jueves, 8 de julio de 2010

Versos


 Miguel Hernández y Josefina en Jaén, 1937.


Desde la fila once, lateral y asiento par, Isona echó una foto del escenario vacío, luego miró al cielo, un puntito brillante asomaba detrás de la nube rota que tenía forma de pera conference.

Sólo quien ama vuela.
Pero ¿quién ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo?    
   
-¡Qué bueno es el tío! Ahora viene:  Amar... Pero  ¿quién ama? Volar... Pero ¿quién vuela?  

Isona cruzó las piernas  sin dejar de abanicarse y lo hizo con tanta furia que dos varillas del abanico fueron a parar al suelo.
-¡Quién pudiera volver atrás en el tiempo y correr delante de los grises!

Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado.
Donde faltaban plumas puso valor y olvido.

El nostálgico apretó el sudoroso y rollizo brazo contra el omóplato descarnado de Isona, al poco rato  juntó su pierna peluda, desnuda de rodilla para abajo, en el muslo de ella, eufórico por los versos cantados y el contacto con piel de mujer. Le propuso  una cita para aquella misma noche.
Un ser ardiente, claro de deseos, alado  
quiso ascender, tener libertad por nido.
          
-Yo a ti  te conozco, te he visto antes ¿tú estuviste en la manifestación de Amnistía Llibertat i Estatut de Autonomía? ¿A que sí? A mí no se me olvida jamás una cara. ¿Damos juntos un paseo cuando acabe el recital?

El movimiento del abanico parecía el aleteo de una mosca hambrienta y rabiosa, a punto de posarse sobre  un apetitoso despojo. Con un movimiento rápido y efectivo, Isona asestó un golpe de abanico cerrado  en la tripa de su pretendiente. 
El hombre yace. El cielo se eleva. El aire mueve.

Ay! -El hombre restregó su mano sobre la camiseta negra, a la altura de lugar donde había recibido el golpe, las lágrimas le anegaban los ojos y aunque le resbalaban por la mejilla mal afeitada, no quiso limpiarlas, hacía tanto tiempo que no lloraba que se sintió poseído por una emoción cálida y acogedora que deseaba saborear. El llanto benéfico no solo le mojaba las perneras de los pantalones  bermudas sino que le procuraba tal  alivio que se sentía volar, como si su  espíritu  se hubiera separado, por fin, del cuerpo. Isona y el resto de público de la grada  le chistaron para que enmudeciera, pero él no podía escucharles, arrebatado  por  la emoción.  Lloraba  mientras repetía:  gracias, gracias ¡qué Dios te bendiga!  yo sólo necesito amor  y tú me has dado  un poquito esta noche. Así continuó varios minutos hasta que dos guardias le sacaron en volandas del teatro, en la zona de los camerinos comprobaron que no tenía entrada  y que era un mendigo, de esos que viven en Montjuïc cuando llega el buen tiempo.       





    
    

       
     

lunes, 28 de junio de 2010

Cuando estoy en horas bajas me doy a los pensamientos filosóficos, aunque quizás sería más apropiado hablar de divagaciones erráticas sobre la vida, la existencia humana, la posibilidad de otra clase de inteligencia y  -sí, lo acepto, soy una frívola- la eterna juventud. Ayer, a eso de las siete de la tarde entré en fase melancólica, me preguntaba si  estaría en lo cierto Hilary Putnam, filósofo que imaginó un cerebro dentro de un cubo en vez de en el interior de un cráneo. Cosa rara, me dije  y cómo será el tipo para escribir un libro sobre tal cuestión. Por más extravagante que parezca, la idea ya se le  vino a  las mientes a otro, a Descartes, quien se refocilaba en la duda metódica, eso significaba el desprecio de cualquier pretensión al menor atisbo de incertidumbre.  El cerebro en la cubeta viene a decir que, si  fuera el nuestro quien estuviera dentro de ese rústico objeto, nosotros no lo sabríamos. Nuestra mente ignoraría la realidad del recipiente y seguiríamos viviendo como si  en vez de cubículo, nuestras neuronas habitaran en un hermoso cuerpo.
Algún potentado productor de Hollywood  leyó  a Hilary Putnam, vistió a Keenu Reeves de riguroso luto y lo echó al mundo en 1999: Matrix. Un gran cubo lleno de fluídos y cables que controla una malvada ciberinteligencia capaz de crear un mundo virtual, sin que los cerebros en remojo se percaten. Con esa depravada idea, tan verosímil como cualquier otra, pasé la tarde del domingo sin quitarle el ojo de encima a la enorme regadera que tengo en mi patio,  tan grande que bien  podria dar cobijo a media docena de cerebros solitarios.

