domingo, 22 de septiembre de 2019

Malas compañías




Hubo una época en la que Lovecraft era lectura compartida con un grupo de amigos en nuestros encuentros,  casi siempre en excursiones por la montaña. Nos dedicábamos a citarlo, recrear sus personajes  y parafrasearlo. Chulthu y El Wendigo eran nuestros preferidos. Nos gustaba, sin venir a cuento, clamar: ¡Ah, mis ardientes pies de fuego! y así pasábamos el rato hasta que llegaba la noche y  pocos se atrevían a levantarse de las literas de los refugios para ir al baño. Por si El  Wendigo merodeaba.

Desde esa tierna edad, al final de la adolescencia, no he vuelto a Lovecraft, pero este verano he leído a uno de sus discípulos: Thomas Ligotti, un escritor que sigue la estela del relato tenebroso inolvidable, del que nace un terror sin sangre ni sierra eléctrica. El horror de lo  incomprensible, de aquello que no vemos pero que sabemos que está ahí, echándonos su aliento mortal en la nuca.



Thomas Ligotti









En  La Conspiración contra la especie humana, Thomas Ligotti desarrolla su tesis contra el engaño colectivo (es su afirmación) e  intenta demostrar la estupidez y el sinsentido de la vida humana. Desnuda la conspiración que ha arrinconado a pensadores que se han reído del canto a la vida, porque tal don es un  invento para ocultar  la inutilidad de la existencia humana

Ligotti escribe bien, reflexiona muy bien y es un placer dañino leerle. Se carga el pensamiento positivo y las invocaciones para disfrutar de la vida porque es un regalo maravilloso. Al contrario, advierte de que estamos fascinados por la quimera de la felicidad merecida. Esa fascinación esclaviza por eso a él, las alabanzas  y las promesas de una vida de provecho le chupan un pie.  


Giotto, 1266-1337. Capilla de Scrovegni, Padua

Es nihilismo, sí, y muy bien argumentado porque Ligotti tiene una parte considerable de verdad cuando destruye los sofismas sobre los que se ha levantado la cultura occidental. El sufrimiento, y la consciencia de su existencia, inevitable en toda vida humana,  nos hace temerosos y maleables, dúctiles a discursos optimistas. 

Queremos promesas de una vida plena y  feliz en el horizonte, a ella queremos llegar, aunque sepamos y sea inaceptable reconocer  que nos espera la enfermedad, el deterioro físico y la muerte. No hay nada heroico en vivir.  


Ligotti es una mala compañía que no ha podido con mi naturaleza optimista, aunque ahora soy como aquella protagonista del chiste, la que va a la psicóloga para que le cure una manía. Al cabo del tiempo se encuentra con una amiga que le pregunta por el tratamiento y nuestra protagonista contesta: sigo con la manía pero ahora me importa un pito. Esa soy yo.   

             

domingo, 16 de junio de 2019

¿Qué puede ir mal?





Hace unos días leí un artículo sobre el falsificador literario, Mark Hofman. Según confesó durante el juicio, podía imitar a la perfección cualquier autor, vivo o muerto. La técnica empleada y su habilidad eran tan sofisticadas que ningún experto desconfió de él durante años. Todo se torció cuando decidió asesinar a dos mormomes -él también lo era- con quienes tenía tratos. Había quedado en entregarles documentos (falsificados) de la Iglesia a la que pertenecían y de la que obtuvo una millonada por sus  casuales hallazgos de las profecías del fundador, pero decidió poner una bomba lapa en los coches de sus dos clientes.   


La historia es ejemplar por muchos motivos, no, desde luego, por las acciones de Hofman, pero sí porque cuestiona el valor de la obra y la incompetencia de algunos expertos y responsables de certificar la autenticidad de las obras artísticas y por último, desarbola la veracidad y validez de los documentos, de todos. Y en el papel de cooperador necesario, la codicia insaciable de los que mercadean con todas las modalidades de la obra artística.

El valor económico de una creación es el resultado de un consenso académico, cultural y de mercado, no sabemos en qué proporciones actúan las tres variables y hasta qué punto están viciadas por el beneficio e interés personal. Afirma el historiador del Arte, y en un tiempo director del Museo metropolitano de Nueva York, Thomas Hoving, que las falsificaciones en artes pictóricas superan al menos  el 40% de lo que se mueve  en museos y galerías, sin contar el material que se subasta y vende.

