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viernes, 13 de agosto de 2010

Premio literario



   El atardecer  se vistió con luz dorada como si fuera la pátina de una joya rara y misteriosa
-Qué cursi  ¿Y por qué una joya rara? El anillo de sello de mi abuelo también es dorado y  como ese hay a patadas;  tampoco pongas el atardecer porque  está muy visto.

-Pues será casualidad pero todos los días atardece y muchas veces el cielo  está casi amarillo, yo sólo soy el notario  de la realidad y escribo lo que veo y tal como lo ven mis sentidos. Lo que pasa es que me tienes envidia, te joroba que sea tan famoso y que me hayan concedido  tres premios en estos últimos cuatro años. 

-Tres premios, ja, ja, ja, me río en tres sílabas. Tienes al jurado comprado, cacho mamón. 

-¿Quién, yo?  Te daría de leches si no fuera porque dentro de un hora he de estar en el Casino para una lectura dramatizada de mi obra. Y no puedo  alterarme, se me quiebra la voz con el nerviosismo y eso para un  autor consagrado es una muestra de debilidad intolerable. No me importa tu opinión y no quiero que me acompañes ¿me has oído?

-Perfectamente, pero  voy a ir y me vas a ver en primera fila. Pretendo regodearme con la ceremonia y, de paso, hacerme con material sensible para la próxima novela.  A tu costa, lo reconozco. ¿No te gusta?

-Qué insana mente podrida la tuya.

-¿Qué insana o qué insania? Concreta, es importante porque las palabras han de representar de la manera más fehaciente nuestro pensamiento, bueno el tuyo,  que poco tienes ahí dentro, pero algo asoma  de vez en cuando, lo admito.  ¿Me has querido insultar?

-Estás como una cabra, peor aún,  como un trozo de estiércol seco. No alcanzas la cordura de un animalito, esas criaturas no andan, como tú, todo el día al acecho de una oportunidad para ensañarse con el prójimo. No estás bien del coco. 

-En ese caso la palabra justa es insania, me falta el juicio. Quizás, pero gracias a mis locuras estás donde estás.  Acabemos de una vez ¿cómo era el atardecer? 
Atardeció  tarde y las gaviotas tardías sobrevolaron la tartera.   
-Vamos de mal en peor, Tobías. 
-Me has puesto muy nervioso y eso me deja atrancada la inspiración.
-Deja ahí el papel y abróchate el  botón de la americana. Anda, vete de una vez si no quieres llegar tarde.
-¿Y  tú? 
-Ya te he dicho que estaré allí, y ahora haz como si no me vieras, como si no existiera. Adiós, Tobías, nos vemos. 

La música de Baden Powell  sonaba cuando Tobías echó el cierre a la puerta del piso. Sonrió en el rellano con gesto seductor, en un ensayo de su actuación en el Casino. La terapia de la Sombra era lo mejorcito que se había inventado para estimular la creatividad, de paso servía para bajarse los humos uno mismo, darse caña y evitar la autocomplacencia. ¡Qué hallazgo!  En la  portería, dos vecinas le felicitaron. 

-Hombre Tobías, ya nos hemos enterado que te han dado otro premio en la revista del barrio, si es que eres  un poeta como la copa un pino. 

-¡Bah! se hace lo que se puede.

-Pues el lunes nos pasamos por la carnicería y nos cuentas cómo fue el acto.Iríamos pero hemos de recoger a los nietos. Por cierto, necesitaré un redondo tiernecito para el miércoles ¿tendrás? 

-Claro, reina, ya sabes que solo vendo primera calidad.              

       
 

jueves, 22 de julio de 2010

Jaque mate


-Anda, tonto, ven conmigo al parque.
-No, déjame, antes he de resolver esta maldita partida. 
Sobre la mesa de tijera, un periódico doblado por la página de pasatiempos mostraba un tablero de ajedrez con la partida celebrada en 1984, en Cienfuegos,  entre los maestros internacionales Tatai y Lebredo  en una posición muy comprometida para el cubano, tanto que no pudo impedir la entrada victoriosa de la dama blanca. 