Imágenes,  Fritz Kahn, 1926. 
National Library os Medicine.                   

lunes, 21 de junio de 2010

Compás binario




En el salón de baile, ella intentaba recordar cómo era aquel compás que hizo famosa a su amiga, años atrás, en aquel mismo hotel. Los brazos le colgaban rígidos, sin un triste balanceo, mientras sus pies se movían dos pasos derecha, cruce de piernas y otros dos pasos a la izquierda ¿o era al revés? Cerraba los ojos para concentrar su atención en seguir el ritmo pero tanta introspección malograba sus movimientos, los hacía lentos, precavidos, como si estuviera inspeccionando la calidad del suelo que pisaba

Sonaba una canción antigua en el órgano multifunción que tocaba un hombre, con un lápiz de IKEA entre los labios, la mina en la lengua porque estaba dejando el tabaco y el grafito no sólo le sabía rico, sino que le daba energía suficiente para  tocar el tema de Lara dos veces por noche.

Ella, a pesar de tener los ojos cerrados, notaba todas las miradas.  Sí,  la contemplaban intrigadas  media docena de parejas sentadas en torno a las mesitas, un poco impacientes porque hacía casi una hora que esperaban la actuación del Mago Sarkov.  Ella entreabrió un ojo, el izquierdo que era el que menos dioptrías tenía y fue en ese breve instante cuando él se acercó, la tomó del talle con suavidad, susurrándole: Palmira  van a dar las once, es nuestra hora.
-Ya, pero por lo que más quieras te lo pido: hoy  no me tires los cuchillos que se ha atascado  otra vez el motor de los brazos. 


sábado, 12 de junio de 2010

Gregori Perelman y el Titánic



Alguna vez he sido presa de un delirio cósmico, incluso de varios. Por fortuna, cuando estoy en pleno desvarío, mi apariencia es normal: compro el pan, hago mis quehaceres como si tal cosa y nadie advierte que en mi cabeza pasan cosas tremendas que me gustaría escribir para dar fe de mi capacidad visionaria, que, por otro lado, está aún por demostrar, pero  soy tan cobarde que no digo ni mú a nadie. 
Hay días, como hoy, que la lectura de una noticia en particular me enciende, me envenena la imaginación y  provoca un estado de conciencia superior, algo así como una facultad paranormal.

En ese trance estoy ahora, creo que sé más que el resto de seres humanos y vislumbro otras realidades y todo por culpa del señor Gregori Perelman, un matemático genial  a quien le importa una higa el millón de euros que se ha ganado por desentrañar  un misterio numérico parido por Poincaré. ¿Y a mi qué me importa? me digo a mi misma, si renuncié a mi gran vocación -astrofísica y de paso astronauta- para estudiar una carrera de letras por no ser capaz de resolver integrales. ¿Qué me pasa con ese ruso con pinta de indigente que dice haber hallado la fórmula que demuestra la existencia de Dios?  Pues que le tengo cariño platónico, que no amor. Sé que entre él y yo  nunca habrá una amistad seria, ni siquiera una relación frívola. ¿De qué podríamos  hablar?  De nada: ni hablo ruso, ni me gustan las matemáticas y, por lo que sé, tampoco podríamos pasear por los bosques moscovitas en silencio, gozando de nuestra amistad espiritual, porque el señor Perelman no sale de su pisito ¿Para qué perder el tiempo callejeando si todo lo que necesita lo tiene en sus cuarenta metros cuadrados de piso compartido con su madre?  

De pronto se me ha ocurrido que vivimos en Universos creados por nosotros mismos. Quizás ya existe esa teoría, lo ignoro. La cuestión es que veo una realidad, la nuestra, que previamente alguien ha imaginado. Pongo el caso del señor Robertson para demostrar mi teoría. Ese hombre, marino mercante, escritor frustrado, escribió en 1898 una novela sin éxito, la tituló Futilidad. Nuestro señor Robertson murió sin conocer la gloria literaria. 

En dicha novela imaginó un barco  bautizado como Titán y su hundimiento provocado por un témpano de hielo. Ambos, el trasatlántico real y el ficticio, zarparon de Southampton, tenían tres hélices y dos mástiles y se hundieron a cuatrocientos kilómetros de Terranova el mismo día del mes de abril que relataba su novela.
  
Imaginó  el señor Robertson su  Titán con detalles ornamentales idénticos a los que se tragó el mar: la gran escalera de caoba bajo la cúpula de cristal y  se le ocurrió -en mala hora- que el lujosos trasatlántico iba equipado con muy pocas balsas salvavidas. 
Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, P. K Dick, A. Clark y tantos otros,  han  imaginado mundos que se han hecho realidad con un asombroso y fidedigno respeto por la palabra escrita. 