Hofman consiguió que se aceptara -y subastara en Sothebys-¡Oh, my God! un poema de E.Dickinson sin levantar sospechas. Durante quince años elaboró cientos de documentos que siguen en circulación o en bibliotecas, la del Capitolio, por ejemplo, que pasan como documentos auténticos. El catálogo de caligrafías extraordinarias y de contenido nada desdeñable recorre Emerson, Whitman, Abraham Licoln,  Jorge Luis Borges, Dickinson y muchos más. 





Hofman habría sido un escritor extraordinario de su propia obra, pero su estupidez unida a la imaginación dirigidas al engaño, destruyeron su ascenso al altar de autores consagrados. Disfrutaba colocando sus escritos  en prestigiosas casas de subastas, instituciones y coleccionistas. Era capaz de inventar un  poema, un discurso, un relato o una profecía, clonar la caligrafía, expresión  y singularidades del trazo, métrica, vocabulario y sintaxis. ¿Es razonable negar idéntico valor literario al original y su copia?


¿Hay menos fraude en la literatura en comparación con las artes visuales?  Dudo que sea así.  Estoy segura de que en este instante, en algún  lugar del planeta se está clonando una obra que ostenta marca -firma-identificable, prestigio y valor económico en el mercado para ponerlo en circulación cuanto antes. Una obra de arte, un texto manuscrito de un autor reconocido es a la vez un objeto para el disfrute  de quien lo posee y una inversión financiera. Peligrosa  combinación que facilita la producción y falsificación de obras, no solo destinada a incautos coleccionistas, también a instituciones  culturales prestigiosas. 


Volviendo a la literatura, Hofman es un asesino, un idiota y un escritor de primera línea, al mismo tiempo sus actos son la prueba de lo que ya anticipó Max Aub con sus apócrifos: no existe medio humano para otorgar veracidad a un escrito, la realidad es inaprensible y  susceptible de ser manipulada hasta transformarla en un artefacto con apariencia real y legítima.





Para demostrar su punto de vista, Max Aub escribió varios textos apócrifos, el más sonado e irrefutable fue la creación de la biografía de Jusep Torres Campalans, un desconocido pintor vanguardista catalán que acabó sus días en Chiapas. Publicó la biografía en 1958, la diseñó como si fuera una monografía al estilo de las colecciones de arte. Se aceptó que Torres Campalans era un pintor que, por los avatares de la Guerra Civil española,  fue relegado al olvido. Algunos expertos en arte del siglo XX aseguraron que tuvieron la  suerte de conocerlo y contemplar algunas de sus extraordinarias pinturas.






Max Aub desveló la naturaleza ficticia de Torres Campalans y, desde luego, se ganó bastantes enemigos, no hay nada más vergonzoso que dárselas de especialista y quedar como un papanatas y un farsante.
Hofman sigue en una  prisión de Utah y según dicen los guardianes se pasa el día escribiendo ¿Qué puede ir mal  cuando un estúpido, con dotes sobresaliente para la literatura, dedica seis horas al día a escribir obras inmortales?         
           




                  

lunes, 4 de marzo de 2019

Ultra real



 
Blog Vintage photografie

Sabemos que la realidad supera la ficción. Esta obviedad  se reafirma todos los días en las noticias, tan inverosímiles que aceptamos su existencia porque ya no somos capaces de imaginar nada peor. Damos credibilidad a lo que publica tal periódico, revista y, sobre todo, Internet, ese enloquecido generador de mentiras y medias verdades, muchas de ellas generadas por  Inteligencia Artificial, no solo indistinguible de la humana, sino en muchos aspectos más precisa, rigurosa, imaginativa y manipuladora.

Hablemos de ciencia ficción, el futuro se escribe en China y Taiwán y tiene un nombre: ultra realidad. Será porque es allí donde está sucediendo el futuro que es ya  presente. Triunfa la ciencia ficción de escritores orientales,  al mismo ritmo que se imponen su tecnología y los adelantos en todos los campos del conocimiento, desde la medicina a la astrofísica. Ellos, los chinos, son  los que viven con más intensidad  esta fase de transición humana,  la cuarta revolución, el despegue  de un nuevo modelo de civilización.


En occidente vivimos en la inopia, pocos saben de la magnitud del cambio, cómo afectará a miles de millones de personas y cambiará el planeta en un avance sin retorno. Hoy nos preocupa el Brexit y  las decisiones del  Banco Central Europeo, la caída del sector automovilístico y, vagamente en mi caso, un juicio en Madrid. Créanme, lo anterior es una distracción para incautos. Lo relevante pasa por China y Taiwán. En sus laboratorios se está diseñando el mundo de ahora.   

