Alguna vez he
sido presa de un delirio cósmico, incluso de varios. Por fortuna, cuando estoy
en pleno desvarío, mi apariencia es normal: compro el pan, hago mis quehaceres
como si tal cosa y nadie advierte que en mi cabeza pasan cosas tremendas que me
gustaría escribir para dar fe de mi capacidad visionaria, que, por otro lado,
está aún por demostrar, pero soy tan cobarde que no digo ni mú a
nadie.
Hay días,
como hoy, que la lectura de una noticia en particular me enciende, me envenena
la imaginación y provoca un estado de conciencia
superior, algo así como una facultad paranormal.
En ese trance
estoy ahora, creo que sé más que el resto de seres humanos y vislumbro otras
realidades y todo por culpa del señor Gregori
Perelman, un matemático genial a quien le importa una higa el millón
de euros que se ha ganado por desentrañar un misterio numérico parido por
Poincaré. ¿Y a mi qué me importa? me digo a mi misma, si renuncié a mi gran
vocación -astrofísica y de paso astronauta- para estudiar una carrera de letras
por no ser capaz de resolver integrales. ¿Qué me pasa con ese ruso con pinta de
indigente que dice haber hallado la fórmula que demuestra la existencia de
Dios? Pues que le tengo cariño platónico, que no amor. Sé que entre él y
yo nunca habrá una amistad seria, ni siquiera una relación frívola. ¿De
qué podríamos hablar? De nada: ni hablo ruso, ni me gustan las
matemáticas y, por lo que sé, tampoco podríamos pasear por los bosques
moscovitas en silencio, gozando de nuestra amistad espiritual, porque el señor Perelman no sale de su pisito ¿Para qué
perder el tiempo callejeando si todo lo que necesita lo tiene en sus cuarenta
metros cuadrados de piso compartido con su madre?
De pronto se
me ha ocurrido que vivimos en Universos creados por nosotros mismos. Quizás ya
existe esa teoría, lo ignoro. La cuestión es que veo una realidad, la nuestra,
que previamente alguien ha imaginado. Pongo el caso del señor Robertson para
demostrar mi teoría. Ese hombre, marino mercante, escritor frustrado, escribió
en 1898 una novela sin éxito, la tituló Futilidad.
Nuestro señor Robertson murió sin conocer la gloria literaria.
En dicha novela
imaginó un barco bautizado como Titán y su hundimiento provocado por un
témpano de hielo. Ambos, el trasatlántico real y el ficticio, zarparon de
Southampton, tenían tres hélices y dos mástiles y se hundieron a cuatrocientos
kilómetros de Terranova el mismo día del mes de abril que relataba su novela.
Imaginó
el señor Robertson su Titán con
detalles ornamentales idénticos a los que se tragó el mar: la gran escalera de
caoba bajo la cúpula de cristal y se le ocurrió -en mala hora- que el
lujosos trasatlántico iba equipado con muy pocas balsas salvavidas.
Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, P. K
Dick, A. Clark y tantos otros, han
imaginado mundos que se han hecho realidad con un asombroso y fidedigno respeto
por la palabra escrita.