  



sábado, 5 de junio de 2010

Moscas cautivas


                    Ilustración de 1920 copyright de  Hart Schaffuer, Chicago (NYPL)

 
 Según me contó mi prima  Elo, el  jefe de su último trabajo la echó con estas palabras:
-Le habría dejado  una semana más de prueba pero es usted la peor trabajadora que he tenido en toda mi vida.En cincuenta años en esta empresa no he conocido a nadie que se ría como usted todas las veces que paso por delante de su mesa. No puedo soportarla más, me da taquicardia verla ahí, ante el ordenador, como si estuviera frente a la tele de su casa. Usted fue contratada para introducir  datos, cosa bien fácil que no necesita muchas luces, pero usted no quiere y tiene la desfachatez de burlarse de sus compañeros.  Mírelos,  sin levantar cabeza. Lo que no tolero es que se ría de mí… eso si que no...

-Claro que me río, es por prescripción facultativa. Me aburre el trabajo y la estupidez de esta empresa y, si quiere que le sea sincera, usted y esos pobres desgraciado que teclean como posesos, me dan pena. 

El jefe se ajustó la corbata de color azul celeste, entornó los ojos vidriosos de cólera sin que se le ocurriera nada inteligente que le restituyera la autoridad y el respeto ante sus subordinados, que observaban la discusión  con placer y   envidia. Dichas emociones provocaron un tecleo lánguido y desacompasado, un piano melódico que presagiaba un súbito redoble de tambores.  El jefe contrajo la boca y en ese gesto rabioso desapareció la delgada línea de los labios. Le llegaban a la lengua  insultos que ahogaba para evitar acabar en el estrado de un juzgado social.      
-Bien, así que sus compañeros son unos estúpidos, pues sepa que son personas maravillosas y honradas.
-No, se equivoca y miente, usted los desprecia y ellos son un grupo de esclavos agonizantes. 
Una mosca verdosa entró por el resquicio de la ventana entornada, posándose sobre el teléfono que sonaba sin que nadie se atreviera a descolgar.          
Elo echó su cabellera ondulada y castaña hacia  atrás, como una seductora artista, atusándose a continuación la nuca sin escuchar lo que su jefe farfullaba sin convicción:
 -Bueno, pues serán esclavos pero cumplen con su obligación, usted acabará en.... en la cola del paro. 
-Y usted ¿dónde acabará ? ¿Y ellos? ¿dónde acabarán?
-¿Ehh? ¡Se acabó, de mi no se ríe nadie! 

Con un resoplido, el jefe dio media vuelta, se aclaró la garganta, carraspeó nervioso  antes de decir: 
-Pase por Personal para firmar el finiquito.

-Ahora mismo, en cuanto haga mis ejercicios de risoterapia. 

Elo, según me contó, se carcajeó tres veces seguidas tal como le tiene indicado su terapeuta,  luego, recogió  en su enorme bolso mochila el bolígrafo de su propiedad y la botella de agua. Salió de la sala echando un beso al aire dirigido a sus ex compañeros. La mosca  siguió su vuelo hasta uno de los listados telefónicos y allí se quedó, como si estuviera muerta, sobre un tal García Robledillo, Alfonso, a quien una tele operadora intentaría convencer al día siguiente de las excelencias de un depósito de máxima rentabilidad, un producto estrella de la entidad financiera de la que Elo acababa de ser despedida.   












sábado, 29 de mayo de 2010

¿Por qué no puedo ser bueno? se preguntaba Lou Reed en la película  Faraway, so close! ¡Tan lejos, tan cerca! de Wim Wenders.  Dos horas quince minutos de película en la que el ángel de las lágrimas hace todo lo posible para hacerse humano, lo consigue al final  de un rápido e intenso aprendizaje de su corta vida. Descubre un mundo de mortales, coloreado, irreal y absurdo. Cassiel, un ángel que cumple su deseo  de hacerse  humano. Un tipo raro, un inocente que en su existencia mortal berlinesa, se impone el nombre de Karl Engel y que le regala  al anciano Konrad la frase con la que le demuestra que puede morir en paz porque en su vida hubo un acto inmenso de amor que no recordaba: eres uno que fue hallado, le dice Cassiel a Konrad y  el viejo sonríe y recuerda. Sabemos que tiene razón el ángel del tiempo cuando corrige a Karl Engel en su disfraz de hombre convertido en acompañante de un capo:
-Estás equivocado, el tiempo no es oro, el tiempo es la ausencia de oro.