-Deja ya el jueguecito y ven, es un  ultimátum. Mira qué tarde más preciosa  y huele a hierba; podríamos tomar un frankfurt en el chiringuito que hay en la entrada del parque y luego ir a tomar una copa al Virtudes

-Que no. No insistas, además ahora hace frío  y luego echan una película en la tele basada en una novela de Clancy. 

Ella se mordió el labio antes de dar media vuelta y coger el bolso en el que metió las llaves de casa, y el  móvil.  Desde la puerta se despidió con una alegre ¡hasta ahora!      
La dama blanca aspiró con placer y con los ojos entrecerrados, el aire fresco y húmedo que subía desde el puerto. Podía ir a ciegas hasta el parque, que estaba a una distancia  de cien  metros del edificio donde compartía su vida con el jugador de ajedrez. A medio camino, frente a un  paso cebra  se echó de bruces  contra el asfalto, con cuidado para no hacerse daño y  a pocos centímetros de un Audi  A3 que circulaba con gran lentitud porque el conductor era  vecino de un pueblo  de Castellón, aunque esta circunstancia no justificaba  los 10 km por hora. El conductor frenó, se le secó la boca y salió del coche con las piernas tan temblorosas que apenas le sostenían.           
 En  un estado de total laxitud, excepto el brazo derecho que apretaba el bolso contra su pecho, escuchó con atención la conversación precipitada y tartamudeante del conductor que intentaba convencer a varios transeúntes de su inocencia.   
-Que se   ha echado encima,  que ni la he tocado, mire.. vamos.. si es que debe ser una loca, una drogada, está el mundo imposible....  No hay derecho...yo iba tan tranquilo...un día que se me ocurre venir a Barcelona...mecachis.
-Hay que llamar a la guardia urbana y a los de emergencias médicas.
La dama blanca  entreabrió un poco el párpado de su ojo izquierdo para ver quién  daba las órdenes. Era un hombre negro, lo tenía visto por el barrio. Mientras acudía más gente con ánimo de pasar un rato entretenido, intentó  ubicar al líder de la reunión, a estas alturas tumultuosa,  cuando la sirena de una ambulancia  acalló las conversaciones. ¡Ya está! Se le encendió la bombilla: es el  propietario del  chiringuito del parque, ése donde hacía un rato propuso tomar un frankfurt.  Un enfermero y una doctora le tomaron el pulso y la tensión. 
-¿Qué hacemos? No hay nada anormal. 
-Pues a urgencias, solo falta que la palme y nos echen la culpa, ya sería  para hacerse el Mata-Hari. 
-Querrás decir el Hara-Kiri- corrigió el enfermero que hacía poco había visto El puente sobre el rio Kwai 
-Lo que tú digas.   
Abrió los ojos la dama blanca y sonrió a los sanitarios, con  trémula y falsa voz  susurró: 
 -Estoy bien, sólo un poco mareada, llamen a mi marido aquí -señaló con el dedo el nombre de la agenda de su teléfono móvil- él se hará cargo de todo. 















              



   

jueves, 8 de julio de 2010

Versos


 Miguel Hernández y Josefina en Jaén, 1937.


Desde la fila once, lateral y asiento par, Isona echó una foto del escenario vacío, luego miró al cielo, un puntito brillante asomaba detrás de la nube rota que tenía forma de pera conference.

Sólo quien ama vuela.
Pero ¿quién ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo?    
   
-¡Qué bueno es el tío! Ahora viene:  Amar... Pero  ¿quién ama? Volar... Pero ¿quién vuela?  

Isona cruzó las piernas  sin dejar de abanicarse y lo hizo con tanta furia que dos varillas del abanico fueron a parar al suelo.
-¡Quién pudiera volver atrás en el tiempo y correr delante de los grises!

Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado.
Donde faltaban plumas puso valor y olvido.

