jueves, 5 de septiembre de 2013

Cantar la historia






Cuando se lee literatura clásica, por curiosidad, para buscar una cita apropiada, por casualidad, porque no hay otra cosa que llevarse a los ojos; por cualquier circunstancia  en la que nuestra elección ha sido, por decirlo de alguna manera, empujada hacia un texto clásico, sin que exista un previo interés en el exclusivo disfrute de la lectura, se produce, al menos en mi caso,  asombro ante el despliegue de la  acción narrativa, de la perspicacia y comprensión de la naturaleza humana y de los conflictos que marcan nuestra existencia.

La sensación es que  los narradores sabían o al menos intuían, algo que nosotros, hoy, en una sociedad tecnologizada e hiperinformada  ignoramos. Nuestra cultura abreva una y otra vez en las fuentes sin llegar a saborear, a localizar el elemento  que convierte ese preciado líquido en perenne sabiduría, que no se marchita y que reverdece con cada generación.
¿Por qué Ulises, Electra, Caín, Horus, el Minotauro o, ya más tardío, el potente relato de  La Divina Comedia, son resucitados una  y otra vez?
 
 
 
 
La Divina Comedia. Giovanni di Paolo, 1444
 
Quizás porque nos muestran el lado oculto de lo que somos y esa revelación constituye un santo y seña con el que es  posible atreverse a vencer el miedo, perseguir una ilusión, derrotar el Mal, enfrentarse con las infinitas desgracias  que nos acompañan, y lo hacen mediante  una clara invocación al poder que no vemos pero que está siempre presente.
El Universo  gobernado por  fuerzas invisibles acude para echarnos una mano siempre que reconozcamos su existencia. Es el poder del Mito, que nos alimenta incluso a pesar de nosotros mismos.

Ahora  importa la Historia  con pretensión de ciencia  objetiva y científica, queremos saber lo que ocurrió de verdad, imponer orden cronológico a la catarata de sucesos caóticos e incesantes de los que recibimos información al segundo, sin que nos vincule el conocimiento que subyace en el drama o la comedia, es imperioso olvidar rápido para sobrevivir a lo que está desprovisto de poder simbólico y que se sirve en un único plano descriptivo.      
 
Catal Huyuk, Anatólia
 
En las sociedades pretecnológicas, lo narración del drama consistía en ligar el significado con el acontecer diario  como clave para afrontar la repetición que tendría lugar en un tiempo futuro, porque el tiempo no se percibía lineal, sino como  un círculo, la rueda que nunca se cansa girar.
 
Un hecho  fundamental y fundacional  en las primeras sociedades humanas  era cantado con todo detalle, generación tras generación, sin apenas cambios, porque era un relato sagrado que no solo entretenía,  también  mostraba un modelo social de comportamiento y un manual para acercarse a lo desconocido, inexplicable y misterioso  de la existencia humana.       
Algo mágico nos une con nuestro pasado mítico, las intuiciones se revelan verdaderas para pasmo de estudiosos. Ocurrió con Schliemman que creyó a pies juntillas en la veracidad del relato Homérico. Tal era su fe, que se propuso hacerse millonario -lo consiguió- para dedicarse sin preocupaciones económicas a  seguir un texto  de más de dos mil quinientos años de antigüedad y  pagar las excavaciones. Su pasión, unida a la colosal   inteligencia que poseía  y, quizás alguna ayudita de Paris o Helena, le llevaron  hasta  el lugar exacto donde se hallaba Troya. Aquello fue lo nunca visto, la sociedad arqueológica internacional no tuvo más  remedio que reconocer el mérito de quien no había pisado una Universidad en su vida y era visto como un estrafalario con la cabeza llena de pájaros.      
 
 

En su libro Nueve Vidas, de William Dalrimple, se  explica un caso  pasmoso de  intuición, esta vez de un joven estudiante de  lenguas clásicas, Milman Parry.  En las largas jornadas de estudio en la universidad de Cambridge,  en Massachusets, imaginó  que las obras de Homero, el cimiento  de la literatura occidental, fueron en su origen poemas orales. Por loco lo trataron, pues se consideraba imposible que miles de versos fueran memorizados y  repetidos durante cientos de años sin cambiar el sentido y las palabras de la narración.  

Parry descubrió que en los Balcanes  quedaban bardos que se sacaban unas perras recitando poemas épicos en los cafés turcos.  En el año  1933 se dedicó a viajar por Yugoslavia,  recogió  miles de poemas heroicos y epopeyas que en los años treinta aún se recitaban con éxito.
Por ejemplo,  conoció a un anciano bardo  que relataban sin cambiar una letra,  un poema épico de 16.000 líneas,  jamás se  equivocó, tal como comprobó Parry  durante los meses  en los que estuvo presente en sus actuaciones de café;  también grabó  en más de media tonelada de discos de aluminio las hazañas memorísticas de los últimos cantores épicos yugoslavos.
 
 
 

Su teoría se abrió paso  cuando pudo demostrar  que, efectivamente, era posible, transmitir  durante siglos y con extrema exactitud, un relato de características semejantes a los poemas  homéricos.  
En la India,  en los años setenta y resistiendo el invasión  de la tele, un bardo era capaz de recitar sin trastabillar el Mahabharata, que equivale a la Ilíada, la Odisea y la Biblia, todo en uno. Una dimensión narrativa estratosférica que el bardo repetía durante sucesivas  noches en rituales de puja, sin alterar una letra.
Los bardos compartían una característica imprescindible para el oficio: eran analfabetos. El hecho es que los bardos que posteriormente adquirieron las habilidades de lectura y escritura, vieron cómo se esfumaba su capacidad para recitar.