No sé qué quiso decir Wim Wenders con esta película y su hermana: El cielo sobre Berlín.  ¿Qué importa  la intención del director y si el mensaje es espiritual  o una broma mística?  Interesa la verdad de la imagen  y de la historia. ¡Tan lejos, tan cerca! emociona por su belleza y por sus palabras,  porque todos queremos ser buenos, aunque sea un segundo en la vida y que un ángel, alguna vez, nos eche su aliento en el cuello. Nos gustaría reconocer en esa leve corriente, como el pizzero Ángelo, el aire del Mensajero, muy cerca de nosotros a pesar de que la razón nos haga creer que anda muy lejos.  Necesitamos un ángel,  aunque sea un poco triste y torpe  como Cassiel, que nos diga  que la luz de nuestros ojos viene del corazón con destino a los ojos de los otros.     

http://www.youtube.com/watch?v=GfznAXht2o0

Imágenes: web de contenido público y  fotograma de la pelicula Faraway, so close! de Wim Wenders .                         

viernes, 21 de mayo de 2010

Rebequita

 A principios del año 2009  Rebeca juró cambiar su nombre por otro  menos evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que leer esa vieja y cursi  novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita, parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los pendientes. 

Sí, Rebeca odiaba su nombre y también  las chaquetas de lana abotonadas y, para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras completas de Daphne du Maurier, encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería; los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal efecto  fue atribuido  por la madre a un insidioso hongo que revivía siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija. 

Si he de ser yo misma no puedo  seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía Rebeca un día sí y  otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica  ni otras zarandajas caligráficas y cuando  estuvo segura de su elección  pidió a todos sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella  por el nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron en renombrarla,  se produjo  la sustitución, pero  como en la novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones administrativos y civiles, porque España, hija mía  le decía su jefa, no es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o  Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su  fatal destino onomástico. 

-Madre ¿cómo se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo? 

Rebeca, perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia, lugar de residencia de la viuda de don Ramón  Pecho, la madre de Rebeca. La señora Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva edición de las novelas de Daphne du Maurier

-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?

-No sé qué contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no  me gustó tanto como Rebeca, pero  tampoco es mala novela Mi prima Raquel. 

Diríamos que el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si  la historia fuera un melodrama, pero  lo que apareció  en la boca de Rebeca (Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío  desde el  balcón  del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela, fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el  día de hoy no se ha podido averiguar la autoría del  acto vandálico, la defenestración criminal ha quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su prescripción.                  
         

sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.  


domingo, 11 de abril de 2010

Resplandor al amanecer





Desde el piso sesenta, Shangai resplandecía como un zafiro de luz azulada y fría; acongojaba el ánimo el paisaje de edificios apelotonados, altos y acerados como  navajas, que parecían aguardar, las muy taimadas, el paso de un inocente para caer sobre él. 


Tarareó sur le pont d'avignon  mientras caminaba por el pasillo acristalado hacia los ascensores, qué lista es la puñetera mente, se dijo a sí misma, porque efectivamente, el pasillo de suelo transparente  semejaba la pasarela de un río. Encarna, nombre por el que se la conocía en Barcelona, meditó un instante sobre la capacidad de su inconsciente para pronunciar la palabra pertinente en los momentos de mayor atolondramiento. En cambio, qué distinta era  su mente racional, ese amasijo neuronal que la empujaba a pronunciar palabras inoportunas y ofensivas.
Era una enfermedad, bien lo sabía Encarna que ahora se había cambiado el nombre por Xia que significaba, según le dijo su jefa, resplandor al amanecer. Se sentía infinitamente más a gusto en su piel de china que en su antigua identidad, barcelonesa, charnega de primera generación que vivió hasta los cuarenta y cuatro años en la Meridiana, muy cerca del paseo Fabra y Puig. 

En el ascensor, dos ejecutivos rubios y algo amazacotados le hacían la pelota a una mujer morena de rasgos caucásicos y gesto de mala leche. El ascensor se detuvo en el piso 32, de allí hasta la planta baja, Xia descendió en soledad en el cubículo de vidrio, Shangai, de cerca, era como es casi todo en este mundo, más fea, menos deseable.  Detrás del mostrador de recepción, Wang, de guardia esa noche, le pasó  el papelito rosa brillante, con el número de habitación: 1034. No cruzaron palabra,  cosa por otro lado imposible pues Encarna, perdón Xia, no hablaba inglés  y mucho menos mandarín, y el  recepcionista ni hablaba español ni catalán, pobre ignorante, pero para el trabajo de Xia en el  hotel,  las habilidades lingüísticas eran superfluas.  De nuevo en el ascensor, esta vez en uno de los siete de la zona oeste, subió hasta el piso décimo y abrió con su llave maestra la puerta 1034, a continuación inspeccionó  todos los rincones, cerciorándose de que el sospechoso cliente no guardaba en sus dos maletas, marca Samsonite documentos sobre la empresa china de elaboración de  ensaimada mallorquina. Tras más comprobaciones, todas ellas meticulosas, Xia marcó  en su móvil el número clave para indicar que el cliente estaba limpio, después se echó  sobre la cama king size cubierta con colcha adamascada  de color sangre de dragón y sonrió con la cara vuelta a la  pared ventanal  desde la que se contemplaba  la gran curva del canal frente al distrito de Pudong.         
                     