El nostálgico apretó el sudoroso y rollizo brazo contra el omóplato descarnado de Isona, al poco rato  juntó su pierna peluda, desnuda de rodilla para abajo, en el muslo de ella, eufórico por los versos cantados y el contacto con piel de mujer. Le propuso  una cita para aquella misma noche.
Un ser ardiente, claro de deseos, alado  
quiso ascender, tener libertad por nido.
          
-Yo a ti  te conozco, te he visto antes ¿tú estuviste en la manifestación de Amnistía Llibertat i Estatut de Autonomía? ¿A que sí? A mí no se me olvida jamás una cara. ¿Damos juntos un paseo cuando acabe el recital?

El movimiento del abanico parecía el aleteo de una mosca hambrienta y rabiosa, a punto de posarse sobre  un apetitoso despojo. Con un movimiento rápido y efectivo, Isona asestó un golpe de abanico cerrado  en la tripa de su pretendiente. 
El hombre yace. El cielo se eleva. El aire mueve.

Ay! -El hombre restregó su mano sobre la camiseta negra, a la altura de lugar donde había recibido el golpe, las lágrimas le anegaban los ojos y aunque le resbalaban por la mejilla mal afeitada, no quiso limpiarlas, hacía tanto tiempo que no lloraba que se sintió poseído por una emoción cálida y acogedora que deseaba saborear. El llanto benéfico no solo le mojaba las perneras de los pantalones  bermudas sino que le procuraba tal  alivio que se sentía volar, como si su  espíritu  se hubiera separado, por fin, del cuerpo. Isona y el resto de público de la grada  le chistaron para que enmudeciera, pero él no podía escucharles, arrebatado  por  la emoción.  Lloraba  mientras repetía:  gracias, gracias ¡qué Dios te bendiga!  yo sólo necesito amor  y tú me has dado  un poquito esta noche. Así continuó varios minutos hasta que dos guardias le sacaron en volandas del teatro, en la zona de los camerinos comprobaron que no tenía entrada  y que era un mendigo, de esos que viven en Montjuïc cuando llega el buen tiempo.       





    
    

       
     

lunes, 21 de junio de 2010

Compás binario




En el salón de baile, ella intentaba recordar cómo era aquel compás que hizo famosa a su amiga, años atrás, en aquel mismo hotel. Los brazos le colgaban rígidos, sin un triste balanceo, mientras sus pies se movían dos pasos derecha, cruce de piernas y otros dos pasos a la izquierda ¿o era al revés? Cerraba los ojos para concentrar su atención en seguir el ritmo pero tanta introspección malograba sus movimientos, los hacía lentos, precavidos, como si estuviera inspeccionando la calidad del suelo que pisaba

Sonaba una canción antigua en el órgano multifunción que tocaba un hombre, con un lápiz de IKEA entre los labios, la mina en la lengua porque estaba dejando el tabaco y el grafito no sólo le sabía rico, sino que le daba energía suficiente para  tocar el tema de Lara dos veces por noche.

Ella, a pesar de tener los ojos cerrados, notaba todas las miradas.  Sí,  la contemplaban intrigadas  media docena de parejas sentadas en torno a las mesitas, un poco impacientes porque hacía casi una hora que esperaban la actuación del Mago Sarkov.  Ella entreabrió un ojo, el izquierdo que era el que menos dioptrías tenía y fue en ese breve instante cuando él se acercó, la tomó del talle con suavidad, susurrándole: Palmira  van a dar las once, es nuestra hora.
-Ya, pero por lo que más quieras te lo pido: hoy  no me tires los cuchillos que se ha atascado  otra vez el motor de los brazos. 


sábado, 12 de junio de 2010

Gregori Perelman y el Titánic



Alguna vez he sido presa de un delirio cósmico, incluso de varios. Por fortuna, cuando estoy en pleno desvarío, mi apariencia es normal: compro el pan, hago mis quehaceres como si tal cosa y nadie advierte que en mi cabeza pasan cosas tremendas que me gustaría escribir para dar fe de mi capacidad visionaria, que, por otro lado, está aún por demostrar, pero  soy tan cobarde que no digo ni mú a nadie. 
Hay días, como hoy, que la lectura de una noticia en particular me enciende, me envenena la imaginación y  provoca un estado de conciencia superior, algo así como una facultad paranormal.

