasionada, cuando al doblar la calle, presenciaron el desfile de soldados franceses heridos, renqueantes y tullidos por las heridas de guerra. Avanzaban  con lentitud, la gente se apartaba a su paso. Estaban en Suiza para ser canjeados, una vez recuperados, por soldados alemanes. Al otro lado de la calle, apareció un grupo de soldados también heridos, eran alemanes.  Con paso lento se dirigían al encuentro irremediable. 

Se temió un enfrentamiento, desde las aceras, los transeúntes vieron como los dos grupos de soldados se cruzaron en la calle. Un herido francés, levantó su muleta en dirección a los alemanes, gritó con emoción: ¡Salut!  Con actitud amistosa, los soldados alemanes respondieron también con idéntica expresión y  alzaron sus muletas. Los dos grupos siguieron su camino sin que mediara entre ellos ninguna hostilidad. 



Elias Canetti observó que su madre temblaba, disimulaba las lágrimas; también vio a otras  personas que lloraban. En La lengua absuelta, autobiografía de Elías Canetti, este episodio se añade al que sucedió unos  días después de declararse la  guerra.  En aquella época vivían en Viena. En la familia de Elías Canetti, de origen sefardí, se hablaban  varias lenguas, la madre, educada en Viena, el alemán; los niños, el inglés; y entre los familiares era común hablar en ladino, el español que se hablaba  en el siglo XV. El francés era una lengua también habitual entre ellos. En aquel ambiente familiar, se consideraba gente inculta y primitiva a quienes hablaban una sola lengua

Relata Canetti que un día  paseaba con su madre y sus dos hermanos pequeños por el centro de Viena, la multitud se arremolinaba para gritar consignas bélicas y cantar himnos militares. Él,  entonces tenía nueve años, empezó a cantar el himno británico  y sus hermanos pequeños le siguieron. Aquellos vieneses reaccionaron contra los tres niños con bestialidad,  propinándoles bofetadas y patadas, insultándoles sin que los niños comprendiera el porqué de la violencia. La madre intervino en su impecable alemán vienés para rescatar a sus hijos y apaciguar a la muchedumbre. Desde aquel día se les prohibió hablar en inglés fuera de casa. 

Estas dos anécdotas  muestran qué fácil es  inocular odio ante un enemigo invisible y creado con mil artimañas propagandísticas,  y cómo, en el caso de los soldados, desaparece el falso enemigo para diluirse en  nosotros; porque también  "el enemigo" sufre y  siente y es víctima del odio. 



Menos que uno,  es una recopilación de textos autobiográficos  y  ensayos literarios, del poeta ruso, nacionalizado norteamericano, Joseph Brodsky; también, como en Canetti,  leemos episodios malignos que dan cuenta de la estupidez y mala fe de quienes juzgaban la poesía, la música, la literatura,o cualquier área de conocimiento humano, con la vara interpretativa de quien no tolera la disidencia. El odio disfrazado de consignas del Partido. Individualista, contra los intereses del pueblo, constituían la peor acusación y una segura condena para pudrirse en campos de trabajos forzados. 
    
Brodsky nació y se crió en  San Petersburgo  -en época soviética Leningrado- los recuerdos de su infancia y juventud son un relato de miseria y hambre, pero también la expresión de un agudo sentido de la belleza estética y moral, incluso en el ambiente de degradación ideológica del politburó, donde se jugaba con el destino de millones de personas.  
     


De   Elegía a Leningrado

IV
Y cuando al final me detuvieran acusado de espionaje,
actividad subversiva, vagabundeo y menage à trois
rodeado por la horda que apuntaría con los dedos,
gritando enfurecida: -¡no es de los nuestros!-
íntimamente feliz, me diría en silencio
mira, es tu oportunidad de saber como se ve desde adentro
aquello que por mucho tiempo viste desde fuera;
no olvides los detalles cuando grites “¡Vive la Patrie!

A veces, cuando leo a Canetti y Brodsky,  tengo la sensación de que el tiempo se ha detenido y que todo lo que ellos vivieron y contaron está a la vuelta de la esquina, pero esa tontuna aprensiva se me pasa enseguida. Soy una floja, me digo y juro no seguir con las lecturas perniciosas, las que rompen la plácida frivolidad de vivir en el presente, sin pasado que valga. Creo que está de moda,  hay escuelas que enseñan esta bonita disciplina. Mindfulness,  se llama.                      


domingo, 10 de julio de 2016

Fantasmas y aparecidas


Pesadilla nocturna. Füssli, 1802 


Cuenta el poeta Coleridge que una mujer se le acercó  para preguntarle si creía en fantasmas y aparecidos: "Le contesté con veracidad y sencillez: no, señora, he visto demasiados  para creer en ellos". En versión gallega: eu non credo nas meigas, mais habelas, hainas.