domingo, 4 de abril de 2010

Cualquier bibliófilo, sin mencionar a los demonólogos,  daría a su alma al  diablo por tener entre sus manos los tres volúmenes de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon, publicados en 1821 por Alexis-Vincent Berbiguier de Terre Neuve du Thym. El autor de nombre tan fantasioso como real, tuvo a partir de sus treinta años una vida muy desdichada, tal vez antes también lo fuera, empeñado en una lucha atroz contra lo que él denominó Farfadets,  entes demoníacos que adquirían la forma de duendecillos con el único objetivo de amargarle la vida con sus pesadas bromas: mordiscos, rugidos y todo tipo de insultos; otras veces aparecían en su casa disfrazados de animales, gatos y perros para asustarle y hacerle saber que eran enviados de Belcebú a quien debería hacer entrega de sus bienes y de todo su ser. Esta mala vida con los espíritus infernales se inició  tras una echada de cartas del tarot en la ciudad de Avignon, duró el maleficio, que según él fue favorecido por la echadora, a lo largo de más de veinte años. El pobre Alexis lo intentó todo, desde encerrar a los espíritus diabólicos en botellas hasta embadurnarlos con azufre, sin ningún éxito. Fue considerado un loco por los delirios que le consumían  e internado  en un  sanatorio para orates; se enredó  en una correspondencía con individuos que proclamaban su alianza con las fuerzas del mal,  con lo que alimentaba aún más sus visiones y por fin, su talento literario se desfogó  en el tratado sobre los Farfadets, que no es otra cosa que su  autobiografia ilustrada por ocho litografias y un autoretrato, creación personal también de Alexis. Su obra tenía una dedicatoria en la que desvelaba su intención de dar a conocer al mundo la conspiración satánica encarnada por los enviados del infierno encargados de dominar el mundo. Al final de sus días, el empeño de Alexis consistió en recorrer bibliotecas con el fin de encontrar y  destruir su obra, quizás horrorizado al descubrir que su vida era el relato de una enajenación o bien, en un último delirio se rindió al enemigo. Sea como  fuere, quedan escasos ejemplares de los tres  volúmenes de la autobiografia de Alexis-Vincent Berbiguier, un excentricidad y rareza bibliográfica  por la que algunos serían capaces de condenarse al fuego del  averno, con tal de poder leer sus páginas amarillentas con las severas advertencias  y remedios para librarse del diablo.  

Ilustraciones: Litografia de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon.
Imagen de la biblioteca: web de contenido público.

domingo, 28 de marzo de 2010

Autovía






 De todos lo hombres que conoció, X fue el más impredecible, y los hechos le dieron la razón un año antes, cuando la ruptura entre ellos se convirtió en un asunto de supervivencia física. Las peores pasiones son las que están gobernadas por la obsesión; claro que bien sabía ella que el amor, ese que escribimos con mayúsculas, deja a su paso un reguero de reproches, gritos y lágrimas, aunque para ser ecuánimes hemos de señalar que esa clase de amor también tiene el mérito de regalar  las mayores carcajadas a los amantes. 

Un amor así está reservado a unos pocos, se decía ella, convenciéndose a sí misma de la cualidad extraordinaria que distinguía su pasión de los amoríos convencionales a los que se entrega el resto de la gente. Una pasión que ya estaba muerta, que  su recuerdo olía a fúnebre; pasión adornada por unas exequias de oropel  con las que aburría a sus conocidos y también a los desconocidos. Si ella  tuviera dos dedos de seso, esa reflexión, excesiva y  fantasiosa,  sobre la naturaleza de su amor, tan volátil como cualquier otro,  se habría quedado a las puertas, sin atravesar su pensamiento como un dardo envenenado. Era tarde para enderezar sus recuerdos y allí estaba ella, sentada en un bordillo de la cuneta, de la autovia Madrid-Barcelona a la altura de Medinaceli, con un cartel entre las manos escrito con letras de imprenta, coloreadas con ceras verde y roja, en las que los conductores que pasaban leían:  Ágreda.  En esa población se ofició la despedida y allí  regresaba, al igual que los homicidas vuelven  al lugar del hecho, para verificar que fue real o que no lo fue, según la vocación reincidente o accidental del criminal. 
-Que ya no podemos ir juntos. 
-¿Y eso quién lo dice?
-Lo digo yo y lo manda el jefe de logística de la empresa.
-Pero si el trabajo siempre ha salido fetén.
-Ya, pero ahora sobra uno de los dos, y la que sobra eres tú, que ni tiene hijos ni  permiso para conducir transporte pesado.
-O sea que me largan, me largáis, mejor dicho.
-Eso.
-Y me voy al paro y tú, tan fresco.
-Pues sí, lo primero es el camión y mi familia.
-¿Y yo qué he sido para tí,  pedazo de choto?
-La encargada de almacén  de la empresa que aprovechaba mi ruta  para viajar gratis.
-¿Y nada más?
-Pues, así que recuerde, algunas risas nos hemos echado juntos.