En ese trance estoy ahora, creo que sé más que el resto de seres humanos y vislumbro otras realidades y todo por culpa del señor Gregori Perelman, un matemático genial  a quien le importa una higa el millón de euros que se ha ganado por desentrañar  un misterio numérico parido por Poincaré. ¿Y a mi qué me importa? me digo a mi misma, si renuncié a mi gran vocación -astrofísica y de paso astronauta- para estudiar una carrera de letras por no ser capaz de resolver integrales. ¿Qué me pasa con ese ruso con pinta de indigente que dice haber hallado la fórmula que demuestra la existencia de Dios?  Pues que le tengo cariño platónico, que no amor. Sé que entre él y yo  nunca habrá una amistad seria, ni siquiera una relación frívola. ¿De qué podríamos  hablar?  De nada: ni hablo ruso, ni me gustan las matemáticas y, por lo que sé, tampoco podríamos pasear por los bosques moscovitas en silencio, gozando de nuestra amistad espiritual, porque el señor Perelman no sale de su pisito ¿Para qué perder el tiempo callejeando si todo lo que necesita lo tiene en sus cuarenta metros cuadrados de piso compartido con su madre?  

De pronto se me ha ocurrido que vivimos en Universos creados por nosotros mismos. Quizás ya existe esa teoría, lo ignoro. La cuestión es que veo una realidad, la nuestra, que previamente alguien ha imaginado. Pongo el caso del señor Robertson para demostrar mi teoría. Ese hombre, marino mercante, escritor frustrado, escribió en 1898 una novela sin éxito, la tituló Futilidad. Nuestro señor Robertson murió sin conocer la gloria literaria. 

En dicha novela imaginó un barco  bautizado como Titán y su hundimiento provocado por un témpano de hielo. Ambos, el trasatlántico real y el ficticio, zarparon de Southampton, tenían tres hélices y dos mástiles y se hundieron a cuatrocientos kilómetros de Terranova el mismo día del mes de abril que relataba su novela.
  
Imaginó  el señor Robertson su  Titán con detalles ornamentales idénticos a los que se tragó el mar: la gran escalera de caoba bajo la cúpula de cristal y  se le ocurrió -en mala hora- que el lujosos trasatlántico iba equipado con muy pocas balsas salvavidas. 
Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, P. K Dick, A. Clark y tantos otros,  han  imaginado mundos que se han hecho realidad con un asombroso y fidedigno respeto por la palabra escrita. 

  



sábado, 5 de junio de 2010

Moscas cautivas


                    Ilustración de 1920 copyright de  Hart Schaffuer, Chicago (NYPL)

 
 Según me contó mi prima  Elo, el  jefe de su último trabajo la echó con estas palabras:
-Le habría dejado  una semana más de prueba pero es usted la peor trabajadora que he tenido en toda mi vida.En cincuenta años en esta empresa no he conocido a nadie que se ría como usted todas las veces que paso por delante de su mesa. No puedo soportarla más, me da taquicardia verla ahí, ante el ordenador, como si estuviera frente a la tele de su casa. Usted fue contratada para introducir  datos, cosa bien fácil que no necesita muchas luces, pero usted no quiere y tiene la desfachatez de burlarse de sus compañeros.  Mírelos,  sin levantar cabeza. Lo que no tolero es que se ría de mí… eso si que no...

-Claro que me río, es por prescripción facultativa. Me aburre el trabajo y la estupidez de esta empresa y, si quiere que le sea sincera, usted y esos pobres desgraciado que teclean como posesos, me dan pena. 