     
Blog Vintage photografie

Cuanto más pendiente de la política local, ese entretenimiento barato que genera oleadas de adhesiones, odios y que provoca parálisis  en el progreso social y cultural, mayor es el alejamiento de la ultra realidad. El término, acuñado por la ciencia ficción china,  plantea una visión impulsada por los cambios trepidantes que conforman una realidad que se adentra en la fantasía  cibernética. Los lectores  chinos de ciencia ficción leen con el ojo puesto en el futuro de la humanidad.

Escritores y lectores  son conscientes de que la robótica, la digitalización masiva y la  conectividad a escala planetaria, por no decir cósmica, pulveriza la visión de nacionalidades y pueblos divididos. Somos una humanidad interconectada que está dejando atrás un modelo social basado en las diferencias.

Stefan Zweig escribió El Mundo de ayer, donde recreaba la sociedad vienesa, el París del can can, los días de alegría y frivolidad que acabaron en las  zanjas de la Primera Guerra Mundial. Zweig lloraba las cenizas de aquel tiempo. Hoy, nuestro mundo de ayer es el presente que avanza con la tecnología 5G, los coches sin conductor, las células madre y la  regeneración de órganos. Las impresoras 3D pronto serán un utensilio doméstico que acabará con los comercios tradicionales y el modelo productivo que conocemos.  

Será habitual comprar el patrón de ropa, zapatos o vasos y fabricarlo en casa. A caballo de estos cambios que están emergiendo en ciudades como Shangai o Pekín, también  perdemos nuestra  privacidad,  alegremente entregada a los facebooks, whatsapps y otras aplicaciones, donde se abre paso el reconocimiento facial y biométrico. Un negocio suculento. En el rastro digital se compra y se vende nuestra identidad y estado emocional  sin que opongamos resistencia. No es un relato inventado para pasar el rato. Existe, se ha realizado ya una captación de datos de más de seis millones de jóvenes australianos en los que se analizó la emotividad,  los estados de ánimo que transmiten sus mensajes, los enviados y también los borrados. ¿Para qué? Para dirigir publicidad personal, comercial y política. Ya se sabe que la vulnerabilidad psicológica es proclive  a caer en adictivas promesas y compulsivas compras. Sí, estamos en el presente y  yo quiero escribir sobre ciencia ficción.


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En particular de El problema de los tres  cuerpos, del escritor  Cixin Liu, ingeniero informático de profesión, criado en la China de Mao en la  época de la Revolución Cultural. Más allá de  las circunstancias  históricas y geográficas que vivió en su país y que aparecen en la novela, plantea una cuestión filosófica capital: el futuro de la humanidad enlazado a la dependencia tecnológica y al contacto de una civilización extraterrestre

Una posibilidad que desearía que fuera motivo de noticia y charlas de café. ¿Se imaginan poner el foco del interés en el presente ultra real?  Sin duda mucho más divertido que escuchar esa verborrea narcisista y reiterativa que pretende pastorear el voto y que, por no tener, no tiene ni ovnis.      


miércoles, 16 de enero de 2019

¡Shhh!

Escultores en su taller. Nanni di Banco, 1412


La  última vez que lo vi fue en el túnel de lavado, allí estaba, sacando brillo a la máquina, aislado por completo del mundo. Podría haber pasado por su lado y no me habría visto. Él era así, un tonto. Lo digo con cariño, un tonto que no percibía mis señales. Era la suya  una incapacidad natural y prevista en seres de su condición. No padecía enfermedad de ningún tipo, tampoco era  un narcisista a quien le importara una higa la felicidad ajena. Al contrario, se desvivía por satisfacer a la gente, o sea, a mí, aunque sin atravesar jamás la superficie. 

No supiste, vida mía,  interpretar lo que se ocultaba detrás de mis palabras, gestos y miradas que revelaban el deseo de una mujer enamorada. Durante el tiempo que estuvimos juntos, sobre todo al principio, su naturaleza  me parecía una ventaja, un don que aseguraba la convivencia pacífica. No era suspicaz, picajoso o quejica, ni siquiera se ofendía por los comentarios que le dirigía –bastante a menudo-con ánimo de herirle o de burlarme de él, por culpa de mi corazón despechado. Era un bendito, de una inocencia angelical, ¿cómo pude enfadarme con él?   

Rememoro ahora, mientras lo recuerdo frotando el capó del coche, con ese afán infantil que une gesto y acción, sacando la lengua cuando la mancha requería une esfuerzo físico suplementario para borrarla. ¡Qué limpio era!
El día que le dije que lo nuestro había llegado al final de su recorrido, me respondió: pero si hace una hora que no nos movemos del sofá.