domingo, 21 de marzo de 2010

Las obras literarias inconclusas -de autores famosos-generan un caudal inmenso de papel, que se reparte de manera bastante igualitaria entre reportajes periodísticos, tesis  académicas y especulaciones mediáticas de pelambre variada. Es el caso de Millenium, al parecer, su autor, Stieg Larsson, dejó  escritos novelones postreros que serán publicados hasta el día del juicio.  Una de las novelas inconclusas más famosas es El misterio de Edwin Drood de Charles Dickens. Empezó a publicar en  1870  su primera novela policíaca por entregas, veintidós capítulos  hasta unos días antes de su muerte, en julio de ese mismo año.  Se dice que quería emular la Piedra Lunar de su amigo el escritor Wilkie Collins, pero esa intención sea cierta o no, interesa poco por no decir nada. En 1870, Charles Dickens era un escritor reconocido que quiso  divertirse  con una novela de género detectivesco, le faltaba casi  la mitad de las entregas contratadas; ni trama ni esquemas de la continuación se encontraron entre sus papeles, de modo que el final de la historia del presunto asesinato de Edwin  se lo llevó  Dickens a la tumba. Tras su muerte hubo  varios escritores y hasta una médium  que escribieron la continuación de la novela, sin que él público reconociera en los distintos finales, algunos hilarantes y rocambolescos, el estilo del escritor británico. 
De Charles Dickens y su instrumento de precisión llamado novela,  me interesa su gran aportación a los cambios sociales: contribución decisiva dirigida a humanizar las condiciones penosas de las sociedades occidentales del siglo diecinueve. Con la descripción de  la pobreza y la miserabilidad urbana en Tiempos difíciles  y Oliver Twist, pasó por delante de las  leyes de reforma promulgadas en Inglaterra en 1832, y lo hizo mediante el relato minucioso  y sentimental de la explotacion infantil en las fábricas londinenses. De pronto, la abstracción de la intolerable vida de las masas obreras se concretó en personajes que tenían vida y la explicaban a sus lectores, en su mayoría personas de la élite industrial y  burguesa, la misma que imponía las abominables condiciones a mujeres, niños y hombres, explotación descrita en un lenguaje sencillo que  servía para mostrar un universo muy complejo de relaciones humanas y económicas.
                      
Imágenes obtenidas en webs de contenido público. Ilustración de un episodio de El misterio de Edwin Drood y retrato de Charles Dickens, en torno a la edad de 58 años, año de su muerte.  
 

lunes, 15 de marzo de 2010

Ladrillar



En el año 2008, en el mes de mayo, un meteorito se desintegró a la altura del término municipal de Ladrillar, en Las Hurdes; en una terraza de cultivo de olivos,  abandonada desde hacía tres lustros cayeron dos restos que no medían más de tres centímetros  el primero y con forma de higo  y ocho centímetros  el segundo, y que parecía una muela del juicio con raíz.

Los dos meteoritos fueron encontrados el 14 de marzo de 2010 por Elías, un buscatesoros que al primer vistazo los desechó, pero al cabo de unos minutos, cambió de idea, los recogió, tanteó con las yemas de los dedos la superficie negra, irregular y, para su asombro, con tacto sedoso y  los  guardó en el bolsillo  izquierdo del pantalón. De camino al pueblo de las Mestas, casi al anochecer, la carretera adquirió un tono azulado, no sólo el asfalto, también los pinos que se inclinaban desde las laderas de la montaña. 

Elías redujo la velocidad para observar mejor el fenómeno, desde el parabrisas echó un vistazo al cielo: dos nubes de color púrpura brillaban en el cielo casi oscuro. En ese mismo instante, el coche se detuvo, el motor se paró sin que Elías hubiera tocado el freno, ni el cambio de marchas. Salió del coche, el silencio era absoluto, sabía que era inútil recurrir al teléfono móvil, porque no funcionaría, estaba seguro, pero a pesar de esa confianza,  tuvo la tentación de comprobarlo y, sí,  efectivamente, el móvil estaba muerto, como el coche. Le pareció una noche bellísima, azulada  y violeta como una melena ondulante  que cubriera esa parte del planeta, por capricho para complacerle sólo a él; en el bolsillo de su pantalón, las dos piedras cósmicas palpitaban con un ritmo sosegado y profundo. Antes de iniciar a pie  la marcha por la carretera solitaria, Elías depositó los meteoritos sobre un tronco roto que encontró en la cuneta. A los pocos pasos, la noche se hizo gris, las dos nubes púrpuras desaparecieron y el teléfono móvil que guardaba en su chaqueta le sobresaltó  con su señal de mensaje recibido
-¡Cochina realidad y cochinos extraterrestres!
Volvió sobre sus pasos, se sentó en el asiento del coche al tiempo que una furgoneta de reparto pasaba a toda velocidad por su lado. Encendió el motor, antes de ponerse en marcha, se quedó pensativo durante unos minutos, arrepentido y también rabioso contra sí mismo.
-¡A la próxima, y ya van tres con esta vez, voy a llegar hasta el final, aunque sea lo último que haga en este mundo! Si quieren algo  de mí, que me lo digan a las claras de una puñetera vez.