El jefe se ajustó la corbata de color azul celeste, entornó los ojos vidriosos de cólera sin que se le ocurriera nada inteligente que le restituyera la autoridad y el respeto ante sus subordinados, que observaban la discusión  con placer y   envidia. Dichas emociones provocaron un tecleo lánguido y desacompasado, un piano melódico que presagiaba un súbito redoble de tambores.  El jefe contrajo la boca y en ese gesto rabioso desapareció la delgada línea de los labios. Le llegaban a la lengua  insultos que ahogaba para evitar acabar en el estrado de un juzgado social.      
-Bien, así que sus compañeros son unos estúpidos, pues sepa que son personas maravillosas y honradas.
-No, se equivoca y miente, usted los desprecia y ellos son un grupo de esclavos agonizantes. 
Una mosca verdosa entró por el resquicio de la ventana entornada, posándose sobre el teléfono que sonaba sin que nadie se atreviera a descolgar.          
Elo echó su cabellera ondulada y castaña hacia  atrás, como una seductora artista, atusándose a continuación la nuca sin escuchar lo que su jefe farfullaba sin convicción:
 -Bueno, pues serán esclavos pero cumplen con su obligación, usted acabará en.... en la cola del paro. 
-Y usted ¿dónde acabará ? ¿Y ellos? ¿dónde acabarán?
-¿Ehh? ¡Se acabó, de mi no se ríe nadie! 

Con un resoplido, el jefe dio media vuelta, se aclaró la garganta, carraspeó nervioso  antes de decir: 
-Pase por Personal para firmar el finiquito.

-Ahora mismo, en cuanto haga mis ejercicios de risoterapia. 

Elo, según me contó, se carcajeó tres veces seguidas tal como le tiene indicado su terapeuta,  luego, recogió  en su enorme bolso mochila el bolígrafo de su propiedad y la botella de agua. Salió de la sala echando un beso al aire dirigido a sus ex compañeros. La mosca  siguió su vuelo hasta uno de los listados telefónicos y allí se quedó, como si estuviera muerta, sobre un tal García Robledillo, Alfonso, a quien una tele operadora intentaría convencer al día siguiente de las excelencias de un depósito de máxima rentabilidad, un producto estrella de la entidad financiera de la que Elo acababa de ser despedida.   












viernes, 21 de mayo de 2010

Rebequita

 A principios del año 2009  Rebeca juró cambiar su nombre por otro  menos evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que leer esa vieja y cursi  novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita, parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los pendientes. 

Sí, Rebeca odiaba su nombre y también  las chaquetas de lana abotonadas y, para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras completas de Daphne du Maurier, encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería; los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal efecto  fue atribuido  por la madre a un insidioso hongo que revivía siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija. 

Si he de ser yo misma no puedo  seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía Rebeca un día sí y  otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica  ni otras zarandajas caligráficas y cuando  estuvo segura de su elección  pidió a todos sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella  por el nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron en renombrarla,  se produjo  la sustitución, pero  como en la novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones administrativos y civiles, porque España, hija mía  le decía su jefa, no es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o  Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su  fatal destino onomástico. 

-Madre ¿cómo se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo? 

Rebeca, perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia, lugar de residencia de la viuda de don Ramón  Pecho, la madre de Rebeca. La señora Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva edición de las novelas de Daphne du Maurier

-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?

-No sé qué contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no  me gustó tanto como Rebeca, pero  tampoco es mala novela Mi prima Raquel. 

Diríamos que el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si  la historia fuera un melodrama, pero  lo que apareció  en la boca de Rebeca (Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío  desde el  balcón  del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela, fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el  día de hoy no se ha podido averiguar la autoría del  acto vandálico, la defenestración criminal ha quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su prescripción.                  
         

sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.  


domingo, 11 de abril de 2010

Resplandor al amanecer





Desde el piso sesenta, Shangai resplandecía como un zafiro de luz azulada y fría; acongojaba el ánimo el paisaje de edificios apelotonados, altos y acerados como  navajas, que parecían aguardar, las muy taimadas, el paso de un inocente para caer sobre él. 


