Alfabeto fenicio 1000 a. C |
Ayer hablaba con una amiga de nuestras novelas preferidas, de los autores que nos gustan, para hablar con propiedad, que me gustan. Según ella, lo mejor que ha leído es una enciclopedia de bolsillo que se editó a principios de los años ochenta. No se acordaba del nombre, el contenido era imprescindible para la vida moderna, porque trataba de las técnicas culinarias más raras, de alimentos entonces extravagantes para nosotros y que ahora son de toda la vida, como el aguacate y la chirimoya; también era un compendio de frases célebres de artistas famosos y opiniones de las amas de casa estadounidenses sobre la vida cotidiana, verbigracia, la información meteorológica en la tele.
Quien lea esto ha de saber que mi amiga es una especialista muy competente en lo que se denomina industria cultural. No hubo manera de recordar el título de los tres volúmenes de la dichosa enciclopedia a lo Reader Digest, tan entretenida y educativa. O sea, que ni Flaubert, Tolstoi ni Cervantes, mucho menos Laurence Sterne, si nos ponemos exquisitas. Ayer quedamos en una terraza al aire libre, lejos del fragor del día del libro con sus ejércitos de escritores y escribidores vendiendo el producto en la plaza. Sonaba una canción de despecho cantada por Chavela Vargas: Ojalá que te vaya bonito, ojalá que se acaben tus penas, que conozcas personas más buenas, que te den lo que no pude darte aunque yo te haya dado todo. Te adoré, te perdí, ya ni modo. Ojalá que mi amor no te duela y te olvides de mí para siempre.
Así no había manera de estar contenta en un día tan señalado como el de ayer, y para rematar, mi amiga, que tiene dos hijos, me explicó que ninguno de ellos lee novelas, ni nada que huela a literatura y que esa buena educación, ella y su marido la inculcaron con toda la intención.
Tuve que decirle que se estaba perdiendo una vida y media, y sus hijos también, porque hay novelas que dejan la muesca de la realidad o la fantasía con más intensidad y hondura que la vivida por propia experiencia.
Estos días buscaba en casa un libro de un autor que admiro: Albert Cohen. Hace años leí Bella del Señor, luego vinieron Solal , Comeclavos y otras. Quería volver a leer Bella del Señor, y como no di con él en las estanterías repartidas por la casa, me bajé el ebook. El escritor, que fue probo funcionario de la Naciones Unidas, de origen judío sefardí, vivió la mayor parte de su vida en Ginebra. Bella del Señor cuenta la historia de una patricia ginebrina y su relación amorosa, completamente loca, con un tipo la mar de ingenioso. Irónica y culta, la novela se toma a pitorreo el estricto rango jerárquico funcionarial y las pequeñas y grandes manías de los aspirantes a clase administrativa A. Una casta orgullosa y soberbia que la pifia un día sí y otro también.
Por mucho que haya prosperado el tópico de que los suizos son un pueblo aburrido, que lo más importante que han inventado en los últimos cuatrocientos años es el reloj de cuco ( diálogo de Orson Wellls y Joseph Cotten en El Tercer Hombre, bajo la noria del Prater) la pura verdad es que derrochan imaginación. Si no, de qué iban a sacar una propuesta en el Boletín federal, para que los ciudadanos suizos perciban una prestación de 2000 euros mensuales. Y por su cara bonita, un subsidio base incondicional.
Como una no es de piedra, la mala influencia de mi amiga y la ocurrencia suiza me llevaron hasta una charcutería cercana para comprar un cuarto de Appenzeller para matar las penas. Al estilo Chavela Vargas.