Según la RAE, el aparecido es el espectro de un difunto. Ya sabemos que no existen pero cuando se aparecen es por algún motivo importante, jamás por capricho.  Hace unas noches, en la oscuridad de mi patio, tumbada en la hamaca, miraba el cielo. La luna nueva facilitaba la contemplación, agucé todo lo que pude mi miope mirada para descubrir el brillo de Júpiter, la apagada luz de Saturno y Marte, planetas en hilera frente a la constelación de Libra. Según me informó antes mi libro de astronomía para aficionados. Al mismo tiempo, y a ciegas, sorbía con caña una horchata casera. La atmósfera era perfecta, el aire tibio y las campanas de la iglesia anunciaban las doce.

Me sentía tan feliz que cerré los ojos para concentrarme en ese instante para  guardarlo en la memoria. El aroma del  jazmín real, el mismo que sirve para ensartar las biznagas malagueñas, me emborrachaba de dicha. Esta cursilada que acabo de escribir refleja con exactitud aquel estado mental de arrobo nocturno. 
Guiñé los ojos para enfocar mejor las estrellas, churrupée  la bebida, creí ver un meteorito en paso fugaz, pero enseguida advertí que la luz estaba muy cerca, entre los tiestos de lavandas. Frente a mí. 

Era el resplandor de la aparecida que al principio confundí con una vecina emboscada. Deduje su naturaleza fantasmal porque no tenía cuerpo, solo un halo blancuzco, como una gasa que cubriera su cuerpo inexistente. Carecía de rostro, pero a mi se me antojó ver dos ojos y una prominente barbilla. Fiel al protocolo paranormal, le pregunté: qué quieres, quién eres, por qué a mí, no me pidas cosas raras...

Soy  Yvette Guilbert, cantante de vodevil, que gané fama con la canción Madame Arthur, cuya letra fue escrita por el escritor Paul de Kock. Unas semanas antes de morir prometí leer toda su obra. Una locura, pero estaba tan contenta que me dio un repente de agradecimiento. Sería por efecto del pastís. Apenas leí unas páginas de sus  Mémoires  ¡zas, palmé!  Quiero que me sustituyas, cumple tú por mi, lee lo que yo no pude leer en vida para  que al fin  pueda descansar. Seamos amigas. ¿Quieres?  




De acuerdo, dije con irreflexiva prontitud.  Desapareció el espectro, se acabó la horchata, llegó la calor y  hoy, decidida a cumplir mi promesa, me entero que el tal Paul de Kock  (1794-1871) se hizo famoso con su primera y picante novela Georgette. Contable de profesión, dejó de trabajar de chupatintas en un banco para convertirse en  littérateur industrielle, al estilo Dumas. Ocurrió en 1820, cuando Francia fue pionera en tecnología impresora. En esa época, se multiplicaron las ediciones de libros y  florecieron las librerías. En el año 1827, por ejemplo, se publicaron 537 títulos nuevos de poesía. La lectura se universalizó, sobre todo en París. Había un total de 4.500 trabajadores censados en las imprentas de la ciudad, un cuerpo instruido que en los años siguientes tuvo mucho protagonismo durante las revueltas sociales.          

Pero no perdamos el hilo, el señor Paul de Kock, sistematizó la escritura, se rodeo de ayudantes para producir cuatrocientas novelas y  doscientas obras de teatro. Rico, le pagaban 20.000 francos por novela, vivió como un marqués. De su pasada fama quedan hoy tres frases de calendario (que es lo único que leeré de él).

Perdóname, Yvette, me has pedido un  imposible. 400 novela y 200 obras de teatro seguirán sin lectora del siglo XXI, y tú,  continuarás vagando en las noches de verano, tiempo propicio para sueños y promesas que jamás se cumplirán. Como escribió Paul de Kock, en el colmo del utilitarismo social: si pretendes conservar la amistad no pidas ni concedas favores a tus amigos.