Tarareó sur le pont d'avignon  mientras caminaba por el pasillo acristalado hacia los ascensores, qué lista es la puñetera mente, se dijo a sí misma, porque efectivamente, el pasillo de suelo transparente  semejaba la pasarela de un río. Encarna, nombre por el que se la conocía en Barcelona, meditó un instante sobre la capacidad de su inconsciente para pronunciar la palabra pertinente en los momentos de mayor atolondramiento. En cambio, qué distinta era  su mente racional, ese amasijo neuronal que la empujaba a pronunciar palabras inoportunas y ofensivas.
Era una enfermedad, bien lo sabía Encarna que ahora se había cambiado el nombre por Xia que significaba, según le dijo su jefa, resplandor al amanecer. Se sentía infinitamente más a gusto en su piel de china que en su antigua identidad, barcelonesa, charnega de primera generación que vivió hasta los cuarenta y cuatro años en la Meridiana, muy cerca del paseo Fabra y Puig. 

En el ascensor, dos ejecutivos rubios y algo amazacotados le hacían la pelota a una mujer morena de rasgos caucásicos y gesto de mala leche. El ascensor se detuvo en el piso 32, de allí hasta la planta baja, Xia descendió en soledad en el cubículo de vidrio, Shangai, de cerca, era como es casi todo en este mundo, más fea, menos deseable.  Detrás del mostrador de recepción, Wang, de guardia esa noche, le pasó  el papelito rosa brillante, con el número de habitación: 1034. No cruzaron palabra,  cosa por otro lado imposible pues Encarna, perdón Xia, no hablaba inglés  y mucho menos mandarín, y el  recepcionista ni hablaba español ni catalán, pobre ignorante, pero para el trabajo de Xia en el  hotel,  las habilidades lingüísticas eran superfluas.  De nuevo en el ascensor, esta vez en uno de los siete de la zona oeste, subió hasta el piso décimo y abrió con su llave maestra la puerta 1034, a continuación inspeccionó  todos los rincones, cerciorándose de que el sospechoso cliente no guardaba en sus dos maletas, marca Samsonite documentos sobre la empresa china de elaboración de  ensaimada mallorquina. Tras más comprobaciones, todas ellas meticulosas, Xia marcó  en su móvil el número clave para indicar que el cliente estaba limpio, después se echó  sobre la cama king size cubierta con colcha adamascada  de color sangre de dragón y sonrió con la cara vuelta a la  pared ventanal  desde la que se contemplaba  la gran curva del canal frente al distrito de Pudong.         
                     






domingo, 28 de marzo de 2010

Autovía






 De todos lo hombres que conoció, X fue el más impredecible, y los hechos le dieron la razón un año antes, cuando la ruptura entre ellos se convirtió en un asunto de supervivencia física. Las peores pasiones son las que están gobernadas por la obsesión; claro que bien sabía ella que el amor, ese que escribimos con mayúsculas, deja a su paso un reguero de reproches, gritos y lágrimas, aunque para ser ecuánimes hemos de señalar que esa clase de amor también tiene el mérito de regalar  las mayores carcajadas a los amantes. 