domingo, 7 de marzo de 2010

Cuando era una chiquilla, las tardes de los domingos como las de hoy, frías y tristes, las pasaba  metida en un cine de barrio, sesión contínua  en la que echaban dos películas. Desde las cuatro a las nueve el cine era nuestra casa, un lugar de recogimiento en el que pasé  muchas de las mejores horas de mi vida. 
En el siglo XXI es casi imposible que un director de cine salga de la nada, sin haber pisado una escuela de cine o la universidad, en el siglo pasado no ocurría así, los mejores directores y guionistas de cine eran en su mayoria autodidactas apasionados. Uno de ellos fue Frank Capra, nacido en un  pueblo de Sicilia, Bisaquino, emigró junto a su numerosa familia, todos analfabetos, a Estados Unidos, a  Los Ángeles. En su autobiografía, Capra nos cuenta cómo  fueron sus comienzos, y lo hace sin pizca de autocompasión ni resentimiento por la dureza en la que creció. Con  mucho sentido del humor, del que se desprende un inmenso amor  por su  oficio y sus semejantes, relata la manera en la que un adolescente empeñado  en tener estudios, trabajaba en varios empleos a la vez para pagarse la escuela y más tarde la universidad, y no sólo eso,  sino que parte del dinero ganado iba a parar a su familia. En ese escenario  cinematográfico de hombre hecho a sí mismo, se formó Capra; de ahí, de ese magma nacieron peliculas inolvidables que reflejan un estilo de vida forjado en los sueños y en una ambición que despreciaba el dinero fácil.


Es tan creíble y emocionante ¡Qué bello es vivir!  porque el personaje principal, encarnado  de manera sublime por James Stewart, es el espíritu del propio  Frank Capra. En 1921, con el título de químico bajo el brazo y la mafia enriqueciéndose con la Ley Seca, el  sindicato siciliano de contrabandistas de licores le ofreció un trabajo  en el que, para empezar, le pusieron un fajo de dólares sobre la mesa, veinte mil dólares que le sacarían de la miseria. Cuenta Capra que con sólo veinticinco centavos en el bolsillo, aquella misma mañana lo habían echado  de su  habitación de alquiler por no poder pagarla, tuvo por un momento la tentación de aceptar el trabajo, pero  un impulso le llevó a salir corriendo y  coger el primer tranvia que pasaba por la calle, se subió a él en marcha, sin saber adónde se dirigía. Se enteró por el conductor  de que el tranvía finalizaba en un parque. La escena fue la siguiente: 
-¿Al parque?  bueno, quizás ocurra allí lo que espero. 
-¿El qué? - preguntó el conductor. 
Frank Capra sacó todo su capital del bolsillo, le dio cinco centavos al  conductor y echó el resto por la ventana. 
-Esta es la semana de los chalados- dijo el conductor al ver cómo caían las monedas por la calle. 
En el parque se estaban construyendo unos estudios cinematográficos, el chalado  Capra, sin nada en los bolsillos, trabó conversación con un director teatral al viejo estilo, sin conocimiento de las técnicas de cine, -Capra tampoco-  empeñado en hacer una pelicula, y  fue Capra, con sus ideas sobre cómo debía hacerse la pelicula quien la dirigió, él,  que no habia pisado un escenario en su vida.