Y así continuó durante un rato la conversación, sin pies ni cabeza. Yo acusándole de no saber leerme y él, con esos ojos divinos, oscuros como  la obsidiana, contestando que si no sabía leerme era porque nunca le había dado nada escrito por mí. Me desquiciaba. Yo solo quiero estar contigo. Me dijo, y a continuación, con idéntico tono de voz: es el título de una canción, la cantaba Dusty  Springfield, fue un éxito de 1964  I only want to be with you. ¿Quieres que te la seleccione?

Cerraba las puertas a todos mis intentos de que asumiera su culpa y se corrigiera. Que sí, que era muy fácil la convivencia, sin broncas y con quien tenía respuestas para todo, sin embargo, sentía que algo nos separaba porque yo necesitaba cariño, mucho cariño y él no tenía en cuenta mis sentimientos.


¡Me equivoqué, lo reconozco! Lloro todas las semanas un rato, los jueves a las seis, que era cuando hacíamos juntos la compra semanal. Antes de llegar a la caja ya había contado las calorías y  el precio de cada producto. Desde que devolví a Manolo he engordado cinco kilos.  Lo que más me duele es verlo con otra, que le limpie el coche a esa petarda, que le lleve la agenda y  la entretenga  con sus mil habilidades domésticas y sus saberes que se renuevan  amplían y doblan cada dos días. ¿Qué quieres, una receta de verduras al horno? Tengo un millar. ¿Necesitas entender el contrapunto y profundizar en el barroco español? No te apures, ahora te lo cuento y de paso, te muestro ejemplos para que lo entiendas.


Han reseteado a mi Manolo. Lo han revendido y actualizado. Ya no guarda memoria de mí y eso es lo que más me duele. ¡Qué gran error fue apagarlo! ¡Shhh! fue su último sonido, como un globo al desinflarse. Mi Manolo. ¡En mala hora te saqué la batería de tu oreja izquierda y la tiré  al fuego de la chimenea!



sábado, 24 de noviembre de 2018

Gente difícil




Un cuento de Chéjov, del que he tomado prestado su título para esta entrada, recorre en apenas unas páginas la monstruosa convivencia  de una familia. 


Siento admiración por la manera chejoviana de describir la miniatura, de escoger una escena en la que distingue los detalles para proporcionar a los lectores  un conocimiento preciso de lo que palpita debajo de las apariencias.


 A Chéjov le debo aprender a mirar, a identificar dónde se quiebra la feliz superficie del lago que deja ver el torbellino engullidor de esperanzas  e ilusiones. 


La vida es desorden, sí, pero también tiene instantes en los que  resplandece la belleza como una invitación para entrar en el caos sin temerlo. Si la existencia es dolor y desesperación, también es un camino para descubrir nuestra fortaleza y con ella, la capacidad de desafiar el destino que otros eligieron para nosotros.


En Gente difícil, el padre inspira terror a su mujer e hijos, nadie en la familia  se atreve a rechistar, hasta que un día, el hijo mayor, humillado y enfurecido por un  episodio colérico del padre, le contesta e intenta, sin ningún éxito, que reflexione sobre el daño que provoca su conducta. La justa rebeldía del hijo, inesperada incluso para sí mismo, marca el fracaso del padre y un no retorno a la situación anterior.


En las últimas líneas del cuento, Chéjov advierte, con la  sutileza que le caracteriza, que el caos  es inevitable;  aquello que destruye, hiere y pone patas arriba  nuestra vida es una mala compañía de la que quizás no podemos escapar, pero enfrentarla es impedirle el paso.   





           


            

viernes, 3 de agosto de 2018

La ignorancia nos come


Opere 2008, Sabrina Mezzaqui, Museum Voorlinden, Wassenar

Leemos muy poco, incluso quienes se jactan de leer un par de libros semanales, o más aún, los que afirman leer un libro diario, leen una  minúscula porción de lo que se publica. 

Echemos cuentas, en España se publicaron  87.292 títulos en 2017, un poco más que en 2016 (81.391), según datos de ISBN. Los libros publicados en soporte digital en 2017 fueron 23.061 títulos.  En  el caso optimista de leer un título diario, 365  libros al año, tal cantidad es irrelevante, nos perdemos la mayor parte del conocimiento, diversión, aburrimiento o lo que fuere que nos pudiera provocar la lectura de esta biblioteca universal gigantesca.  