Un amor así está reservado a unos pocos, se decía ella, convenciéndose a sí misma de la cualidad extraordinaria que distinguía su pasión de los amoríos convencionales a los que se entrega el resto de la gente. Una pasión que ya estaba muerta, que  su recuerdo olía a fúnebre; pasión adornada por unas exequias de oropel  con las que aburría a sus conocidos y también a los desconocidos. Si ella  tuviera dos dedos de seso, esa reflexión, excesiva y  fantasiosa,  sobre la naturaleza de su amor, tan volátil como cualquier otro,  se habría quedado a las puertas, sin atravesar su pensamiento como un dardo envenenado. Era tarde para enderezar sus recuerdos y allí estaba ella, sentada en un bordillo de la cuneta, de la autovia Madrid-Barcelona a la altura de Medinaceli, con un cartel entre las manos escrito con letras de imprenta, coloreadas con ceras verde y roja, en las que los conductores que pasaban leían:  Ágreda.  En esa población se ofició la despedida y allí  regresaba, al igual que los homicidas vuelven  al lugar del hecho, para verificar que fue real o que no lo fue, según la vocación reincidente o accidental del criminal. 
-Que ya no podemos ir juntos. 
-¿Y eso quién lo dice?
-Lo digo yo y lo manda el jefe de logística de la empresa.
-Pero si el trabajo siempre ha salido fetén.
-Ya, pero ahora sobra uno de los dos, y la que sobra eres tú, que ni tiene hijos ni  permiso para conducir transporte pesado.
-O sea que me largan, me largáis, mejor dicho.
-Eso.
-Y me voy al paro y tú, tan fresco.
-Pues sí, lo primero es el camión y mi familia.
-¿Y yo qué he sido para tí,  pedazo de choto?
-La encargada de almacén  de la empresa que aprovechaba mi ruta  para viajar gratis.
-¿Y nada más?
-Pues, así que recuerde, algunas risas nos hemos echado juntos.


lunes, 15 de marzo de 2010

Ladrillar



En el año 2008, en el mes de mayo, un meteorito se desintegró a la altura del término municipal de Ladrillar, en Las Hurdes; en una terraza de cultivo de olivos,  abandonada desde hacía tres lustros cayeron dos restos que no medían más de tres centímetros  el primero y con forma de higo  y ocho centímetros  el segundo, y que parecía una muela del juicio con raíz.

Los dos meteoritos fueron encontrados el 14 de marzo de 2010 por Elías, un buscatesoros que al primer vistazo los desechó, pero al cabo de unos minutos, cambió de idea, los recogió, tanteó con las yemas de los dedos la superficie negra, irregular y, para su asombro, con tacto sedoso y  los  guardó en el bolsillo  izquierdo del pantalón. De camino al pueblo de las Mestas, casi al anochecer, la carretera adquirió un tono azulado, no sólo el asfalto, también los pinos que se inclinaban desde las laderas de la montaña. 

Elías redujo la velocidad para observar mejor el fenómeno, desde el parabrisas echó un vistazo al cielo: dos nubes de color púrpura brillaban en el cielo casi oscuro. En ese mismo instante, el coche se detuvo, el motor se paró sin que Elías hubiera tocado el freno, ni el cambio de marchas. Salió del coche, el silencio era absoluto, sabía que era inútil recurrir al teléfono móvil, porque no funcionaría, estaba seguro, pero a pesar de esa confianza,  tuvo la tentación de comprobarlo y, sí,  efectivamente, el móvil estaba muerto, como el coche. Le pareció una noche bellísima, azulada  y violeta como una melena ondulante  que cubriera esa parte del planeta, por capricho para complacerle sólo a él; en el bolsillo de su pantalón, las dos piedras cósmicas palpitaban con un ritmo sosegado y profundo. Antes de iniciar a pie  la marcha por la carretera solitaria, Elías depositó los meteoritos sobre un tronco roto que encontró en la cuneta. A los pocos pasos, la noche se hizo gris, las dos nubes púrpuras desaparecieron y el teléfono móvil que guardaba en su chaqueta le sobresaltó  con su señal de mensaje recibido
-¡Cochina realidad y cochinos extraterrestres!
Volvió sobre sus pasos, se sentó en el asiento del coche al tiempo que una furgoneta de reparto pasaba a toda velocidad por su lado. Encendió el motor, antes de ponerse en marcha, se quedó pensativo durante unos minutos, arrepentido y también rabioso contra sí mismo.
-¡A la próxima, y ya van tres con esta vez, voy a llegar hasta el final, aunque sea lo último que haga en este mundo! Si quieren algo  de mí, que me lo digan a las claras de una puñetera vez.