Fotos:  Frank Capra y  James Stewart. Autobiografia: Frank Capra,  el nombre delante del título. T&B editores, 1999.

domingo, 28 de febrero de 2010

Impulso lector




No sabía Bita (Benedicta)  que la lectura le proporcionaría tantos beneficios  estéticos, porque si lo  hubiera sabido antes, cuánta pasta y sinsabores se habría ahorrado. A Bita, ingeniera agrónoma de profesión, en la actualidad desempleada, la lectura por placer, sin utilidad  ni beneficio inmediato, le pareció siempre una pérdida de tiempo que sólo podían permitirse los ociosos adinerados, o simplemente los vagos. 
Es bien sabido que en la vida, los principios y las certezas que han dirigido nuestros actos, un día cualquiera se esfuman para demostrarnos qué equivocados estábamos y, lo que es peor, para reírse de nosotros, por pánfilos y cretinos.
El día D de Bita ocurrió un 25 de febrero, la hora H no podía ser otra que las cinco y el lugar un Carrefour cualquiera,  sin  titubeos  compró un libro, el primero que palpó su mano, sacado de un  cajón de todo a 1 euro. Le gustó  por el color de la portada,  amarillo y rojo y porque era pequeño y quedaría perfecto para calzar la mesa de la cocina.

En cuanto llegó a casa, el libro fue a parar debajo de la pata coja de la mesa, Bita observó que, si bien la mesa había dejado de cimbrearse, persistía un ligero temblor en cuanto  le ponía la mano encima. Dispuesta a sacar provecho del  euro gastado, tomó el libro y  calculó  cuántas páginas debería arrancar para que la cuña fuera de provecho. La mutilación alcanzaba hasta la página 274. Ese acto fue su perdición: arrancó de cuajo  las cuarenta y cinco  páginas sobrantes y, en vez de echarlas a la basura, los ojos se le fueron al  siguiente párrafo, que leyó en voz alta: el poeta como un gallo fogoso  parece batir  las alas para prepararse al estallido de la supuesta inspiración. Pensó que esa frase era una estupidez, pero continuó leyendo, de pie, en la cocina, sin entender de qué iba esa rara y absurda historia,  un impulso, que parecía venido del más allá, le despertó la curiosidad y quiso empezar desde el principio la novela o lo que fueran  ese conjunto de hojas impresas; descalzó la mesa para recuperar el resto del libro, como si fuera víctima de un hipnotizador  invisible, se fue con el libro a la bicicleta estática, pedaleó durante una decenade kilómetros mientras leía palabras y mas palabras de una trama incomprensible. Al final de la última frase de la página 274   leyó Vinogradus, como si fuera su fin de etapa  después de atravesar el Tourmalet un mediodía de julio, se echó al suelo, sudorosa y con el corazón palpitante, besaba el libro, reía  y lloraba al mismo tiempo, entre lágrimas y mocos se decía a si misma: 

¿Te das cuenta, Bita?  diez kilómetros, que se dice pronto, y un kilo menos de grasa.  ¡Dios Santo! con este libro incomprensible  voy a conseguir una silueta de sílfide.  

domingo, 21 de febrero de 2010

Los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para los oídos que pueden entender, la frase  pertenece al libro El Kibalión, un librito, manual  teosófico o catálogo de principios esotéricos, que fue publicado  a finales del diecinueve por autor anónimo. El caso es que, según dicho texto, la doctrina que contiene será entendida y sus conocimientos darán fruto a quienes estén en condiciones de recibir sus enseñanzas y, por lo tanto, sólo los que  posean ciertas condiciones mentales se verán atraídos  por su lectura.  Hasta hace pocos días no sabía de su existencia, fue la anécdota que explicaba un lector, Manu, a propósito de mi último post, quien me llevó a la búsqueda de la cita sobre la sabiduría dirigida a un restringido grupo de personas. Encontré varias versiones de El kibalión,  he leído algunas de sus páginas en las que figuran  axiomas Herméticos que conducirán al adepto al  dominio de las leyes físicas.
Es asombroso comprobar cómo en estos últimos años,  han convertido en bestsellers libros que han copiado  con exactitud, no sólo el espíritu, sino también la letra  de El Kibalión: sietes principios que son el secreto para conseguir cualquier deseo por más estrambótico e inverosímil  que sea.
Tras toda esa infame  producción libresca actual, milagrera y de crecepelo, permanecen ocultos tratados y manuales, en general  nacidos durante la Edad Media y el Renacimiento que intentan conciliar la filosófia, las ciencias naturales, la religión y ritos paganos en  un intento de comprender e interpretar las leyes de la naturaleza, en general  con la pretensión de gobernarla y de obtener beneficios personales. Me parece muy sensata la recomendación de  Limojon de Saint Didier en su libro "Le Triumph Hermetique" publicado en 1699, que aconseja:  estamos ya sobradamente convencidos de que existe  ya una demasía de libros que tratan sobre la filosofia hermética, y de que al menos que se quiera hablar de esta ciencia claramente, sin equívocos ni alegorías, cosa que ningún sabio hará jamás,  valdria mucho más guardar silencio que llenar el mundo de nuevas obras  más propicias a turbar el espíritu...
       
                      
Fragmentos de manuscrito de Ramón Llull. Arxiu Corona D´ Aragó y  Universitat de Barcelona.
Fausto o El alquimista. 1652,  Rembrandt.