Los lectores empedernidos  tienen a su disposición el abrumador número  de 60 millones de títulos que se calcula  han sido publicados en el mundo desde el siglo XV, la mayor parte son hoy de dominio público. Significa que no requieren permiso para copiar y editar; colgarlos en la red tampoco crea problemas legales. Antes esta inmensidad de libros, se añade cada año un millón más de títulos publicados en todo el mundo.

Es una celebración  de la cultura, inabarcable para cualquier humano que no disponga de una mente  cibernética con posibilidades de leer a la velocidad de la luz.  El goce de la lectura, esa experiencia adictiva, liberadora y contagiosa,  es  imperecedero y está protegido por un horizonte renovado de misterios y maravillas. La perspectiva oceánica de palabras engarzadas que construyen  relatos  -que nunca leeré-  me provoca nostalgia de lo que ignoro.


Somos una especie grafómana, no conozco a nadie que no asegure que está por escribir –si no lo ha hecho ya- una novela, poemario, teoría filosófica,  social, científica y etcétera. El resultado es que la humanidad publica un libro cada medio minuto.


Pierre Mornet

Así que frente a estos datos no queda más que reconocer que hemos leído apenas nada, no llega a un miserable uno por ciento para los lectores más tenaces y  obsesivos.

Sin embargo, importa un bledo la cantidad de libros que leemos,  jamás alcanzaremos la plenitud cultural, con esta convicción podemos sacar mucho provecho de nuestra ignorancia libresca.  Lo hicieron otros con bibliotecas exiguas, o incluso sin apenas leer.  Sócrates desconfiaba de los libros, una invención que, según su opinión,  restaba recursos intelectuales para defender ideas sin la muleta de la palabra escrita. 

¡Conque a Sócrates no le gustaban los libros! Pues no, y  Séneca se lamentaba de que la inmensidad de libros en circulación disipaba el espíritu en vez de aclararlo. 

Creo que no les faltaba una parte de razón, leer poco o mucho importa menos que ser capaces de entender  y aprender de lo que vemos y sentimos, de la apreciación del mundo físico y  emocional  y de la interpretación mental que  damos a la realidad. 


Fuente: Los demasiados libros, Gabriel Zaid, 1972 (actualizado) 








sábado, 21 de julio de 2018

Mentiras verdaderas



Hace una semana alguien en quien confío por su  buen criterio y sentido común,  me habló de una serie que echan en una plataforma digital,  de esas que están desplazando a la tele, convertida en entretenimiento residual para viejos y pobres. La serie en cuestión trata de un especialista en movimientos faciales, gestos imperceptibles que él sabe interpretar para revelar qué se esconde detrás de las palabras. 






El protagonista dirige una empresa dedicada a cooperar con la justicia y, gracias a sus dotes, determinar la culpabilidad de los sospechosos; tiene dos colaboradoras la mar de listas  –pero no tanto como él-que también saben leer las señales faciales.  Desde el primer episodio me encandiló, aunque he de reconocer que después de ver media docena ya he perdido interés porque, como pasa casi siempre con las series, se repite el patrón y las historias son previsibles, un error imperdonable.


La cuestión es que en la serie, me he redescubierto, sí, yo también sé leer el lenguaje facial y corporal. Al igual que una de las ayudantes del doctor Lightman (imperdible nombre) el conocimiento del lenguaje no verbal me viene de nacimiento. No es por hacerme la chula, pero mientras veía la serie pensaba, caray, si eso ya lo practicaba yo en mi tierna infancia. Sucede que con el tiempo y el saber profesional y libresco, la intuición queda relegada a un espacio cada vez más reducido y, como cualquier habilidad natural, si no se practica casi se pierde.

Anny Ondra, Carl Lamarc, 1930



La palabra adquiere unas proporciones descomunales en el discurso humano, inmerecida en mi opinión, porque si el lenguaje es fundamental para entendernos, los límites del lenguaje son los límites de nuestro mundo (Witggenstein)  las señales involuntarias de nuestro cuerpo tienen un poder comunicativo muy superior. Ahí tenemos como ejemplo  el discurso político y religioso, o cómo el lenguaje sirve para traicionar los hechos, pero para quien sepa observar y traducir los gestos, el engaño de los líderes queda al descubierto.       

Afirman los que saben que el tono de voz y la modulación transmite un 30% del mensaje; el lenguaje corporal (incluye los músculos faciales) el 80%, así que nos queda un esmirriado 7% para trasmitir lo que queremos decir y conseguir que nos crean. 

Quizás por esa  razón la literatura es la mejor y más eficaz mentira, sólo la palabra  escrita, desprovista de referencias físicas logra que la verdad aflore por encima de la verdadera intención del autor.